63 Berlinale

Valoración del palmarés

Cuando hace un mes conocimos el cartel de esta 63ª Berlinale, la sensación generalizdra era la de que estábamos ante una lista de nombres en su sección oficial que casi parecían más un Cannes prepotente que un Berlín que ya sabemos que llevaba al menos una década de declive, especialmente en la pobreza de las películas en competición por el Oso de Oro: Bruno Dumont, Ulrich Seidl, Gus Van Sant, Hong San-soo, Steven Soderbergh o Wong Kar-wai (éste con su obra fuera de concurso; él es el presidente del jurado) todos ellos son nombres fijos en Cannes que, cada uno por razones diversas, han optado este año por marcar una distancia con la cita en la Costa Azul. Lo pintoresco es que ninguna de esas firmas de elevada cotización artística, que apuntaban hacia un festivla berlinés mucho más rico, ha visto reconocido el valor de sus filmes en crónica alguna. En el caso de Gus Van Sant y su pobrísima Promised Land no podría ser de otro modo. Bruno Dumont, que se trajo su Camille 1915, Soderbergh y su estimable thriller Side Efects, y el coreano Hong Sang-soo, quien continúa dirigiendo siempre la misma película, y sus fans siguen aplaudiéndolo. Hace muy bien en no quemar neuronas innecesarias si sus películas, que en realidad son todas una, se aplauden en festivales como Berlin.

El otro damnificado de los autores de relieve es el austriaco Ulrich Seidl, quien con Paradise: Hope cierra su caústica trilogía sobre la Vieja Mitteleruopa, aquí con la hija de la mujer depredadora del sexo en Kenia, una adolescente obesa internada en un centro destinado a la pérdida de peso.

El palmarés de Berlín hay que analízalo sobre la bases de estas ausencias, cuyo lugar lo ocupan películas de rango claramente inferior, pero también sobre algunos aciertos que indican que este jurado cuyos machos alfa han sido Wong Kar-wai y Tim Robbins, no estaba por la componenda. Porque de querer pensar más en satisfacer el clamor generado por el chileno Sebastián Lelio y su comedia agridulce Gloria. No termino de entender ese entusiasmo. A mí Gloria me provoca fatiga por exceso de lugares comunes en su guion con los esfuerzos de su actriz por encontrar un equilibrio sentimental y, sino puede ser eso, al menos algo de sexo. La edad de esta Gloria, que ha pasado los sesenta, es otra coartada para enganchar, de modo autocomplaciente, al público. Tras nueve días de tener que escuchar, sin compartir, los elogios y las hipérboles sobre el film chileno, parecía inevitable que si no el Oso de Oro, sí al menos le cayese el de mejor interpretación a Paulina Garcia. Tenía rivales como la excelsa Juliette Binoche de Camille Claudel 1915, pero al final pudo más la flojera sentimental de Sebastián Lelio frente a la desnudez incómoda del drama de Brunò Dumont.

Me genera alegría el que el film rumano Child’ Pose, otra joya de psicodrama tenso, demoledor porque no deja respirar ni para tomar impulso, sea la gran triunfadora y se lleve el Oso de Oro. Toda esa tensión la distribuye el personaje de una madre empeñada en salvar a su hijo de las consecuencias de un accidente de tráfico en el que ha muerto un niño. Me sigue resultando prodigioso lo que tiene que estar sucediendo desde hace una década en Rumanía para que sigan apareciendo cineastas jóvenes, con el pulso que normalmente se alcana con la madurez.

Solamente con sarcasmo se debe encajar el que a la película de mayores riesgos, la más bizarra, la más intensa, ese Vic + Flow Saw a Bear con el que el ya bien contrastado realizador canadiense Dennis Coté me atrapa, me zarandea, y consigue que cada nuevo registro de su película me tome por sorpresa, a esa obra que será la que más perdure de esta 63ª edición le den el Premio Alfred Bauer, algo asi como un lavado de mala conciencia del jurado. No es casual que en la pasada edición el Alfred Bauer fuese para el Tabú de Miguel Gomes, el film por el cual esa edición se recordará.

E igual que el Premio citado, los festivales deberían instaurar ya, un Premio Jafar Panahi, por el cual cada certamen reserve esa categoría a cualquier película filmada por el director rehén del régimen iraní. O, en su defecto, para cualquier película de Irán con mensaje de crítica a su gobierno encriptado. En la Berlinale se cumpió lo que apuntamos hace días: Panahi se llevó un Oso de Plata al mejor guión por mostrarmos cómo es su literal encierro en Closed Curtain.

Me parece exagerado convertir al film de Danis Tanovic An Episode in the Life of an Iron Pikle en la segunda película más premiada del palmarés al llevarse el Gran Premio Especial del Jurado y el Premio al mejor actor protagonista, el amateur Nzif Mujic. También queda como muy cool ir a reconocer la autenticidad de gente corriente de vida neorrealista.

Por último, valoro como dislate pensar que en una lista donde hay al menos media docena de directores ya consagrados y con obra fresca, se considere que el Premio al mejor director lo reciba el norteamericano David Gordon Greene por Prince Avalanche.

Con todo, esta 63ª Berlinale consigue romper una tendencia a la baja preocupante. No he visto en la competición ninguna película queme irritase, si exceptuamos algo muy trallado que se llama The Neccesary Feath of Charlie Countryman, que protagonizan Shia Labebouf y Evan Rachel Wood. Sus dos horas de thriller disparatado, que va de lisérgico pero es solo tontiloco, estruendoso, decididamente insoportable, son de las que te desmontan del día a las diez de la mañana.

