Sobre la mujer moderna
Hay un abismo generacional, pero también de actitud vital, entre las protagonistas de Juno (íd., 2007) y Young Adult (íd., 2011), que no solamente es un reflejo en tono amargo de la (no) evolución de la carrera cinematográfica de su guionista, Diablo Cody, al pasar de ser una joven promesa refulgente a acumular fracasos tan sonados como Jennifer’s Body (íd., Karyn Kusama, 2009) o United States of Tara (Id., 2009-2011). También es una proyección del aparente fracaso del postfeminismo a la hora de conciliar la necesidad de la mujer de romper con las tradicionales ligazones patriarcales, de buscar una libertad de acción, no sólo sexual, sino también laboral y moral, semejante a la del hombre —y en sintonía con la sociedad burguesa, tendente al hedonismo más recalcitrante, que nos ha legado el capitalismo brutal de las últimas décadas—, con la conservación de sus propios instintos biológicos, de sus necesidades afectivas más primitivas. La (aparente) madurez del personaje de Ellen Page, así como su generosa decisión de tener a un niño no deseado solamente para darlo en adopción, ofrecen una visión idealizada de las teorías feministas que encaja a la perfección con la sociedad anterior a la actual crisis económica —cuando parecía que el dinero no iba a dejar de entrar nunca, y muchos vivíamos con relativo desahogo–, que en cambio se evidencia falsa, equivocada, en la corporeización adulta que supone Charlize Theron. Que ésta se dedique a escribir noveluchas para jóvenes adolescentes, un poco como los «Crepúsculo» de Stephenie Meyer, define con notable crueldad su falta de enjundia íntima: es el resultado de que la mujer haya asimilado como propio el peterpanismo típico del hombre —que escriba obsesivamente sobre amoríos adolescentes le permite seguir sumergiéndose en la única etapa de su existencia en que fue una triunfadora de verdad—, aceptando también formar parte del perverso engranaje social que nos ha convertido en una sociedad de ombliguistas, de egoístas desbocados e inanes.
Es fácil ver por qué Jason Reitman brilla mucho más tras las cámaras en esta Young Adult de lo que lo hizo en Juno. Lo suyo son los personajes, precisamente, peterpanescos, a los que alguien de su entorno —normalmente, alguien más joven que, sobre el papel, debería ser más inexperto y, por lo tanto, menos maduro— revela su auténtica naturaleza y le empujan a acabar teniendo una epifanía personal cuya utilidad el director siempre deja en suspenso. Un papel que su anterior colaboración con Cody ejercía un secundario, el interpretado por Jason Bateman, y aquí asume directamente la actriz sudafricana. Pero ese cinismo que resultaba tan impostado en Gracias por fumar (Thank You For Smoking, 2005) y que resultaba mucho más sutil, y precisamente por eso más interesante, en Up in the Air (Id., 2009), aquí se torna todavía más hijoputesco, más realista, a través del trasfondo amargo de la historia que nos está contando. No hay intención redentora en el retrato que hace de Mavis Gary con la (inestimable) complicidad de Theron —que se desprende aquí de su habitual halo de frialdad, de belleza distanciada, para mostrarse mucho más vulnerable y más humana de lo que acostumbra—, sino más bien una cierta búsqueda de explicaciones, de las razones que le han llevado a ser como es. La asfixiante atmósfera de su ciudad natal, en la Minnesota profunda, los sinsabores de su relación adolescente con Buddy (Patrick Wilson), la presión de ser la reina del baile de promoción de su instituto… En el fondo, Mavis no es más que el resultado de las tensiones que provoca el conservadurismo recalcitrante que todavía conservan algunas zonas de los Estados Unidos en los jóvenes que intentan marcar distancia con respecto a sus mayores, matar simbólicamente a los padres y avanzar socialmente, lograr algo en la vida aparte de la admiración de sus compañeros de instituto.
Todo ello tiene una correspondencia en la evolución de la puesta en escena de Reitman, aquí mucho más cruda, mucho más desnuda, de lo que había sido hasta entonces en su carrera. Atrás han quedado los excesos visuales de sus cortometrajes y su primera película, que el director ha ido puliendo hasta quedarse con una simplicidad dramática que beneficia, y mucho, a sus capacidades narrativas. No solamente porque su director de fotografía habitual, Eric Steelberg, explote las capacidades de la Arri Alexa para lograr una iluminación muy apagada, muy tristona, de una frialdad que oprime a los personajes y le niega brillantez (y glamour) al rostro de los actores. También porque reduce, en gran parte, el apoyo en la banda sonora de Rolfe Kent, y deja que las escenas dramáticas crezcan a partir del silencio, del sonido ambiental, dejando al espectador sin el asidero emocional, sin el respiro preprogramado, en el que, en otro tipo de producciones, puede convertirse la música.