Un extraño en la disputa
I. Mientras agonizo
En algunos ámbitos, según ciertas voces, cuando la cosa trataba de música, más bien clásica que popular, de pintura, evidentemente de altos vuelos, o de literatura, siempre con mayúsculas, artes de larga tradición, de enorme recorrido y de absoluta vigencia, el continente americano siempre ha parecido jugar con cierta, aparentemente insalvable desventaja. La juventud de la tierra parecía llevar pareja la bisoñez del arte o de los propios artistas.
Quizá esta aseveración ahora parece desproporcionada, pero no hace mucho era vox populi; y si estamos hablando en términos de varios cientos, miles de años, medio siglo no es tanto para olvidar las afirmaciones o simplemente relegar el recuerdo, y sabemos que cien años no es nada. Hoy en día nadie cuestiona el empuje y la originalidad del arte americano, y se aplaude con respeto y admiración la creación de sus nuevos códigos, que han conseguido por derecho propio convertirse en nuestros: la asimilación es un hecho, y el enriquecimiento es mutuo.
II. Santuario
Es cierto que algunos compositores europeos llegaron a Estados Unidos dispuestos a ganarse la vida, empezar quizá una nueva, o también huyendo de una Europa rota; y así Dvorak estrenó allí su Sinfonía nº 9 en mi menor Op. 95, del Nuevo Mundo, y Ravel y Stravinski, este último llegó incluso a nacionalizarse, coquetearon plenamente con los ritmos del jazz. Y después de ellos, George Gershwin, Aaron Copland y Leonard Bernstein hablaron el lenguaje de sus maestros en su propia lengua materna.
También en pintura la prehistoria americana juega con el mundo inhóspito y salvaje propio de su territorio, saltándose un clasicismo puro por el que no tiene que ser necesario pasar individualmente para alcanzar otros estadios posteriores. Buena muestra son los murales de Siqueiros o de Rivera, las telas de Kahlo, o los cuerpos rotundos y tremendos, paroxísticos, llevados al límite de Botero.
Tampoco en literatura la cosa era diferente: ¿cómo enfrentarse a la nómina europea de los Dante, los Cervantes, los Dickens, los Balzac, los Dostoyevski o Proust? Y sin embargo ahí tenemos a Poe, Melville, Bierce, Capote, Quiroga, Arlt, Borges, Cortázar y muchísimos otros que si bien tuvieron que transitar por senderos ya conocidos, no menos cierto es que lograron crear, tirando fuertemente de su tradición y de todo aquello que les era más caro, un estilo propio que puede competir sin sonrojo con cualquiera que se preste al duelo franco y honesto.
III. ¡Absalón, Absalón!
Sintomático también es el caso del gran caballero del sur confederado, oriundo del Mississippi más tradicional, William Faulkner (1897-1962): este año 2012 que recién ha terminado se ha cumplido el cincuenta aniversario del fallecimiento del Nobel de literatura del año 1949, y las reediciones de sus obras no se han hecho esperar, celebrándolas, como si de la primera vez se tratara, tanto las editoriales, por afán crematístico, como los lectores, por puro deleite.
Y es que cualquier obra del norteamericano merece la pena leerse con los ojos de la primera vez, con la expectación del que se empeña, como él mismo afirmó en alguna ocasión, en agotar un sueño: por su estilo abigarrado y laberíntico que subyuga, por su prosa contundente y certera, por su alcance y su penetración del ser humano: también por saber que éste a veces merece compasión y otras sólo dureza, un buen escarmiento; que la recompensa, incluso la redención, están estrechamente unidas a la acción, por más que ésta sólo nos depare fracaso.