Top 10

1) Mes séances de lutte (Jacques Doillon)
2) Vic + Flou ont vu un ours (Denis Côte) 
3) Pozitia Copilului (Child’s Pose) (De Câlin Peter Netzer)
4) The Grandmaster (Wong Kar-wai)
 5) Paradise: Hope (Ulrich Seidl)
6) Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont)
7) The Act of Killing (Joshua Oppenheimer)
8) In Bloom (Nana Ekvtivihsmilli y Simon Nuria Gros)
9) Side Effects (Steven Soderbergh)
10) Don Jon’s Adicction (Joseph Gordon-Levitt)
La peor película vista: The Necessary Death of Charly Countryman (Fredrik Bond), ex-aequo con Ayer no termina nunca (Isabel Coixet)
 

Crónica 5

Con Elle s’en va, una película impropia de competir por un Oso de Oro (ni siquiera ganaría la lucha por un caniche) cerró sus puertas la sección oficial de la 63ª Berlinale. La inclusión de este filme de la irrelevante directora francesa Emmanuelle Bercot hay que buscarla en su actriz protagonista. La película está vehiculada como tributo a una Catherine Deneuve quien, a punto de cumplir los setenta años, demuestra aquí no tener prejuicios para desposeerse por completo de su glamour y embutirse en el personaje de la dueña de un asador de corderos en la Francia rural. No hacía falta esa prueba de fuego para saber que la Deneuve, última gran dama de una era del cine europeo, es capaz de salvar el charme incluso en un asunto tan pedestre como el que se le plantea en Elle s’en va, que viene a ser algo así como un A mi manera que remarca el tono personalista del film.

Bien es verdad que, por mucho que admiremos a su protagonista (hasta la banda sonora parece un guiño a las músicas de Michel Legrand que dieron sonido a la eclosión de Catherine Deneuve en la segunda mitad de los 60 del siglo pasado) lo que no podemos es pasar por alto la torpeza de la directora, la maldad infinita de un guion escrito a brochazos, el tono memo de su humor, la simpleza ramplona de una película que no se merecen ni la Deneuve ni la sección oficial de la Berlinale. Por lo que se ve, el fogonazo de alfombra roja pesa mucho, y contar con la actriz francesa para el último día del concurso es un reclamo capaz de obnubilar a los programadores de la Berlinale y de hacerles creer que Elle s’ en va no es esa patochada irritante que nos tocó sufrir durante casi dos horas de la última jornada. ¿No podrían haber programado esto como un pase especial fuera de concurso como marco de un premio honorífico a la Deneuve? Pues no, parece que lo suyo es situarla al nivel de las obras de Bruno Dumont, Ulrich Seidl, Steven Soderbergh o Richard Linkater.

Pero es que el día amaneció atravesado. Hubo algo de decepción en la “torcida” del coreano Hong Sang-soo, ese señor tan prolífico que hace al menos una película por año, aunque a mí todas me parezcan la misma, no les encuentre maldita la gracia a sus diletantes enredos sentimentales y sufra la morosidad con la que sus protagonistas van tras el amor imposible, tan predecible como la persecución de Aquiles a la tortuga.

Por eso, a mí no me pilló de sorpresa volver a aburrirme y terminar por desentenderme de los pretendidamente ocurrentes flirteos de los protagonistas del nuevo film del autor coreano, Haewon, la hija de nadie. La única variación es que el epicentro de los vaivenes amorosos es una mujer. Y que, después de trabajar con Isabelle Huppert en In Another Country (vista el pasado año en Cannes y de estreno inminente en España), Hong Sang-soo le haya tomado el gusto de nuevo rico a lo de coleguear con mitos femeninos del cine europeo y aquí realice un cameo de divertido nivel sarcástico Jane Birkin.

La película que completa las 19 a concurso la firma el rookie del año en Berlín, el kazajo Emir Baigazin. Sus Harmony Lessons son una de las pocas sorpresas de una edición en donde sólo funcionaron algunos de los autores consagrados y únicamente el chileno Sebastián Lelio se ganó al personal con su autocomplaciente y tramposilla Gloria, la favorita para ganar el Oso de Oro y empequeñecer un poco más su prestigio.

Harmony Lessons es el sleeper de esta 63ª edición: su manera de abordar una personalidad psíquica desequilibrada, la de un joven con un transtorno bipolar que se ve afectado por un bullying a lo kazajo es de una soltura de estilo estimulante. Baigazin es capaz de sustentar la atmósfera densa y a ratos onírica de su película, inyectándole a su progresivo toque de película de terror una especificidad que revela que detrás hay un cineasta ya muy hecho.

