¿Qué podemos hacer?
Si durante los primeros años de esta Gran Recesión varios cineastas nos mostraron que las supuestas bondades del sistema económico ultraliberal fueron una auténtica falacia —como se encargó de analizar Enrique Pérez en su artículo Los cachorros del capitalismo—, la actitud de la industria cinematográfica ha ido pasando paulatinamente de una militancia de repulsa por ese pasado de embustero esplendor hacia un talante más pragmático, mostrando las posibles alternativas que cada uno de nosotros puede tomar para superar —o, al menos, minimizar— las funestas consecuencias de la crisis económica.
Este estado de las cosas ya se nos mostró durante la ceremonia de entrega de los Oscar de este 2012, en la cual las nueve nominadas a mejor película contenían un fuerte componente de superación personal frente a un entorno hostil, donde los protagonistas luchan por alcanzar su identidad y su reconocimiento a pesar de lo que los condicionantes externos que aparecen en su contra. Que siete de ellas estuvieran ambientadas en el pasado sólo puede redundar en lo dicho anteriormente, pues instalar un argumento en tiempos pretéritos nos lleva a vincular nuestro presente con la época representada, estableciendo la necesaria comparativa de aquellos días con los nuestros para acentuar los aspectos más destacados de nuestra realidad. Y que la ganadora por KO técnico de todas ellas fuera The Artist (íd., Michel Hazanavicius, 2011) resultó ser de lo más significativo y gratificante, pues su forzado estilo estaba milimétricamente escogido para ser inmediatamente superado, centrándose su trama en un contexto sospechosamente parecido al actual: crisis financiera, fin de una época de bonanza y advenimiento de una tecnología que invita a adaptarse o morir. Toda una alegoría de nuestra sociedad actual —en general— y de la industria cinematográfica —en particular.
Pasados cuatro años desde el pinchazo de las burbujas —financiera, hipotecaria, inmobiliaria, etc.—, el cine se ha convertido en un refugio didáctico donde exponer distintas alternativas para vadear el temporal. Casi todas ellas apostando por la colaboración, llegando a mostrar el asociacionismo como la herramienta ideal para sortear las dificultades. Lo más sorprendente es que algunos de estos ejemplos se han instalado en géneros o estilos poco explorados. O mejor dicho, poco propensos hasta ahora a mostrar tales inquietudes, pues en argumentos dirigidos a un público infantil o juvenil han desarrollado unas ideas más propias del cine de veteranos combatientes como Ken Loach o Robert Guédiguian —tanto La parte de los ángeles (The Angels’ Share, 2012) como Las nieves del Kilimanjaro (Les neiges du Kilimandjaro, 2011) son recientes ejemplos de su realismo social(ista)—. Así, desde el cine de superhéroes — Marvel Los vengadores (The Avengers, Joss Whedon, 2012)— a la adaptación de cuentos infantiles — Blancanieves (Mirror, Mirror) (Mirror Mirror, Tarsem Singh, 2012)—, pasando por la última aventura cinematográfica de Los teleñecos — Los Muppets (The Muppets, James Bobin, 2011)—, encontramos redefiniciones y reinterpretaciones de la consigna marxista “trabajadores de todo el mundo, uníos”, dentro de un contexto muy alejado al de su original decimonónico. Los días de lemas doctrinarios parecen haber pasado —entre otros motivos, porque la sociedad ha cambiado radicalmente—, pero no así el sentido de estos mensajes, donde la unión sigue haciendo la fuerza, practicando su disidencia desde los límites de un sistema que expulsa hacia la periferia todo aquello que parezca diferente.
Por otra parte, una fecha como la del año 2012, acompañada con todas sus connotaciones apocalípticas, ha redundado en ese sentimiento de fractura con la realidad conocida hasta la fecha, instalando al ser humano ante la imposibilidad de cualquier tipo de escape. Sin más alternativas que la pasiva contemplación, la abnegación y el sufrimiento, muchos films han respondido a esa sensación de estancamiento que surge cuando la avalancha de lo inevitable se abate sobre el futuro cercano, ya sea a través de parábolas ecológicas —Take Shelter (Id., Jeff Nichols, 2011), El caballo de Turín (A torinói ló, Béla Tarr, 2011) o una de las mejores películas proyectadas en la última edición de la SEMINCI, La quinta estación (La cinquième saison, Peter Brosens y Jessica Woodworth, 2012)— o de invasiones varias —Extraterrestre (Nacho Vigalondo, 2011), Abraham Lincoln: Cazador de vampiros (Abraham Lincoln: Vampire Hunter, Timur Bekmambetov, 2012)—.