IV. Luz de agosto
Otros escritores o dramaturgos norteamericanos, como Scott Fitzgerald, Hemingway o Tenessee Williams, tuvieron una gran acogida en Europa, y su predicamento es notorio, todavía inmune a la erosión por la grandeza de sus palabras y sus historias. Pero es cierto que estos autores tienen todavía un poso europeo, debido quizá a sus respectivas estancias en el viejo continente, y porque es complicado sustraerse al influjo de todo lo que ha sido y de alguna manera sigue siendo grande. Lo mismo sucede en ocasiones y en este sentido con escritores sudamericanos del estilo de Carpentier en su obra El siglo de las luces (1962) o el injustamente olvidado Mujica Lainez, Manucho, de Bomarzo (1962).
En cambio Faulkner, a pesar de beber en las frescas fuentes de Joyce, es auténticamente americano; sin fisuras, roca dura, sí, pero absolutamente pulida. Testigo de la decadencia del espíritu sureño, por otra parte deudor de la herencia francesa de sus antepasados, este hidalgo del sur, pionero de una forma, de una voluntad de entender y de representar la realidad de las cosas, dejó huella en su país y abrió un largo camino en su continente.
V. El ruido y la furia
La influencia de William Faulkner en muchos de los escritores del boom latinoamericano es obvia, y reconocida. El distrito de Yoknapatawpha, condado de Jefferson, es el espejo donde se miran fijamente y se reflejan distorsionados el Macondo del colombiano García Márquez y, sobre todo, la Santa María del uruguayo Onetti. Los personajes que pululan como mosquitos agotando su pasado y malgastando su futuro, estafando en ventas de caballos, extorsionando granjeros, seduciendo mujeres ajenas y, en definitiva, evidenciando el desmoronamiento de cierto estilo de vida están sobradamente emparentados con esos otros compadres del coronel Buendía o del doctor Díaz Grey.
También en el peruano Vargas Llosa de La casa verde (1966), el argentino Saer de La vuelta completa (1966) o el chileno Donoso de El lugar sin límites (1967) se deja sentir, y con estruendo, la savia inoculada por el norteamericano. Y en el venezolano Uslar Pietri, cuando toma sus raíces como punto de partida, es el caso de Las lanzas coloradas (1931), y bucea en lo más profundo del alma humana, el toque está claro. Hasta Borges, original incluso comparado consigo mismo, tiene cierta, indiscutible e incondonable, cuota de participación: magistral su traducción de 1944 para Editorial Sudamericana de Buenos Aires, todavía inmaculada, sin correcciones, de Las palmeras salvajes (The Wild Palms, 1939).
VI. Gambito de caballo
Creador de trilogías indispensables, de sagas familiares y de universos particulares que sirvieron de fidedigna recreación de todo el mundo, con sus sueños, sus esperanzas vanas y sus derrotas, William Faulkner cayó también en las garras de las historias policíacas, aunque desde luego lo hizo a su modo, elegante y barroco, personal: fue en el conjunto de relatos titulado Gambito de caballo (Knight´s Gambit, 1949) donde el fiscal de distrito Stevens, pipa con cazoleta labrada en boca, indaga en los recovecos más turbios de sus semejantes del proverbial condado fantasma faulkneriano para desenterrar una verdad simple y, en la mayoría de los casos, dañina.
Puede ser que estos relatos, si es que se les puede comparar con otros, los que sean, tengan más que ver, aunque sólo de manera tangencial, con los relatos o novelas detectivescas inglesas, con pistas, acertijos y sorprendentes descubrimientos, también giros inesperados; pero ya antes Faulkner se había topado con el magnetismo de la ubicua novela negra, adaptando una de ellas para la gran pantalla: es el caso de la novela del enorme Raymond Chandler El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946).
No era ésta, empero, la primera vez que nuestro hombre ejercía de guionista para el maestro Hawks (ni por cierto que sería la última), puesto que ya antes habían trabajado juntos en Vivamos hoy (Today we Live, 1933), Camino a la gloria (The Road to Glory, 1936) y, por supuesto, en la adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway publicada en el año 1937 Tener y no tener (To Have and Have Not, 1944).