River Phoenix resurrecto 

Y a los veintidós años resucitó. River Phoenix caía colapsado en noviembre de 1993 en The Vip Room, club propiedad de Johny Deep. Eso lo transformó en un hermoso cadáver pero cercenó una carrera que, a la vista de sus últimos trabajos, en especial My Own Private Idaho, indicaban que Phoenix tenía por delante el futuro de una gran estrella que decide optar por la vía del riesgo del cine sin red. Como Dark Blood, la película que rodaba en el momento de su muerte, y que dejó incompleta a falta de solo dos semanas de filmación no parece ni mucho menos otra apuesta de vanguardia sino que, todo lo contrario, suena a cine rancio, algo impostado, no veo yo muy clara esta operación de su director, el holandés George Sluizer, de montar la película sustituyendo las secuencias de River Phoenix que no se pudieron rodar por la voz en off del propio Sluizer relatándolas. Irónicamente, casi todo lo que falta en este thriller psicológico, que es algo así como Calma total pero con arena en vez de mar, son algunos momentos íntimos de Phoenix y de la británica Judy Davis quienes, parece ser, no se soportaban y montaron más de un quilombo. Ya digo que me suena oportunista esta exhumación de River Phoenix. Y que veo desmesurado de todo punto el relieve que la Berlinale le da a la resultante, presentando con carácter de gran acontecimiento y gala en el Palast lo que no es más que un film de suspense fallido en el cual River Phoenix encarnaba a un solitario psicópata sin demasiada convicción. Es probable, eso sí, que este pase de Dark Blood sea el primero y último, ya que hay un jaleo legal por sus derechos entre George Sluizer y la productora que pueden motivar el entierro definitivo de la película. Y el reposo prematuro, bien ganado, del malogrado astro vegano y politoxicómano.

Crónica 4

Mencionaba, al hilo de la muy reciente edición de Rotterdam, el poder fáctico que ha alcanzado el cine iraní en los festivales europeos. El efectivo estado de excepción de las libertades en el régimen de aquel país lleva a que la presencia de una película de Irán, siempre abierta a alguna denuncia más o menos encubierta de esa situación, es garantía de premio. En La Berlinale no es ya que haya película iraní. Es que hay obra de Jafar Panahi, que se ha convertido en el Mandela de la creación, tomado como rehén por su gobierno, condenado a no hacer cine. Pero o las fronteras de Irán son de gomaespuma o se las cuelan de matute, porque Closed Curtain es la segunda película de Panahi que vemos desde que se prohibió dirigir. En ella, asistimos a una bunkerización del propio director, velando las ventanas de su casa junto a la playa. Con él entran otros colegas mal vistos por Teherán y también un perro, porque una ley gubernamental considera a los cánidos animales impuros. Y así, el noticiario emitido en la televisión ofrece imágenes de una decapitación colectiva de estos animales. Y el perro de Panahi se pone a temblar mientras ve a sus congéneres ajusticiados.

Hay algo de bucle inevitable en la situación de este director erigido en emblema. Su práctico encierro le obliga a filmar películas que no son tales, a expresar su condena a través de propuestas como la de Closed Curtain, que como metáfora de la vida en una cárcel es bastante obvia, a ratos demasiado. Pero es que, o bien lo liberan, o tendremos un subgénero-Panahi de películas que no son tales pero que van a los festivales y además ganan siempre algo, por política corrección. Closed Curtain logró el mayor lleno del Palast registrado hasta ahora, y todo para ver este encierro de perros, el real y el disidente, que contiene algunas capas, pequeñas subtramas, pero se subsume en realidad en un mandamiento: te solidarizarás con Panahi por sobre todas las cosas.

De otro encierro forzoso trata el nuevo film de Bruno Dumont, en este caso la dramatización de la reclusión de Camille Claudel en un manicomio por presión de su familia y de Auguste Rodin. Dumont, que venía de la radicalización de su nihilismo brutal en Hors Satan, opta por una mayor mesura en la guionización de esa condena que cuenta Camille Claudel 1915. No se renuncia al elemento grotesco marca de la casa, aquí un coro de pacientes del psiquiátrico a los que Dumont dedica generosamente primeros planos bien expresivos de la fealdad de la pérdida de la razón. Entre toda esa fauna freak, se estiliza el perfil que una colosal Juliette Binoche realiza de la protagonista: es, en efecto, una Camille Claudel devastada si pensamos en la idealizada figura de la escultora, amante y musa de Rodin. Pero en el registro sutil, de una hondura insondable, que de ella hace Juliette Binoche, hay una paz interior, que nace de la actriz desde el fondo de su mirada y que va dibujando un ambiguo y muy bello elogio de la locura, si la locura era esto. Y ofrece, además, Camille Claudel 1915, uno de los escasos momentos de humor en estado puro que puede hallarse en la hosca filmografía de Dumont: la parodia demoledora del católico integrista Paul Claudel, satirizado desde el primer plano que lo enfoca, casi como a un Moisés en el Sinaí.

Steven Soderbergh, casi como de Palma

Si del cine de Dumont se desgrana la personalidad de un autor doliente, Steven Soderbegh es un gozador del cine. No hay en su filmografía de los últimos doce años rastro de otra cosa que no sea la obra de un tipo que rueda las cosas que le divierten. Eso admite muchas obras menores, incluso alimenticias, pero no excluye trabajos de mayor ambición. Side Effects, la película que presentó en la Berlinale junto a Jude Law y Rooney Mara, sus protagonistas, está a mitad de camino entre los divertimentos y las películas más personales de Soderbergh. Podríamos definirla como un thriller psico-farmacológico, con una trama en la cual la marca de un ansiolítico o de un antidepresivo, dado el nivel de consumo en el mundo industrializado, puede transformarse en un elemento de la economía especulativa o de casino, con resultados tan previsibles como la burbuja del cemento. Side Effects juega esa baza con cierta habilidad para que el árbol no termine de dejarnos ver el bosque. Es verdad que, como película con acelerón final y bruscas piruetas de guion, uno no puede dejar de pensar en todo lo que habría sabido extraer Brian de Palma de este juego de máscaras, y muy especialmente de la estrecha colaboración de Rooney Mara (camino del encasillamiento pansexual) y Catherine Zeta-Jones, en unos ejercicios de trapecismo argumental que Soderbergh saca adelante pero a los que no inyecta el necesario prisma del exceso y el delirio que ese cluedo pide en su desenlace.

