Tarantino o la comedia perversa

Tarantino o la comedia perversa

Cuenta Tarantino que en una mala época de su vida intentó suicidarse. Dispuesto a meterse en la bañera para acometer su propio asesinato, pasó por delante del televisor y se detuvo a mirar qué es lo que estaban echando en ese momento: un episodio de la Mamá y sus increíbles hijos (The Partridge Family, Bernard Slade, 1970-1974). Acabó sentado delante del receptor, embobado con las bobadas ajenas, riendo como un niño. Al terminar el capítulo, las ganas de vivir habían vuelto, gritando en su interior —como a veces exclama en los escenarios el gran cómico Ignatius Farray— “la comedia salvó mi vida”. Un mal recuerdo de juventud, una anécdota convertida en leitmotiv a partir de entonces.

¿Puede ser Tarantino uno de los actuales reyes de la comedia? Ninguno de sus argumentos se adscribe plenamente a este género, pero el humor —un especial sentido del humor— inunda sus guiones y fotogramas: de lo grosero a la sátira más inteligente, de la (auto)parodia a la exacerbación de la violencia, del gag a los diálogos más incisivos y sofisticados, su comedia es tan atípica como lúcida, tocando muchos palos, desterrando tabúes y prejuicios que muchos se negaron a poner en escena.

Los diálogos

Todo parte de la palabra. Pocos se atreverían a poner en duda que Tarantino es uno de los mejores dialoguistas del medio cinematográfico. No sólo de nuestros días, sino también de lo que llevamos de Historia del Cine. Los largos parlamentos de los que hacen gala sus personajes son inquietos y vibrantes, corrosivos y lacerantes —sobre todo en unas réplicas donde los protagonistas se pisan unos a otros las frases, adquiriendo el conjunto un ritmo frenético y un carácter acerado, al estilo de uno de sus directores de cabecera: Howard Hawks—, basculando entre la chabacanería y la inteligencia, pero siempre retorciendo los conceptos más tópicos, convencionales y conservadores que suele dominar eso que se viene en llamar la opinión pública.

Esta característica, que define a la vez su especial estilo, lo encontramos de hecho desde sus primeros fotogramas, apareciendo como un aspecto fundacional. Un primer contacto con los espectadores que marca la impronta seminal por la que ser reconocido, pues Reservoir Dogs (íd., 1992) se abre —incluso antes de aparecer cualquier personaje, desde la pantalla en negro— con ese jocoso monólogo en torno a la canción de Madonna Like a Virgin, declamado —como no podía ser de otra manera— por el propio Tarantino, inserto dentro de una situación atípica: un grupo de tipos que, por los trajes tan clásicos que visten —de una moda totalmente retro en blanco y negro, lo que contrasta jocosamente con lo colorido de sus apodos criminales—, conversando en torno a un tema actual, en el cual se repiten hasta la saciedad palabras como polla (dick) o follar (fuck), combinadas con comentarios groseros de notas sexistas, racistas e, incluso, escatológicas.

Más allá de las sensibilidades que pueda alterar, lo cierto es que esta puesta en escena —basada en el abuso de los límites de tolerancia del espectador, que debe asistir perplejo a tamaño despliegue de desprecios hacia el otro, hacia lo diferente— pone en entredicho la sacralidad de lo políticamente correcto, haciendo de la violación del espacio privado —los diálogos en el cine de Tarantino no son mítines proselitistas, sino conversaciones íntimas a las que asistimos desde la privilegiada posición del voyeur— la clave para restar dramatismo a lo dicho y lo escuchado.

