En contra de la subvención a la cultura

Cuando el pasado mes de diciembre se hizo pública la espantada de Gérard Depardieu a la aldea belga de Néchin, escapando del trabucazo fiscal de Hollande cual enano Thorin reacio a someterse al dragón Smaug, la ministra francesa de Cultura Aurélie Filippetti le afeó su rebeldía declarando que la estrella «debe su éxito al sistema francés de promoción del cine». Por otro lado, el cierre de la librería Catalònia de Barcelona y la reconversión del local en un McDonalds ha despertado recientemente la indignación de la ciudadanía, como se puede constatar en numerosos foros de la red. La intuición liga estos hechos a priori inconexos. Tanto la contrariedad de Filippetti como la de los defensores de Catalònia, ¿acaso no obedecen a la percepción de un avasallamiento de determinados principios, justos en tanto vinculados a la protección de la cultura, que debieran prevalecer sobre el interés pecuniario? La pregunta acostumbrada es por qué la ley ampara semejantes actuaciones contrarias al interés general. Sin embargo, la disfunción no es legal, sino económica.

Los ejemplos planteados reflejan, respectivamente, los desequilibrios y las limitaciones de un determinado sistema de precios alternativo al mercado. En el primer caso se pretende cargar al artista con una deuda de por vida hacia el Estado, en reciprocidad al mecenazgo proporcionado por los antecesores de la ministra. ¿Alguien se imagina que un paciente, años después de estrechar la mano del cirujano que le salvó la vida en un hospital público, recibiera una carta de la Administración reclamándole un pago adicional como expresión de su gratitud? Claro que la comparación se ajustaría más de adeudarse al propio médico, beneficiado con un puesto bien remunerado y provisto de medios para desarrollar una carrera profesional de acuerdo a su vocación —tanto o más noble que la de un actor. Y en el asunto Catalònia nos exponemos a un dilema aún más tortuoso. ¿Cómo evitar que, en una localización y con una estrategia de negocio determinada, un cuarto de libra con queso resulte más rentable que David Foster Wallace? Por más que se apliquen reducciones de impuestos a las librerías, si realmente su desaparición significa una tragedia, la única manera de garantizar la supervivencia frente a pérdidas económicas es una subvención directa suficiente para cubrirlas. Parece un extremo que ni siquiera los propios libreros pedían cuando las cuentas del Estado lucían saneadas —ahora se estudia un aumento de las ayudas de la Comunidad Autónoma al sector, que a fin de cuentas tan solo ascienden a una décima parte de las dedicadas a la compra de apoyo mediático.

La problemática expuesta arriba deriva del desdoblamiento del flujo económico del que adolece todo régimen de incentivos públicos. Tenemos unos proveedores (artistas, productores y distribuidores), unos beneficiarios (la población) y un agente (el Estado). En teoría, éste recoge la demanda de los beneficiarios —el acceso a determinados bienes culturales— y la transmite coordinadamente a los proveedores para satisfacerla. Sin embargo, el ciclo no se cierra con el pago de los beneficiarios a los proveedores y al agente en función de los servicios recibidos, sino que los ciudadanos tributan un tipo agregado de impuestos al Estado dependiendo de la coerción que éste ejerce sobre ellos. Ello causa la división del flujo económico en dos circuitos independientes: ciudadanos-Estado y Estado-proveedores (con frecuencia en relación de monopsonio o de comprador preferente). Para que ambos se conecten ha de darse la circunstancia de que el interés de los ciudadanos de cara a los proveedores coincida con el del Estado. Es decir, con el de sus cargos electos. Así pues ¿qué oportunidad habrá de que una gestión cultural decente se halle entre las prioridades de nuestros representantes?

Podemos creer en la posibilidad de un área de gobierno de poetas y filósofos, o podemos mirar a nuestro alrededor: separación de poderes y sistema de contrapesos, tribunales de cuentas, elecciones cada cuatro años, prensa, (en ciertos países) limitación de mandatos presidenciales, bancos centrales independientes, constituciones dificilísimas de reformar… todos instrumentos creados por la sociedad para limitar el poder del Estado. Poder. La Historia nos ha dado a los pueblos ya suficientes lecciones como para ignorar que esa es la Prioridad, con mayúscula. A ella se debe que la diferencia entre una democracia y el resto de organizaciones políticas más próximas a sus orígenes tribales no resida en el derecho a voto, sino en la sofisticación de mecanismos constrictores como los citados. De igual manera que las grandes obras arquitectónicas nos hacen más conscientes de las leyes físicas a las que desafían, los pequeños triunfos de la razón que anotan cada una de las instituciones enumeradas conllevan el reconocimiento implícito de una fuerza superior a ellas y a duras penas gobernable.