Danis Tanovic es un cineasta que vive de las rentas de una sola película, En tierra de nadie, de la que ha transcurrido ya más de diez años. Desde entonces se había caracterizado por un cine en ocasiones curioso pero siempre derivado hacia el histrionismo (Cirkus Columbia) o el estilo recargado y barroco (El infierno). Por eso no dejó de descolocar que se presentase en Berlín con una película, Un episodio en la vida de Aron Picker, que se apunta al neorrealismo del siglo XXI. Un hombre que trabaja desguazando coches se desloma para conseguir que su mujer sea operada. Y la película, interpretada por actores amateur, va cumpliendo sus rituales con ritmo moroso de liturgia. Está muy bien concebida la huida del tremendismo como salida agridulce de un Tanovic reconvertido a la austeridad.

Prince Avalanche, de David Gordon Green, reúne a Paul Rudd y a un Emile Hirsch casi irreconocible, con esos kilos de más que extreman su parecido con Jack Black. La historia, de una simplicidad excesiva, cuenta las diferencias y complicidades de dos cuñados que trabajan en un bosque quemado, repintando las líneas de una carretera comarcal. Lo que se va dibujando es un escenario que remite al esquema de la nueva comedia norteamericana creada por Judd Apatow o Todd Phillips, el leit-motiv de los hombres que se niegan a madurar y viven como peterpanes en su neverland de resacones. Plantear en 2013 una película como Prince Avalanche, como si nada se hubiese movido en el género en la última década convierte el resultado en rancio. Si, además, los cuatro palos que sostienen el muy escueto guion resulta que provienen de una comedia islandesa realizada en el 2011, entonces no estamos ante un remake sino ante un tongo.

Relegada obra maestra de Jacques Doillon

Vimos también la más reciente película de Jacques Doillon, Mes sèances de lutte, con una actriz emergente, Sara Forestier, que ya había dado a conocer el propio Doillon, pero que aquí explota con toda la pinta de acceder al gotha de las divas del cine europeo. Lo que hace Doillon en esta película singularísima, seguramente irrepetible, es construir una relación a partir de un combate de hombre y mujer en campo abierto. Una lucha en dos fases, una primera intelectualizada, compleja en sus duelos dialécticos, exquisita en su exposición, que es preparatoria de un segundo enfrentamiento en donde sobre el sexo como ceremonia de la violencia compenetrada, Doillon consigue alcanzar una fisicidad carnal que desgarra las convenciones y la pantalla, se nos pega a la retina, porque muy pocas veces, no sé si alguna, se ha logrado alcanzar semejante asombrosa veracidad en el apareamiento casi ritual, la lucha por el sometimiento, el placer de la resistencia a esa entrega dilatada. Ya digo que lo que se ve en Mes séances de lutte va alcanzar categoría de leyenda. Y es un error de bulto por parte de la Berlinale tener a su disposición el estreno mundial de esta obra mayúscula de Jacques Doillon y no engrandecer con ella la sección oficial. Relegar esta película visionaria e irredenta, sin duda, y de muy lejos, el cine más trascendente que se ha visto en toda esta 63ª Berlinale, a un segundo plano, en la sección Panorama, es una insólita ceguera cuyas motivaciones todavía no alcanzo a concebir.

Crónica 3

Parece que ya surgió en esta Berlinale la película que hace caja y contenta a todos. A la sala del pase de prensa, que la ovaciona con algarabía. A los críticos de la tabla diaria que publica la revista Screen (cuatro de los ocho le dan la máxima puntuación) y también a la crítica más reaccionaria. La película del consenso es chilena y se llama Gloria. A mí me deja más bien frío. Admito que es un producto muy digestivo, que explota a fondo las bazas de contar los amores y ruinas de una mujer de sesenta años muy empática, que está embalada con oficio y que su actriz, Paulina García, lo da todo. Pero a mí no me parece, en ningún momento, una película sincera. Le estoy viendo detrás, a cada paso, la hoja de cálculo de los hermanos Larraín, algo así como los Weinstein pero en chileno, metidos hasta en la sopa (otro día les cuento de los Larraín). Cuando se muestran los cuerpos desnudos y nada gloriosos de la protagonista y sus amantes estoy presintiéndolo como un mecanismo demagógico de legitimación y aval de autenticidad, en realidad medido fríamente. Es una película que debería hablar con las vísceras de la resistencia de su protagonista a amortajar sus ganas de vivir y de amar, pero que lo hace por boca de ganso. Pero la operación les funciona. Hasta que llega Before Midnight a socorrerme, Gloria es la película de la que todos hablan. Qué optimista, qué buen rollo eso de que la prota termine con los créditos botando en la posta de baile mientras suena la Gloria de Umberto Tozzi. Debo ser un cínico, un elitista, por considerar que este cine es populista. Seguramente ganará muchos premios en esta Berlinale y, cuando se estrene en las salas, porque no hay duda de que saldrá de aquí vendida para España, todas las Glorias irán a verla en el pase de primera hora de la tarde.