Hay, por lo tanto, en el cine de Tarantino un juego perverso entre el emisor y el receptor, donde las múltiples capas de representación hacen de cada partida un combate donde cada contendiente tiene que dar lo mejor de sí mismo. Las relaciones de los distintos personajes entre sí —por un lado— y las que dispone el realizador con el espectador—por otro— están condicionadas por la efectividad del código con el que se expresa el mensaje. Hay prácticamente en todos sus argumentos alguna referencia a la incapacidad de asimilar en su totalidad lo ajeno en términos culturales, donde el triunfo de la adaptación pasa por el dominio del lenguaje. No hace falta recordar la secuencia de Pulp Fiction (íd., 1994) en la que Vincent Vega (John Travolta) y Jules Winnfield (Samuel L. Jackson) hablan sobre las peculiaridades terminológicas entre Francia y EE.UU. con respecto a las hamburguesas, girando su diálogo en torno a la falta de integración. O, el que puede ser el más brillante de los ejemplos, la utilización que se hace en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) de los distintos idiomas, donde la mínima peculiaridad idiomática —el acento alemán sin referentes del teniente Archie Hicox (Michael Fassbender) o el italiano chapurreado del teniente Aldo Raine (Brad Pitt) y del sargento Donny Donowitz (Eli Roth)— conlleva trágicas consecuencias —a pesar de la indudable comicidad de los dos últimos—.

El dominio del idioma planea sobre esta última película mencionada como la clave del triunfo, pues la pericia con la que el coronel Hans Landa (Christoph Waltz) —uno de los personajes más fascinantes dentro de la galería creada por Tarantino, «por la inteligente, cultivada, políglota y viperina verborrea que le ofrece y por su capacidad para dibujar un demonio tan aterrador como fascinante (lo que le hace aún más aterrador)» (Carlos F. Heredero, “Pulp (History) Fiction”, Cahiers du cinéma. España nº 26, septiembre 2009, p. 17)— pasa de uno a otro le otorga el poder de llevar sus planes a buen término. Siniestros en este ejemplo, aunque trasformados en benignos en su siguiente participación con Tarantino, Django desencadenado (Django Unchained, 2012), donde su personaje, el doctor King Schultz, traza asimismo su tela de araña conspirativa a partir de hilos fabricados en su patria centroeuropea, convirtiendo su alemán natal en un arma de liberación contra la tiranía de la esclavitud.

Es por todo ello que podemos afirmar que la comicidad en Tarantino descansa en las palabras, su impacto en el espectador y la cuidada relación con el entorno —quién lo dice, dónde, su sentido…—, quebrando tabúes y prejuicios que alteren el normalizado trayecto de la libertad. Su humor es provocador y polémico, sí, pero jamás gratuito, pues modela a tanto a los distintos personajes entre sí —definiendo su personalidad, pero potenciando aquellos rasgos distintivos, lo que conduce en muchas ocasiones a la parodia y la caricatura— como a la relación que éstos tienen con sus circunstancias —su contexto, sus vicisitudes vitales, etc.

Los personajes

Por supuesto, un diálogo no sería nada sin un soporte físico. Es decir, sin un personaje que lo ponga en escena. Muchos de ellos —sobre todo aquellos inscritos en sus películas instaladas en el noir criminal urbano— están definidos a través de su instalación en el estereotipo: el idiota, el drogata, el negrata, el gánster malhumorado, el matón… Su puesta en escena desequilibra en la mayoría de las ocasiones la capacidad de predecibilidad del espectador, alterando el desarrollo normal de los acontecimientos por su virtud transgresora. Si a una acción cabe esperar su esperada reacción, en el cine de Tarantino todo está abierto a las conjeturas del azar por la improbabilidad en los actos de sus personajes.