Algunos liberales gustan de comparar al Estado con un cártel o un grupo mafioso para explicar la naturaleza de dicha fuerza, pero aquél trasciende la mera estructura. A diferencia de cualquier asociación gangsteril (amenazada por la policía u otras bandas), el monopolio de la violencia y, sobre todo, la conciencia que del mismo tiene cada individuo integrante del organigrama estatal, tiende a sublimar el ejercicio de la autoridad en una expresión de voluntad de poder. Ésta galvaniza la Administración y, además de aprovechados y corruptos, permea las decisiones de personas de ética intachable que acceden a los cargos públicos. Como el protagonista de Vivir (Ikiru, Akira Kurosawa, 1952), un funcionario con el suficiente empeño e ingenio puede llevar a cabo iniciativas fieles a sus creencias con los medios de los que dispone; no obstante, el sistema filtra para los puestos de mayor capacidad de asignación de recursos a aquellos que obedecen esa pulsión de poder y, para la condición de receptores de los mismos, a los que la acatan. Que fuera la ministra de Cultura quien abroncase a Depardieu por su salida por patas fiscal, y no exclusivamente el responsable de Hacienda, evidencia una frustración causada por los resortes de contención del poder. Cuando estos actúan, se produce un impedimento para obtener el rédito real que se espera de los artistas y demás eslabones de la cadena cultural amparada por la maquinaria nietzscheana: en el peor de los casos, la sumisión pasiva a su dictado; en el mejor, el garante intelectual de su supervivencia.

Contra esta tormenta de intereses sobre nuestras cabezas sirven de yoduro de plata los mencionados contrapoderes de toda democracia y, obviamente, la producción artística fuera del paraguas estatal. Si ya gozamos de una relativa protección, ¿no será posible, por ejemplo, ayudar a los autores menos hábiles para encontrar financiación de acuerdo a criterios de promoción cultural, siempre refrendados por los votantes en unas elecciones transparentes? Bien, examinemos dichos criterios según constan en los programas electorales con los que se presentaron a las generales de 2011 los dos partidos mayoritarios en España. Dentro del discreto espacio que le dedican ambos panfletos, llama la atención el utilitarismo coyuntural —«La cultura, en todas sus manifestaciones, ha sido siempre un poderoso instrumento de cambio social» (PSOE, pág. 32); «Haremos de la cultura uno de los componentes esenciales y más visibles de la marca España» (PP, pág. 129)— o la visión-superglue de la cultura, bien para pegar —«Haremos de la cultura un elemento vertebrador y de cohesión de todas las comunidades autónomas» (PP, pág. 129)—, bien para esnifar —«La mercantilización de la cultura es una amenaza que hay que combatir, pero ello no puede llevarnos a ignorar la capacidad que la cultura tiene para mejorar las condiciones materiales de vida de las personas» (PSOE, pág. 32). Además, al margen de las ansias del PSOE por capear la crisis a punto de engullirle o el intento de multiplicación de toros de Osborne del PP, los enunciados se recrean en una vacuidad en ocasiones al borde de la cacofonía:  «Impulsaremos actividades vinculadas a la promoción de la música, el teatro y el cine español» (PP, pág. 130); «[…] los centros de creación, bibliotecas y museos darán prioridad al desarrollo de talleres, residencias, coproducciones y todas aquellas actividades que faciliten la materialización de nuevos proyectos» (PSOE, pág. 33).

Que tantas propuestas de ambos partidos sean prácticamente intercambiables y de escasa concreción debería encender nuestras alarmas. En estos tiempos el poder no se blinda mediante la represión directa, sino estimulando la adhesión cultural. Muchos madrileños (por hablar de mi experiencia cercana) procuramos no perdernos ni una de las exposiciones multitudinarias de los principales museos que se anuncian por las calles del centro, celebramos los ciclos de la Filmoteca para profundizar en cineastas de interés o asistimos a conciertos programados por las universidades, entre otras opciones de la oferta pública. ¿Dónde está la trampa? Aparte de ignorar el coste real del evento gracias al proxy económico estatal, podemos disfrutar cualquiera de ellos desde la certeza de que no atentará contra el statu quo mantenido por el Leviatán. Bien por tratarse de retrospectivas de impacto marginal o ya fagocitadas por el mainstream, bien por apoyar a artistas sin más ademán de francotirador que el que adoptan en las sesiones de fotos de El País Semanal, se alienta el consumo de cultura pasteurizada, cuyo aporte a nuestra construcción identitaria lleva aparejada la esterilización política; y con «política» no me refiero a la puesta en práctica de una ideología, sino a la incidencia de la acción humana en la esfera pública. Empezando por el consenso intergeneracional que impone el ascenso en el sector público de los viejos sobre los jóvenes —un lastre que, a escala social, denunciaba Roberto Alcover Oti a propósito de Project X (Nima Nourizadeh, 2012) en el especial fin de año de El Rayo Verde—, la subvención cultural no protege al autor a contracorriente, sino a aquellos con la vocación de cautivar al hombre-masa de Ortega y Gasset aun sin la destreza necesaria para lograrlo por la vía del mercado.