En la misma jornada en que aflora el buenrrolismo chileno, veo la película del canadiense Denis Côté, que es algo así como uno de los profetas del cine de mal rollo. Se llama Vic + Flo vieron un oso, y aplica un punto de vista bien opuesto a la forma en que una dama que ha pasado de los sesenta intenta construirse una estabilidad sentimental. Como en (casi) todo el cine de Côté, ganador dos veces y media en Locarno, el paisaje humano flota sobre la marginalidad. Pierrette Robitaille, la anti-gloria de esta película, acaba de salir de la cárcel y busca fortalecer la relación sentimental que mantiene con una mujer mucho más joven. Esta es nada menos que la gloriosa Romane Bohringer, tantos años difuminada, y que vuelve con el aspecto de haber superado su propio infierno personal fuera de las pantallas. Solo por devolvernos a la Bohringer a Côté había que darle un homenaje. Lo merece por mucho más: por la atmósfera desasosegante que sabe crear. Por la forma en que su película te atrapa y te bandea, sin que nunca sepas por qué sendero te va a conducir. Y cuando lo ves, ya es tarde para esquivar el zarpazo. El malsano final de trayecto. Es una de las películas más perturbadoras que he visto en bastante tiempo. En Berlín creo que no le darán ni bola. Ellos que se lo pierden.

La religieuse, del apenas conocido Guillaume Nicloux, es una nueva adaptación de la novela de Denis Diderot que ya inspiró una película de Jacques Rivette, con Anna Karina, de título idéntico. La película de Nicloux, que cuenta con tono bastante plano el proceso de humillación y semi-esclavitud, y la liberación deseada, de una joven condenada a ser novicia por el interés económico de su familia. Le sobra metraje, le falta tensión. Y cuando ya no se la esperaba, llega Isabelle Huppert, en un papel del todo descontextualizado con el tono sereno de la película, en el rol de una madre superiora lesbiana, perdiendo los papeles en el acoso a nuestra novicia.

Isabel Coixet, pérdida de papeles

Para pérdida de papeles, la de Isabel Coixet y sus ataques frenéticos de intensidad. Llegó a Berlín descendida a Segunda, ubicada en la sección de segundones que es Panorama, y es probable que baje a Preferente después de castigar al festival con su inasumible Ayer no termina nunca. En realidad, no estamos ante cine, porque lo que aquí se plantea Isabel Coixet es una pieza teatral, un diálogo filmado. Candela Peña y Javier Cámara son un ex matrimonio que, cinco años después de separarse, se citan en un espacio apocalíptico, un edificio desguazado, aunque también hay insertos lunares, para que nos enteremos de que España va muy mal (menudas citas metidas con calzador, menudo oportunismo para volverse engagé, la Coixet, a estas alturas) y hay que cambiar de planeta. Me cuesta soportar los más de cien minutos de mal teatro, con un texto rimbombante, rancio, siempre solemne. Salgo knock-out, hipoglucémico. Es lo que tiene la intensidad.

Child’s Pose la firma el rumano Càlin Peter Netzer, nuevo en un festival de categoría A. Pero ya se sabe que con esta generación de cineastas rumanos la brillantez de las exposiciones dramáticas, de sus diálogos, de sus pulsos de plano-secuencia extenuante pero decisivos para que la acción siga su cauce, es algo que se traen todos bien aprendido. En Child’ Pose, una madre trata de salvar de la cárcel a su hijo, que ha atropellado y matado a un niño, no se nos dejan apenas asideros. Y el medido psicodrama es un nuevo ejercicio de maestría del grupo de Bucarest.

Julie Delpy y Ethan Hawke, veinte años después

Fue en 1995 cuando Richard Linklater se embarcó, junto a sus actores, Julie Delpy y Ethan Hawke, con los cuales firma los guiones de las tres películas, en una película de corte romántico, un breve encuentro que tenía lugar en Viena y terminaba en un largo adiós. En 2004, director y actores se reunieron de nuevo en París, donde la pareja de breves y lejanos amantes se lame las heridas, se ausculta, y nos quedamos con la duda de si seguirán juntos camino. El estreno, ayer, de Before Midnight en la Berlinale despeja la incógnita. Delpy y Hawke se han casado, han tenido dos gemelas. Pasan unos días de descanso en la costa griega.

Pero el tiempo, el implacable, ha producido la erosión. Y asistimos a los juegos de esgrima dialécticos de ambos actores, algo habitual en sus tres encuentros. Pero si en la primera parte primaba lo naïf y en la segunda lo hacía la ternura, el alimento de los combates verbales de Ethan Hawke y Julie Delpy en esta tercera parte es el que incuba el desgaste de la convivencia, el arsenal de reproches, de pequeños rencores, de incomunicación. La herida del tiempo. Es un acierto esencial del guión de Before Midnight que ese duelo se refrene. Que no llegue a sus últimas consecuencias. Y. así, el juego de ping-pong de estos dos seres cuyas citas y desencuentros son parte ya de la memoria emocional de una generación, se queda en la discusión diletante, a partir de unos diálogos pletóricos de ironía punzante, de lucidez, de un sentido del humor salvífico que va decantando Before Midnight como ceremonia de complicidades que tuvo aquí, en la sala del Palast, la recepción más aplaudida de lo que va de edición.