VII. El sueño eterno
Siempre es complicado, pero, testarudos, queremos ser justos, desde luego dentro de nuestras posibilidades; o si no al menos alcanzar cierto grado de honestidad, atributo equivalente a ese otro cuasi divino. Por eso no podemos perder de vista a otros grandes autores de novela negra americana, como Dashiell Hammett, James M. Cain o Mickey Spillane; ni las adaptaciones cinematográficas de algunos de sus textos, adscritas automáticamente al terreno del cine indiscutiblemente más negro, como fueron El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o El beso mortal (Kiss me Deadly, Robert Aldrich, 1955), respectivamente.
Tampoco podemos olvidar otras grandes películas de este género con tantos matices y tantas variantes, y que se antojan imprescindibles, como Laura (íd., Otto Preminger, 1944), La mujer del cuadro (The Woman in the Window, Fritz Lang, 1944), Detour (íd., Edgar G. Ulmer, 1945), Ángel o diablo (Fallen Angel, Otto Preminger, 1945), La dama de Sanghai (The Lady from Sanghai, Orson Welles, 1947), Cayo Largo (Key Largo, John Huston, 1948), Muerto al llegar (D.O.A., Rudolph Maté, 1950), Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1952), Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958) o Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, Otto Preminger, 1959). Y a pesar del empeño, es seguro que algunas, muchas, muchísimas faltan en esta pequeña lista, que para ser completa, justa como queríamos, debería ser infinitamente más extensa; y cada cual añadir la suya.
El sueño eterno no desmerece a ninguna de ellas; ni viceversa: los elogios pueden ser recíprocos, también intercambiables. Y la mano de William Faulkner se hace notar en el guión; así como la experta de Howard Hawks en la dirección. No vamos a descubrir aquí nada nuevo: a uno de los grandes directores de cine de todos los tiempos, con películas míticas que muestran y demuestran lo mejor del ser humano y consiguen, como sólo las buenas películas y la buena literatura pueden, un acercamiento y una reconciliación con los semejantes; a una pareja mítica, Bogart y Bacall, en aquella época recién casados, que venían de actuar juntos, encandilando a todos con sus miradas y los diálogos más que chispeantes, en la ya citada Tener y no tener, película donde se conocieron y hecha precisamente para entronizarlos, según los parámetros de las grandes productoras de Hollywood, repitiendo punto por punto los esquemas y las fórmulas que le dieron el éxito y el prestigio a Casablanca (íd., Michael Curtiz, 1942). Desde luego que no vamos a descubrir nada nuevo; pero sí merece la pena volver a recordarlo todo.
Como también merece la pena revisar el guión de William Faulkner, en compañía de Jules Furthman y Leigh Brackett, para esta película. Lo más curioso es que no fuese el mismísimo Raymond Chandler el responsable del guión de su propia novela; máxime cuando éste ya había ejercido de guionista, con excelentes resultados, en la anteriormente citada Perdición. Tuvo que influir en este hecho, además de la evidente amistad de Hawks y Faulkner, los problemas y discrepancias que tuvieron al trabajar juntos Wilder y Chandler; y que luego también tendrían, en la adaptación al cine de la novela de Patricia Highsmith Extraños en un tren (Strangers on a Train, Alfred Hitchcock, 1951), el director británico y el novelista americano (de hecho, Chandler no terminó el guión de este película, para agrado de Highsmith, y tuvo que finiquitarlo Czezi Ormonde). Y es que el temperamento destemplado del escritor de novela negra, amén de su difícil carácter y su alcoholismo patente, hacían muy difícil el trabajo en equipo; sobre todo el trabajo de guionista, que Chandler no tenía en alta estima, a tenor del trato que le otorga, de pasada, en su primera novela, donde, al describir uno de los edificios de apartamentos más sórdidos de todo el texto, comenta que allí estaba radicada una empresa de cursos por correspondencia, incluido el de guionista.