Y, sin embargo, la mayor comicidad la encontramos en el juego burlesco que Tarantino logra imprimir a sus actores y actrices, jugando sin vergüenza con la proyección previa que el espectador tiene de ellos y ellas. O, como muy acertadamente percibió Antonio José Navarro (“El fascinante artificio de Tarantino”, Dirigido por… nº 227, septiembre 1994, p. 26) en torno a Pulp Fiction: «A destacar el ajustado elenco de actores, muy bien guiados por Tarantino. Algunos de ellos, con una imagen cinematográfica muy definida, reducida a un pulp interpretativo de maligna comicidad: John Travolta —excelente—, condenado siempre a hacer de atlético bailongo hortera —de Travolta—, es aquí un asesino a sueldo melenudo —adiós a los repeinados con gomina—, drogata algo bobalicón, con un orondo cuerpo que pide a gritos una buena liposucción, y, además, apenas sabe bailar, moviéndose como un elefante cojo (!!!); Uma Thurman, espectacular chica-rubia-buena —cfr. La chica del gangster, Jennifer 8—, se transforma en una mórbida morena a lo Louise Brooks; Bruce Willis, uno de los duros de Hollywood, conocido por su galopante alopecia, aparece rapado al uno, casi calvo, y huyendo de un mafioso por no colaborar en un tongo; Eric Stoltz, otro chico-bueno-bien-peinado del cine USA, se esconde en las barbas y greñas de una camello segundón; Rosanna Arquette, la que fuera burguesita en pos de emociones fuertes en la mediocre Buscando a Susan desesperadamente de Susan Seidelman, o modosa cuáquera en el olvidado Silverado de Lawrence Kasdan, tiene una breve intervención como compañera sentimental de Stoltz, luciendo una lamentable facha entre maruja de baja estofa y drogadicta punk, con un nutrido grupo de aros repartidos por toda la cara (!!!)…; y Harvey Keithel, aún reciente en el recuerdo su aterradora performance en Bad Lieutenant de Abel Ferrara, sin mencionar su extensa galería de tipos turbulentos, interpreta, ataviado de un impoluto smoking, a un gangster pseudo-yuppie (¿?), capaz de limpiar los entuertos más gore».

Pero es en la propia dimensión pública de su figura donde Tarantino ha creado una notable teoría en torno a lo referencial. No sabemos qué fue primero, si el huevo o la gallina —su personaje o su personalidad—, lo cierto es que la imagen que de sí mismo ha proyectado —tanto dentro como fuera de la pantalla— ha condicionado sobremanera la percepción que de él tiene el espectador, vinculando su figura con lo jocoso —cuando no directamente con el cachondeo, lo que en determinados círculos le ha restado injustamente credibilidad—.

Resulta significativo que sus primeras apariciones delante de una cámara se produjeran en Las chicas de oro (The Golden Girls, Susan Harris, 1985-1992) —concretamente, en el sexto episodio de la cuarta temporada (como miembro de un estrafalario grupo de imitadores de Elvis) y en los 25 y 26 de la quinta—, situando sus inicios como actor en la sitcom televisiva. A partir de entonces, su presencia se ha multiplicado más allá incluso de sus propias producciones, forjando un personaje a medio camino entre lo burlesco y lo bufonesco, potenciando esa etiqueta de enfant terrible con el que, desde un principio, la crítica quiso apelarle. Así, sus sobreactuaciones, gesticulaciones histriónicas, constantes tics y parlamentos jocosos en forma de reflexiones se han convertido en un sello de identidad —y de reclamo, para mayor gloria de su ego—, por lo que a partir de un determinado momento ya era imposible distinguir a la persona del personaje, viendo siempre en sus actuaciones al propio Quentin Tarantino.

Su participación en la película Duerme conmigo (Sleep with Me, Rory Kelly, 1994), donde expone uno de sus famosos discursos-chiste en torno a la homosexualidad en Top Gun (Ídolos del aire) (Top Gun, Tony Scott, 1986) podría considerarse anecdótica al lado de otras de más peso dramático, como su actuación en Abierto hasta el amanecer (From Dusk Till Dawn, Robert Rodriguez, 1996), donde su personaje de Richard Gecko define a la perfección —con sus modales de peligroso psicópata desequilibrado y manías como la de chirriar constantemente los dientes, una autoparodia destinada a reírse de su prominente mandíbula— su pasión por todos aquellos individuos sádicos y dementes que pueblan, no sólo sus propias películas, sino también los guiones realizados para otros realizadores —con Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994) como máximo paradigma.

Las situaciones

Así como los diálogos no estarían completos sin los personajes que los pronunciaran —estudios recientes demuestran que las palabras componen tan sólo un 15% de la comunicación, completando el 85% restante la gesticulación, la entonación, etc.—, todo ello no sería lo mismo sin aquellas situaciones que imprimieran el necesario contexto para provocar el peculiar humor tarantiniano. Su comicidad se forja a través de la aparición de situaciones altamente improbables, pero no imposibles. Como señalábamos anteriormente, encontramos en el cine de Hawks uno de los referentes también en este sentido, pues Tarantino puede ser considerado uno de los mejores representantes de la moderna screwball comedy, donde se reparten con igual importancia los diálogos y los gags visuales.