Crónica 2

Algunas de las bazas o cartelones del programa opulento de esta 63ª Berlinale caen ya en la primera jornada del concurso. Aún no digiero que Gus Van Sant se haya prestado a poner rúbrica a algo tan inane como Promised Land. Los tentáculos del indomable Matt Damon llegan hasta empujar a Van Sant a perder crédito filmando una nadería de bochornoso guión, que juega al esquema de compañía energética intentando convencer a un pueblo de que envenene su hábitat. Pero qué hábitat fílmico el de esta estulta película que, en la gama del subgénero con dramita ecológico elevaría a la insustancial Erin Brokovich a obra maestra (no te digo nada si hablamos ya de A Civil Action). No me voy a sorprender ahora de la carencia de escrúpulos de Gus Van Sant a la hora de ponerse manos a la obra con productos meramente alimenticios. Pero creo que nunca había llegado al extremo bobalicón al que llega Promised Land, que nos lleva a invitar a Matt Damon a que intensifique sus papeles de superhéroe para que las horas dedicadas al gimnasio se las robe a la tentación de escribir guiones.

A mí no deja de sorprenderme esta apatía de la Berlinale que lleva a que en una sala llena de críticos se proyecte algo como esto, de una maldad tan ramplona, un timo de Van Sant tan insultante, y no suceda nada. Para que ni una sola voz se levante para gritar aquello de que Van Sant era un hombre honrado. Pues ni un mal abucheo. Todos en silencio y en fila hacia el Starbucks de la esquina del Palast, que hace mucho frío.

Antes de Promise Land, la primera película de la sección oficial, la polaca, En el nombre de… es un dramita de quítame allá esas pajas, con la proliferación de relaciones homosexuales en el marco de un centro regido por sacerdotes y ocupado por jóvenes en vías de reinserción social. Me molesta la ambigüedad sospechosa de la película a la hora de minimizar lo que pudiera ser pederastia. Me irrita mucho el tono de my-endless-love que se le da a la relación homoerótica entre el sacerdote protagonista y el extremo izquierdo del equipo de fútbol al que entrena. Al final, convengo en que una peliculita tan irrelevante como ésta no me va a poner de mal humor a las nueve de la mañana. Más café en el Starbucks.

Para compensar tanto buenismo, nos llega la tercera estocada del austriaco Ulrich Seidl en solo nueve meses. Entre mayo, cuando presento en Cannes Paradise: Love, y febrero, en que la trilogía se cierra aquí en Berlín con Paradise: Hope, dejando entremedias el Paradise: Faith que se llevó en Venecia el Premio del Jurado, Seidl ha hecho un triatlón del mal rollo. Tres pinturas negras, o tres carbones de George Grosz en los que se deja hecho un cuadro a la fea Mitteleuropa de la señora Merkel y sus adláteres.

Paradise: Hope habla de la hija de la señora que se iba de safari sexual a Kenia en la primera parte del tríptico. La adolescente, obesa, es enviada a un Campamento de la Dieta, una especie de Guantánamo del absurdo, donde se cometen todo tipo de actuaciones freakies, siempre con sentido, con función, porque nada, en ninguna de estas tres películas de Ulrich Seidl, es gratuito o frívolo. Y Paradise:Hope no baja el nivel. Es el perfecto cierre de las otras dos, y con ella se concluye el traje que Seidl le hace a la Europa mezquina y obscena.

Gold, el western alemán impostado

Había ganas de ver Gold, el western germánico que firma Thomas Arslan, uno de los nombres aventajados de la Escuela de Berlin. La expectativa se ve rebajada con los defectos de concepto de la película. Bien realizada, narrada con trenzado sentido del ritmo, el problema de Gold es que se empeña tanto en ser fiel al esquema de western con grupo de personas en itinerario desangrado, porque a cada paso va siendo eliminado alguno de los miembros de la partida, que al final acaba por caer maquinalmente en el cine “de fórmula”. Y todo parece suceder con un apuntador camuflado bajo un seto, porque lo exige el guion. Si, aún con todo, la película sale adelante es, en muy buena medida porque la lideresa de esa procesión de condenados en la ruta de la fiebre del oro no es otra que Nina Hoss, la musa de la Escuela de Berlín, ganadora de un Oso de Plata como mejor actriz por Yella, hace ya más e una década, aspirante firme el pasado año con Bárbara, de Christopher Petzold. Y ahora de nuevo candidata porque de la película de Arslan lo premiable es el trabajo de la Hoss y su notable tratamiento de la luz.