Pero si hay una película que sintetiza en sí misma la diatriba a la que cada individuo se debe enfrentar en su fuero interno, esa es El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight rises, Christopher Nolan, 2012), donde héroe y villano —Batman y Bane— ofrecen dos modelos antagónicos, pero cada uno de ellos repletos de lógica, dependiendo del punto de vista que se adopte y de las emociones que se pongan en juego. Como en todos los enemigos del murciélago, la violenta y esquizoide actitud con la que se desarrollan estos psicópatas responde a la pulsión interior que todos nosotros —afortunadamente— reprimimos como método para solucionar los problemas que nos apremian en la rutina diaria. La presencia de Bane en la última entrega de la saga dirigida por Nolan posee muchas connotaciones políticas y sociales, despertando en nosotros, atribulados espectadores, un inexorable revanchismo contra un sistema que ha demostrado no sólo sus contradicciones, sino sobre todo su incapacidad para ofrecer protección a los ciudadanos, indefensos ante los embates de la represión institucional, la corrupción política y los desmanes corporativos.
El ejército capitaneado por este villano contiene —por voluntad de los guionistas— los necesarios vínculos con los términos más peyorativos devenidos del término antisistema, resolviendo sus actos hacia terrenos sembrados con algo más que incertidumbre: juicios sin garantías, sentencias inapelables con la muerte como única alternativa, dictadura basada en el odio interclasista, etc. Un modelo, al fin y al cabo, basado en el revolucionario francés. Incluso con su misma secuencia de acontecimientos: asalto al centro neurálgico del poder —un mercado de valores, donde se encuentra todo el capital pero, a la vez y curiosamente, ningún activo físico, denunciando la especulación de un sistema financiero virtual—, anuncio ante la comunidad de su recién estrenada libertad —en plena celebración circense: un partido de fútbol—, petición de amnistía para los presos condenados por un sistema tan injusto como ilegal en su dimensión moral —un remedo de La Bastilla en Gotham—, instauración de tribunales populares —al modo del Comité de Salvación Pública— y enfrentamiento de los ciudadanos contra unas fuerzas policiales que garantizan la perpetuidad de esos vicios que definen a un sistema injusto, perverso y degenerado. Bane asume la personalidad de Robespierre, instaurando desde el principio los preceptos de esos años conocidos como del Terror, donde la expeditiva metodología empañó todo lo que de grandeza habitaba en sus intenciones: dar la vuelta a una tortilla chamuscada por uno de sus lados, producto de siglos de insistente tiranía.
La figura de Batman —y, en menor medida, la de Catwoman, cuya evolución dramática avanza desde el visceral odio hacia los ricos al pleno colaboracionismo— aparece investida de un halo beatífico por la apuesta ideológica de los responsables del film, estableciendo una solución reformista ante los problemas sistémicos de Gotham City —un remedo de la “refundación del capitalismo” de Nicolas Sarkozy, el pequeño Napoleón… y es que parece ser que, con el tiempo, a todos los emperadores les sale un Miniyo—. Él conoce perfectamente que lucha por un sistema desacreditado, pero que siempre será preferible por su capacidad de ser mejorado. Y para conseguir sus objetivos deberá ejercer su propia penitencia, alejándose de su zona de confort —la oscuridad de la noche, de su clausurada mansión, de su batcueva…— para presentarse a plena luz del día: si Bane es el epígono de Robespierre, Bruce Wayne/Batman lo es de Danton, retornando de su exilio para ofrecerse en sacrificio.
Su lucha contra Bane y su modelo político —si es que éste se llega a atisbar en un guión que carga de tintes anárquicos su proyecto social—pone en escena un toque de atención al poder y sus excesos, advirtiendo de la necesidad de un cambio de rumbo que evite desmanes de consecuencias destructivas. Una apuesta por la paz social que, de ninguna manera, enturbia las pretensiones de los indignados ciudadanos, quienes siempre verán en Bane el libertador que haga tabla rasa para evitar que los atropellos retornen en un nuevo envase.