Alfred Hitchcock presenta

El fantasma de los celos y del despecho en un parque temático cinéfilo 

La secuencia inicial de Hitchcock (Sacha Gervasi, 2012) puede hacer pensar que se van a transitar senderos narrativos en los que se juega con los difusos límites entre realidad y ficción, y con mordaces asociaciones —en forma de transferencias y proyecciones—: en primer lugar asistimos al asesinato de un lugareño a manos de Ed Gein (Michael Wincott), con un contundente palazo; advertimos que la casa tras ellos se se asemeja a la célebre casa de la colina de Psicosis (1960), en la que vivía Norman Bates —personaje inspirado en Gein— con el cadáver de su madre. Y, por último, se nos muestra a Alfred Hitchcock (Anthony Hopkins) dirigiéndose a cámara, como en las presentaciones que realizaba en la serie Alfred Hitchcock presenta. Pero lo que en esta serie no dejaban de ser irónicamente perversas invitaciones a sumergirse en las tenebrosidades del caos, como también lo era Psicosis, cuyo trayecto finalizaba en las cuencas vacías de un cadáver oculto en un sótano —aunque disimulado, en el plano final, bajo una perversa sonrisa irónica—, la película de Gervasi es más bien una invitación a curiosear por el resquicio de la puerta en los secretos de alcoba o de rodaje, como si se entrara en la versión animada de una revista ilustrada, sea para cinéfilos versados, a quienes complazca, cual juego de Trivial, el tránsito por un museo del que ya tenía conocimiento previo, o para un espectador no iniciado que aún se sorprenda con ¿era Anthony Perkins gay? o que desconozca el porqué de la fricción entre Hitchcock y Vera Miles. El resto es silencio —o el fragor de la trivialización—.

Más allá de la atención a ciertos lances del rodaje (las colisiones con los obtusos inquisidores de la censura; el proceso de elaboración de secuencias como la célebre del asesinato en la ducha; o, cual nota a pie de página, asistir a la resurrección de Ralph Macchio encarnando fugazmente al guionista, Joseph Stefano), la película se reduce a los seísmos que afectan a la relación entre Hitchcock y su esposa, Alma Reville (Helen Mirren): el hastío que siente ella por la idolatría que de su esposo hacia sus fantasías, sus actrices —hacia otras mujeres, en suma—, con sus consiguientes recurrentes coqueteos, por muy inofensivos que sean. Hartazgo que propicia que ella inicie un flirteo con el escritor Whitfield Cook (Danny Huston), lo cual suscitará, a su vez, los correspondientes trastornos celosos del cineasta.

Precisamente, este embotellamiento vital que sufre Hitchcock depara los aspectos más sugerentes de la película, que nos retrotraen a la citada secuencia inicial, pero que desafortunadamente quedan en vetas singulares que animan episódicamente el atildado conjunto: las apariciones fantasmales de Gein, proyección de su mente, encarnan ese caos que Hitchcock contiene, la furia, desazón o despecho que no expresa ni manifiesta ni comparte: Gein se convierte en el fantasma o monstruo de sus celos. La figura que dormía con el cadáver de su madre deriva en un cineasta que conversa con el espectro del asesino en serie —como si le fuera rajando sus entrañas, despedazándolas, a medida que sus celos se expanden en su ulceroso desarrollo—. Porque, además, abre una herida que no había cicatrizado en su interior: la convicción de que las mujeres, o sus fantasías, acababan siempre traicionándole. De ahí, la descarga de rabia que realiza Hitchcock durante el rodaje de la secuencia del asesinato en la ducha cuando muestra cómo dar convincentemente las cuchilladas. Gein, Bates y Hitchcock se fusionan por un instante.

Pero la película nunca pierde la compostura, ni se deja llevar por los arrebatos expresivos, ni pretende ahondar en desestabilizadores senderos que resulten particularmente incómodos —incluso, con su nueva fantasía, Janet Leigh, hay una resolución reconfortantemente conciliadora—. No hay lodazales en donde sumergir los cadáveres, ni surgen en las miradas de los personajes, que siguen desplazándose cual maniquíes por la pantalla sin que ninguna fisura desluzca el escaparate.

Hitchcock podría ser el segundo capítulo de una serie centrada en rodajes célebres, como la previa Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn; Simon Curtes, 2011), que también derivaba en trances sentimentales condimentado con anécdotas del rodaje de El príncipe y la corista (The Prince and the Showgirl; Laurence Olivier, 1958). Ambas ubicadas, por añadidura, en la misma época, parecen contar con el mismo diseño visual, con el mismo equipo de vestuario, peluquería, maquillaje y atrezzo, que son los departamentos que parecen pasearse sobre la pasarela, ante los ojos de los espectadores, como si fueran los monarcas de la función.

Por supuesto, la película se cierra con una nueva intervención ante la cámara de Alfred Hitchcock, o ya más bien, Anthony Hopkins maquillado, pero a estas alturas ya se evidencia como recurso de mero chiste, con alusión a la siguiente película del cineasta, Los pájaros (The Birds, 1963), o cómo el cierre del viaje en una inocua atracción de parque temático cinéfilo con la que se ha disfrutado confortablemente con el cinturón de seguridad puesto. Nada más lejos de los transgresores y perturbadores finales de Psicosis o Los pájaros, que nos dejaban sin arneses enfrentados al vértigo de no saber si hay dirección alguna en la intemperie de la vida. Aquí todo queda bien resuelto, y listo para introducir la película —y la rutina de la vida— en el contenedor de reciclaje. Ahora a preparar el próximo capítulo sobre algún otro célebre rodaje de aquellos años.