A Long and Happy Life, del ruso Boris Khlebnikov, arranca casi como Río salvaje, una de las obras maestras absolutas de Elia Kazan: el propietario de una finca es el único que se opone a vender su tierra a una corporación. Luego, durante la película, uno se acuerda mucho de Monty Clift, de Lee Remick, de Jo Van Fleet, claro está. Porque la película rusa se estanca, ofrece en la escritura de su guion una serie de descosidos que me lleva a desengancharme de la angustia de estas almas muertas de la Rusia eterna. La película se queda en hora y media, pero llega al final literalmente fundida; entra en la meta porque los árbitros aquí en Berlín son unos benditos

Nos restaba todavía lo peor: la sexta película del concurso llegaba ya de Sundance precedida de mala fama. Lo de La necesaria muerte de Charlie Countryman no es mala fama. Debería haberse vetado su entrada en la Unión Europea. Dirigida —es un decir— por el sueco Fredric Bond, propone un juego de thriller mágico que va de molón e invita a mentar a la madre del director y a la del responsable de que esto figure en una sección oficial en Berlín una vez por cada uno de los 106 minutos de grueso nonsense que nos obligan a sufrir. Shia LaBeouf viaja a Rumanía y una vez allí se muestra empecinado en proteger y mimar a Evan Rachel Wood, la chica del gangster, un ubicuo Madds Mikkelsen. A partir de ahí no me pregunten a fondo sobre lo que sucede (es como una parodia after hours de Con la muerte en los talones) porque no puedo evitar el ponerme a pensar en otras cosas. Qué importancia tendrá lo que vaya pasando si nada posee pies o cabeza desde el principio. Si la acción confunde trepidante con balbuciente, sarcástico con idiótico. Confío en que nadie se atreva a estrenar este memo ataque de modernidad.

Scarlett Johansson y las adicciones sexuales

Berlín es un festival incómodo para abarcar sus diferentes secciones. Coincidencias de horarios, películas en salas a lo largo de toda la ciudad, incluyen en el oficio de movie-hunter otra obligación: memorizarte el mapa del metro y del Sub. Así, sales del epicentro de la Berlinale, en la Podtdammer Platz y te encuentras, por ejemplo, el Friedrichstrasse Palatz, que es como un teatro de la ópera comparado con el feísimo Berlinale palast. La gente va al Friedichstrasse a ver una película como si fuera a la ópera. Tienes la sensación de que, de un momento a otro, puede aparecer Helmut Berger por una de esas plateas. En ese tránsito al más rancio cool recupero dos de las películas más reseñadas en Sundance: una, es Don John’s Addiction, una comedia inteligente, ágil de humor y medida en sus gags, La dirige Joseph Gordon-Levitt, en su opera prima como autor de largos. Ya digo que es una película de efectivos recursos cómicos, centrada en un ligón de discoteca adicto al sexo cibernético, y el proceso de cura de ese equilibio tiene como terapeutas a Scarlett Johansson y a Julianne Moore, ambas refulgentes en sendas composiciones de altísimo nivel. Viéndola, te preguntas por qué está El lado bueno de las cosas nominada a tantos Oscar y la mucho más afilada película de Joseph Gordon-Leavitt no. Todo lo que tiene de delicadeza y suavidad el flm de David O. Rusell, lo posee de vigor e incorreción política la desacomplejada película de Gordon-Leavitt.

En ese mismo teatro veo Lovelace, el biopic sobre la actriz de Garganta Profunda. Lo dirigen Rob Epstein y Jeffrey Friedman, famosos documentalistas, directores hace casi veinte años de The Celluloid Closet, mosaico de cómo el cine trató el tabú de la homosexualidad. Desde luego, esa ausencia de tabúes no la han aplicado en este film sobre la actriz que llevó el cine porno a la lista de lo más visto en el Box-Office. Su acercamiento a la personalidad de Linda Lovelace y el mundo que la rodea es de una desmoralizante falta de matices. Disimula algo el vuelo rasante de la película el trabajo de Amanda Seyfried, lo mismo que le hace daño ese papel de Sharon Stone, prematuramente envejecida por el maquillaje, como la madre de la actriz. La película tiene un aire setentero de diseño, pero le queda bien.  

Crónica 1

Algo ha cambiado en Berlín. De aquel festival de las últimas ediciones, alicaído, con un cartel de nivel descendente y muy previsible, a esta alegría. Y no lo digo por el sol que brilla desde el martes y que lleva a los berlineses a las terrazas en febrero.

Ya desde que se dio a conocer la programación, sobre todo la sección oficial, algo sonó muy bien y algo chocante: Wong Kar Wai como tarjeta áurea de inauguración, Bruno Dumont, Gus Van Sant, Steven Soderbergh, Richard Linklater, Hong Sang-soo, Ulrich Seidl. Esto sabe a Cannes, todos esos nombres han protagonizado momentos importantes de las últimas ediciones en el Palais de la Croisette. Analizando la lista, descubres que tal vez se trate precisamente de una serie de ajustes de cuentas individuales de cada uno de ellos con el todo poderoso Thierry Fremau. De vendettas en cadena. Lo de Dumont está clarísimo. Hace dos años, cuando ya estaba incluido extraoficialmente en la sección oficial, Fremaux le excluyó en el tiempo de descuento Hors Satan, después de aceptar las presiones de Harvey Weinstein para colar The Artist. Gus Van Sant, también en 2011, vio como Restless era considerada obra menor y relegada a “Un certain regard”. Así que como su Promised Land tampoco va por la vía de Elephant, Van Sant habrá pensado que para ir a Cannes de reserva, casi se apunta a la lucha por el Oso de Oro.

Otro caso similar: el coreano Hong Sang-soo debe de estar algo mosca con esto de que su película es seleccionada siempre para Cannes y el festival lo mima mucho formalmente, pero luego no le dan ni bola. Como a Ulrich Seidl, al cual un jurado cobardón dejó el año pasado fuera del palmarés francés y tuvo que ser Venecia la que premiara la segunda parte de su trilogía, Paradise: Faith. Así que el austriaco también habrá querido mover ficha y apostar a mostrar el cierre de su cáustico tríptico sobre la insania de la Mitteleuropa aquí en Berlín. Exista o no sindicato de cabreados con Cannes, el hecho es que el cartel de la sección oficial de esta Berlinale es el mejor, cómo poco, de la última década.