Cualquiera que haya leído la novela de Chandler sabe que en ella está todo; pero en la película, paradójicamente al prescindir de ciertos elementos, está eso y mucho más. El sueño eterno es la primera novela de Raymond Chandler, autor tardío pues entonces contaba ya con más de cincuenta años, y adolece de esas ganas que hay al principio de contar todo, cuanto más mejor, poniendo lo mejor que uno tiene, toda la carne en el asador sin importar demasiado la digestión final: se quiere ya contar todo lo que se pueda contar sobre ese gran personaje que es el detective privado Philip Marlowe. Comparada con El largo adiós (The Long Goodbye, 1953), una de las más logradas novelas del mismo autor, puesto que la mejor comparación es la que se hace con o contra uno mismo, podemos ver el avance y la depuración del estilo narrativo de uno de los más grandes escritores de novela negra de todos los tiempos, y también uno de los máximos culpables de otorgarle empaque y categoría, distinción.
El trabajo de Faulkner consistió principalmente en esa labor de depuración, pues los diálogos prácticamente son idénticos a los de la novela (mutatis mutandi las chanzas sobre la estatura y el peso del Marlowe de la novela, de un buen metro ochenta y cerca de los noventa kilos, por el Marlowe-Bogart de la película), en esa tarea consistente en prescindir de lo accesorio y centrar la acción exactamente, enfocándola, donde el director quiere. Por ejemplo, como la industria del cine manda, los aspectos más espinosos de la novela desaparecen en la película: la evidente homosexualidad de varios personajes, la sexualidad explícita y turbadora del personaje de Carmen, la importancia de una pequeña y comprometedora lista donde figuran personalidades importantes y también la clara misoginia del detective.
En este sentido, también tuvo Faulkner que construir completamente el lado romántico de la película, donde reside una buena parte de su encanto, con las apariciones de la pareja protagonista y esas memorables escenas de la pierna de Bacall y la surrealista llamada telefónica, la conversación sobre caballos y jinetes, y también esos duelos verbales y de miradas, otra vez, entre Marlowe-Bogart y Vivian-Bacall; ya que en la novela de Chandler esa relación es inexistente, y el desprecio que siente el detective por el personaje de Vivian queda varias veces bien patente, quizá debido a ese otro desprecio que el honrado sabueso cultiva hacia los ricos en general, reproduciendo eternamente la consabida lucha de clases (pues si Pepe Carvalho es un detective privado comunista, Philip Marlowe es casi un detective privado marxista con una praxis muy particular). También son propiedad privada de la película todas las situaciones y relaciones de Marlowe con las mujeres secundarias por la acción, como la librera erudita y la taxista coqueta.
Además, al desplazar la trama de la película hacia otro nudo argumental de la novela, convirtiendo al mafioso Eddie Mars en el enemigo número uno y castigándole como merece, o como el público desea en su fuero interno (cosa que tampoco sucede, al menos explícitamente, en la novela), la importancia del personaje de Vivian es crucial, y su actuación en las escenas finales es esencial; incluso mucho más natural según como se ha ido desarrollando la acción que ese deus ex machina personificado en la cantante Mona Mars, de la novela, casi inédito y circunstancial en la cinta de Hawks.
Es posible que a pesar de todo ese esfuerzo de síntesis y concreción, también de creación, la película pueda seguir pareciendo enrevesada: y es que la novela también lo es. Sin embargo, esto no es necesariamente malo; y el mérito reside, gracias como casi siempre a la perspectiva donada por el tiempo, en la perfecta conjunción de ambas piezas, la novela y la película: más allá de sus diferencias lógicas y sus semejanzas evidentes, nos es ya muy difícil separar la imagen de Philip Marlowe de la de Humphrey Bogart: en nuestros sueños Marlowe es Bogart; y al despertar, Bogart sigue siendo Marlowe: como ese sueño inagotable que quería para sí William Faulkner.