Ai Weiwei Never Sorry

El enemigo público 2.0

La diferencia entre un gato capaz de abrir puertas y un hombre capaz de abrir puertas es que el gato nunca las cierra tras de sí. Ai Weiwei –será porque vive con un montón de gatos— tampoco. Desde su reclusión en Beijing —el Gobierno chino le retiró el pasaporte para impedirle salir del país— el orondo artista sigue empeñándose cada día en abrir frentes por donde airea las miserias de un país donde la libertad de expresión es una ilusión, las leyes una broma y el capitalismo arrasa a diario con una tradición que no se valora.

Ai Weiwei Never Sorry, el documental sobre el artista de Alison Klayman —que se estrena ahora coincidiendo con su primera gran exposición en España—, bosqueja el retrato de un hombre complejo, ególatra como corresponde, un hooligan, un resistente. Un tipo tenaz que sobre todo no renuncia a hacer lo que de la real gana y que, desde la altitud del trono donde sentó sus posaderas desde que la revista Art Review le coronase como el artista más influyente del planeta, es capaz de reconocer el vacío creativo que le asalta antes de preparar una gran exposición mientras se coloca a diario con actitud suicida en la diana del régimen cuyas miserias denuncia.

Alison Klayman acompañó durante tres años a Weiwei, mientras ascendía al Olimpo del arte y, simultáneamente, se establecía como oficial piedra en el zapato del régimen de Beijing. En su documental Klayman, periodista, acierta al buscar al hombre (el provocador, el activista, el artista convertido ya en marca y estampado en camisetas), en lugar de intentar profundizar en el significado de su obra. Para ello recurre a personajes de la cultura china, periodistas extranjeros, colaboradores, incondicionales fans (los aifans) e incluso a la propia familia del personaje, cuya influencia dice —sorprendentemente— no reconocer: Su padre, Ai Qing, fue uno de los poetas más importantes del país, miembro del partido comunista y, sin embargo, considerado un revisionista, exiliado y recluido en la Siberia china condenado a limpiar letrinas cuando Weiwei aún no había cumplido un año. Algunos de sus trabajos fueron censurados y tardaron más de dos décadas en ver la luz.

“Que te jodan, madre patria”. Weiwei —después de darse a conocer colaborando en la construcción del estadio del Nido de Pájaro para los Juegos Olímpicos de Pekín— lo ha dicho, lo ha filmado, y ha fotografiado su enhiesto dedo corazón en la plaza de Tiananmen y, ya de paso, frente a la Casa Blanca, la Torre Eiffel y la Mona Lisa; fotos que integran la colección permanente del Moma. Ha elaborado gigantescas instalaciones (las famosas 10.000 toneladas de simbólicas pipas de cerámica, cocidas y pintadas a mano una a una por artesanos chinos —centro de la producción industrial en masa y cadena del mundo— que un público occidental anonadado pisaba y robaba de una en una o a puñados en la Tate Modern), ha fotografiado a su mujer en bragas frente a la Ciudad Prohibida y ha posado, sonriendo desnudo, dentro de una enorme olla industrial.

Nada de esto es provocación vacía. Y nada de esto molesta tanto al régimen como su blog, (oficialmente censurado), sus documentales y su cuenta de Twitter. Poco antes de la inauguración de los juegos de 2008, el terremoto de Sichuan dejó más de 70.000 muertos y las autoridades chinas se negaron a informar sobre cuántos de ellos eran niños, aplastados por los escombros de sus escuelas, deficientemente construidas. Weiwei, con su equipo y un ejército ciudadano de colaboradores voluntarios, buscaron hasta rehacer una lista con los nombres, apellidos y edades de 5.212 niños muertos que se convirtió en un documental, una demoledora retahíla de caracteres chinos que preside su estudio y en la instalación So sorry, un enorme mural hecho de mochilas escolares.

Desde entonces Weiwei, el hombre capaz de arrojar una vasija del neolítico al suelo o pintarla con el logotipo de Cocacola, se convirtió en un apestado para las instituciones y en un héroe para muchos incondicionales en su país. Sentarse junto a él en la tarraza de un modesto restaurante para comer una sopa de manitas de cerdo es, para sus conciudadanos, un acto de rebeldía. Y la mesa, donde cada vez se sienta más gente que no hace otra cosa que cenar tranquilamente, en un desafío institucional. Un policía se le acerca y le pregunta cuándo terminará de comer y se irá. Weiwei le informa tranquilamente de que en una media hora, mientras la policía graba cada uno de sus movimientos y uno de sus colaboradores filma a la policía. Y Kleyman graba el pulso, como una suerte de duelo en el oeste en el que la imponente presencia del artista parece pesar más que todo el régimen chino y sus agentes. La comunicación sobre la represión. “La diferencia es que sus imágenes no las verá nadie. Las nuestras sí”.

El 11 de abril de 2011 Ai Weiwei desapareció. El régimen chino —que ya había demolido su estudio y cerrado su blog— lo mantuvo 81 días retenido y en paradero desconocido. Se le acusa de defraudar al fisco, de bigamia (tiene un hijo con otra mujer que no es su esposa) de pornografía por fotografiarse desnudo. Su casa está rodeada de cámaras y vigilada. Se le imponen fianzas millonarias que sus compatriotas le ayudan a pagar enviándole yuanes por correo o lanzándolos en forma de aviones de papel sobre la tapia.

Weiwei sigue dentro. Devolviendo el dinero. Concediendo innumerables entrevistas, participando en festivales de cine, planificando exposiciones que no puede organizar en persona, ni visitar. Desde su cuenta de Twitter (casi 200.000 seguidores) sigue buscando formas de implicar a todo el mundo. Sabe que es peligroso, y que aún es más peligroso que nadie lo haga. Y espera el siguiente movimiento. Su fe en Internet para lograrlo puede parecer a ingenua. Si eso, lector, le parece, recuerde algunos de los asuntos que en España se convierten diariamente en trending topic. No es mal momento en este país cada vez más derrotado para ver el inspirador documental del artista del activismo cibernético que cree firmemente en Internet como llave de la democracia y la libertad de expresión, y desde allí dispara frases lapidarias. Será, como él mismo dijo, porque no existe deporte de exterior tan elegante como arrojar piedras contra una dictadura.