Los entornos en los que se insertan los protagonistas de sus películas condicionan, a través de elementos como la paradoja, una jocosa respuesta emocional en el espectador difícil de esquivar. He aquí que surgen momentos míticos y perdurables en la memoria cinéfila, como el capítulo de Pulp Fiction titulado El reloj de oro, donde los requiebros y los golpes de efecto —recordemos: en un parlamento rodado en plano secuencia, sin cortes ni cambios en la posición de la cámara— van sumergiéndonos en una historia que, según se acerca a su final, mayor hilaridad provoca… a pesar de su dramatismo a poco que se piense.

Y es que Tarantino, al igual que señalábamos con sus diálogos, rompe asimismo tabúes y prejuicios condicionales en la disposición circunstancial de la acción. Sobre todo con respecto al que quizás sea el tema más polémico cuando hablamos de este realizador: la puesta en escena de la violencia. Su cine es un arte cargado de impulsos salvajes, sadismo, laceraciones, disparos y apuñalamientos, ejecuciones a sangre fría, violaciones, etc. Pero la disposición del humor en medio —o, como muchas veces ocurre, justamente después— de una secuencia repleta de violencia aligera la carga dramática que esta conlleva, con un método que puede bascular entre la aparición de lo absurdo y la utilización de lo extremo, coqueteando con los límites de la comedia negra. La clave de su humor es puntear con excelentes pinceladas momentos determinados, pausar para insuflar oxígeno a un espectador agotado por su violencia. Así, dentro de una situación tan dramática como la que se expone durante la violación en Pulp Fiction, Butch (Bruce Willis) decide volver para rescatar a su ex socio Marsellus (Ving Rhames), pasando por sus manos, paulatinamente, un martillo, un bate de béisbol, una motosierra y, finalmente, una catana samurái. Toda una divertida visualización de la mente del personaje a través de su festiva mirada, que fantasea con la efectividad de su macabra venganza según desfilan ante él los diferentes objetos.

Es por ello que, como reconoce el propio Tarantino, el espectador se pueda sentir confundido, basculando sus emociones entre la aceptación del regocijo y el pleno rechazo: “Hay muchos momentos, en las escenas que aparentan ser más terribles de mis películas, las más dramáticas, en que no dejan de aparecer elementos que también las hacen divertidas, de forma que a la vez hay unos espectadores que está aterrados en sus sillas, otros riéndose a carcajadas y unos terceros que no saben muy bien dónde ponerse, lo cual no deja de ser una situación muy curiosa y también muy interesante para el director” (E. Riambau, M. Torreiro, C. Heredero y J.E. Monterde: “Dos entrevistas con Quentin Tarantino. El cineasta como «chico malo»”, Dirigido por… nº 231, enero 1995, p. 47).

Por otra parte, el cínico tratamiento que Tarantino hace de la violencia le absuelve de cualquier intento de acusarle de exaltación de la misma, pues su actitud siempre es burlesca, convirtiendo sus puestas en escena en una pantomima grandguignolesca donde la representación se aleja de lo representado a través de la caricaturización. O, lo que es lo mismo, a través de la exageración, con la exuberante utilización de un elemento como la sangre. Secuencias como el disparo accidental dentro del coche de Vincent y Jules en Pulp Fiction —que convierte la tapicería en un cuadro de Jackson Pollock, con sesos en vez de pintura—, la lucha en el dōjō de Kill Bill. Volume 1 (Kill Bill: Vol. 1, 2003) —transformando a los maniacos en verdaderas fuentes de hemoglobina— o, más recientemente, los numerosos tiroteos en Django desencadenado (Django Unchained, 2012) —destacando sobre todos el que se produce en la mansión de Calvin Candie (Leonardo DiCaprio), auténtico prodigio de la reforma decorativa— son algunos ejemplos extremos en torno al uso de los excesos como herramienta para conducir al espectador hacia un estado de grotesca diversión, sacando a pasear al psicópata que todos llevamos dentro.