Y vaya si se nota: el pase de prensa matinal de la película de inauguración, The Grandmaster, con cola en la entrada una hora antes y sala repleta y con puerta cerrada treinta minutos antes de la proyección. Eso es liturgia de Cannes en su quintaesencia. Igual que los pases, normalmente tranquilos del siempre interesante y alternativo Forum, este año ya en la primera jornada con sold out y prensa en la calle para el pase de una película griega ignota.

Con las incomodidades lógicas de una estructura del festival un poco desbordadas por esta cannenización de Berlín, la primera jornada tenía un epicentro absoluto en la figura del chino Wong Kar Wai y su regreso con un largo, seis años después de la en cierta medida frustrante experiencia norteamericana de My Blueberry Nights. Algo de eso puede haber influido en el retorno a las raíces, culturales e incluso personales, de la propia filmografía del autor: las artes marciales, el kung-fu en concreto, que es el tema epidérmico de The Grandmasters. Porque, aunque esto sea así durante noventa de los ciento veinte minutos del metraje, lo cierto es que, soterradamente, hay otra película latente debajo: la que habla de la pérdida sentimental, de la idealización del pasado y el recuerdo, de la pasión recreada como una fugacidad inaprensible. Todo eso termina por romper las costuras de superficialidad elegante de la primera parte de The Grandmasters. Es cierto que esa afloración de la película sustantiva, de lo que realmente Wong Kar Wai está interesado en representar, tarda en exceso en liberarse de corsés. Y ese desequilibrio lastra la película en su conjunto. Pero cuando lo hace, cuando emerge, la pantalla se agiganta al mismo tiempo que la película va creciendo exponencialmente. Es un caso muy similar al reciente de Brian de Palma y Passion. Que la genialidad brotaba cuando casi no se contaba con ella. Y por eso es que lo hace a borbotones, en una acumulación de hallazgos, de resoluciones visuales sublimes, de tributo directísimo al Sergio Leone de Érase una vez en América. La elección de la banda sonora original de Ennio Morricone para el clímax de The Grandmasters, en concreto del bien conocido Tema de Deborah, es una de esas apuestas de riesgo supino, de las que puede resultar el mayor ridículo o la glorificación de la secuencia en contacto con su referente. Wong Kar Wai sabe manejarse como muy pocos autores en activo en esos torrenciales excesos. Y la combinación deviene cine mayúsculo, que invita a olvidar la confusión narrativa de la primera parte del filme y a dar por buena, como ha hecho Wong Kar Wai, esa reserva, esa pereza, para desplegar la avalancha de dominio absoluto sobre los mecanismos, las formas y la coreografía del cine de evocación y dolor en ese tramo final que devuelve al autor reconocible de 2046 o In the Mood for Love.

La plaga, cine povero catalán

Dentro de la sección Forum del festival se presentó, en la primera fecha del festival, La plaga, película catalana de Neus Ballús, aunque dé la sensación de que la única representante de nuestro cine en esta 63ª Berlinale sea Isabel Coixet, a la que por cierto, Berlín ha descendido de división y la ha puesto a jugar en la Segunda, o sea en el Panorama, donde compiten este año las jóvenes promesas y luego Isabel Coixet, con un título, Ayer no termina nunca, que me provoca estremecimientos. Protagonizan Javier Cámara y la siempre estupenda Candela Peña.

Pero les hablaba de La plaga: es obra modesta, minimal, compensado todo por la honestidad diáfana con la que sigue, en tono semidocumental, a la gente que sufre este revolcón social, unos trabajadores del campo, una mujer harta de enviar currículos y ejerciendo la prostitución amateur, una anciana y su bel morir en una residencia geriátrica, y la sobre-explotada cuidadora filipina que la acompaña en ese tránsito. A una semana de que el cine español, con los Goya, nos lleve a los mundos de Yupi de Blancanieves, de los imposibles, del artista y de su modelo, viene muy bien una obra que muestre lo puñetero y sanguinario del estado de la nación.

También dentro del Forum, vimos un documental austriaco, The 727 Days without Karamo, sobre la crueldad irracional de las muy xenófobas leyes de inmigración del gobierno de Viena con los matrimonios mixtos de austriaca con inmigrante. Se ve sin que ilusionen ni su forma ni su semántica, pero se agradece la intención. No se agradece sino que se repudia y abuchea la pedantería sobrada, la impostura pelma, el bressonianismo sucedáneo de los muy profundos Nicolas Pereda y Jacob Secher Schlusinger en su insufrible Matar extraños, que dicen los autores que habla de la revolución mexicana, pero podrían decir que aborda la riqueza proteica de los huevos de codorniz. Y terminamos con la prueba de que el morbo por ver catastrofismo a la griega vende: el llenazo para The Daughter, de Thanos Anastopoulos. Arranca con dos niños abandonados, como un cruce de un film de los Dardenne y el Nobody Knows de Hirozaku Koreeda, aunque en seguida la historia gripa, se detiene, da vueltas sobre sí misma, y acaba en un final efectista, nada dardenniano, una simplificación hacia el absurdo del canibalismo hacia el que camina Grecia.