¿Qué coño me aportaba la librería Catalònia? Hacernos esta clase de preguntas nos ayuda a discernir la capa de moral cultural consensuada que se adhiere a nuestro ego, y diferenciarla de aquello que realmente nos impele a actuar, a cambiar el mundo. La verdadera cultura debe vivir y morir en la jungla, donde campan las bestias y el tiempo se tasa en respiraciones; y el panorama artístico, parecerse más al sin ley fronterizo de Deadwood o las comunidades bajo código de Hammurabi que a los edificios-colmena de la antigua Unión Soviética.

Por último, mantener la identidad cultural colectiva es caro. La supeditación de este objetivo a la voluntad de poder y el doble flujo económico acarrean una ineficiencia sistémica sin posibilidad alguna de alcanzar el despotismo demoscópico soñado por tantos, mediante el cual una suerte de élite estadística lograría identificar con exactitud la demanda cultural consensuada y concentrar los fondos disponibles en su satisfacción. Pero incluso asumiendo buena voluntad y entendimiento de la ciudadanía por parte de las autoridades, la limitación del gasto público exige ordenar prioridades, al menos en países sin grandes vetas de minerales preciosos o pozos de petróleo. ¿En qué posición situamos las ayudas a la cultura dentro de este esquema de necesidades?

En Occidente hemos tratado de construir el Estado de Bienestar pretendiéndolo hijo de nuestras raíces judeocristianas. Son dos morales diferentes. Más el reverso deontológico de la Solución Final nazi que una relectura de la preceptiva histórica religiosa, la primera compendia una amplia gama de derechos del individuo a garantizar por el Estado, entre los que consta el acceso universal a la cultura. Por otro lado, nuestra moral tradicional entiende la vida como un principio absoluto al que se subordina todo lo demás. Da igual que hayamos abandonado a Dios con la esperanza de convertirnos en estrellas de rock; que aceleremos los rituales funerarios de modo que el trauma nos golpea en cualquier bar lejos de casa; o que solo vista de negro tu hijo de quince años para recordarte que ya comenzaste a morir. Aun avanzada la desaparición de los ritos en favor de un ateísmo sin control de asistencia, en la ciudadanía española de izquierdas y de derechas todavía perdura la noción de que la vida es sagrada, o al menos así parece entenderlo una amplia mayoría que defiende el derecho a la sanidad y condiciones de vida mínimamente dignas para todo el mundo, pague o no.

Un modelo ético o es viable económicamente o no es. El Estado de Bienestar se ha basado en la ilusión de que todo puede cubrirse en todo momento, derivada a su vez de una falta de conciencia del índice de miseria económica. Pero incluso durante el «auge» que experimentamos en plena burbuja inmobiliaria, el paro no bajó del 8-9%, y el índice de pobreza se mantuvo alrededor del 20%, con un 7’4% de la población viviendo con menos de 4200€ anuales (ver datos del INE de 2004, enlace en pdf). Como vemos, los hidratos de carbono se han venido infravalorando desde mucho antes de la crisis. Si en Suecia se procedió a reducir el sector público cuando el paro superó el 9% en los años 90, en España centros como el Niemeyer (30 millones de euros) y otras infraestructuras públicas relacionadas con la cultura no debieran ni haberse planteado sobre el papel.

Cuantos más imperativos categóricos añadamos al papel del Estado, más tendremos que trabajar y producir para hacer posible su cumplimiento; es decir, sobrepasado el límite de sus posibilidades, el buen samaritano se verá obligado a prostituirse. Que el apoyo a la cultura sea deseable o no carece de importancia mientras la economía no permita materializarlo; hasta entonces, las citas de autoridad de eminencias intelectuales en favor de la intervención estatal al respecto son meras apologías del sufrimiento humano. Si alguien quiere un centro cultural en su zona dotado con fondos públicos, puede empezar por subir un vídeo en Youtube declarando a cámara «yo desprecio a la chusma», como otros hicieron antes de coger un fusil de asalto y perpetrar una matanza. Le invito a enlazarlo en los comentarios.