Las referencias

Como es bien sabido, Tarantino comenzó a hacerse famoso en Los Angeles antes incluso de dedicarse a la dirección cinematográfica, pues en aquella ciudad comenzó a circular la leyenda de un empleado de videoclub de portentosa memoria fílmica y curiosos razonamientos interpretativos, que organizaba proyecciones acompañadas de animadas tertulias de intercambio de criterios e impresiones en vivo. Efectivamente, su labor en el Video Archives de Manhattan Beach comenzó a labrarle una merecida reputación entre los cinéfilos, poniéndole en contacto con agentes, productores y guionistas de Hollywood, asfaltando su posterior llegada a la meca del cine.

Es, por lo tanto, que a través de su pasado consiguió fortalecer su imagen como contenedor de referencias, inaugurando —junto a otros realizadores, como Kevin Smith y Robert Rodriguez— lo que se ha venido en llamar la generación del videoclub: jóvenes directores empapados de un determinado cine — el blaxplotation, el cine de artes marciales, el spaghetti western, las películas baratas de terror, etc.—, albergando en su bagaje formatos procedentes otras formas de representación propias de su tiempo —como los cartoons, las series de televisión, la novela negra, el rock’n’roll, la música soul, la narrativa pulp, etc.—, «absorbidos y fagocitados en aras de una nueva lectura de la posmodernidad cultural» (Quim Casas, “Quentin Tarantino. La puesta en escena del reciclaje”, Dirigido por… nº 330, enero 2004, p. 44).

Así pues, Tarantino se propuso, desde sus primeros proyectos, trabajar un ingente material que funcionaba en su memoria —y en la del espectador— como una ecléctica herencia. Una tradición cinematográfica que modernizar, modelando con los nuevos gustos y los nuevos criterios aquellas obras etiquetadas como de serie B, para transformarlas en serie A a través de una labor de homenaje, reciclaje, mimetización y reinterpretación, con una textura de calidad y un agudo espíritu para la sátira y la parodia. Es decir, transformando lo otrora poco respetable en fórmula de culto para su revisitación y su merecida reverencia.

Así, el uso de referencias y gustos personales se convierte en un pastiche repleto de guiños, una ensalada mixta compuesta por argumentos y momentos que se han consolidado en su recuerdo, muchas veces en forma de gamberrada. Desde las influencias más cultas —pues su tendencia a presentar argumentos basados en el honor, la lealtad, la traición y la venganza lo emparentan con William Shakespeare, y su propensión hacia lo absurdo lo vinculan a Samuel Beckett— a las más populares, su puesta en escena resulta ser un crisol de complicidades culturales dentro del marco de la nueva cinefilia, donde el espectador puede regocijarse tanto con el encuentro como con la búsqueda de esa ingente cantidad de referencias camufladas, cuya transformación heteróclita refuerza su capacidad de integración en un universo repleto de códigos compartidos. Un proceso que favoreció de alguna manera la inauguración del deleite por lo friki, satisfaciendo así esa pulsión por la necesidad de encuentro con el semejante.

Pero, sin duda, el cine de Tarantino se ha ido deslizando con el paso del tiempo hacia un humor autoparódico, donde las referencias hacia su propio cine son el resultado de un camino natural hacia la consolidación de su propio universo —forjado, a su vez, por reseñas ajenas—. La utilización, por ejemplo, de unos actores y actrices fetiche —Michael Madsen, Harvey Keithel, Samuel L. Jackson, Uma Thurman, Zoe Bell, etc.— le permite al realizador jugar con la memoria y las emociones de sus espectadores, transmitiendo la divertida sensación de evolución de sus personajes a través de la puesta en escena del mismo soporte actoral, encontrando en su más reciente descubrimiento, el gran actor austriaco Christophe Waltz, la madre de toda las transformaciones: la inversión ideológica del racista coronel nazi de Malditos bastardos en el liberador de esclavos de Django desencadenado. Todo un prodigio de metamorfosis conceptual, de jovial juego intelectual, que muestra sin concesiones la capacidad de Tarantino para derribar cualquier tipo de expectativa con respecto a los proyectos que aborda. Su capacidad para sorprender es —y seguirá siendo— una de las mejores apuestas para el reencuentro.