Previsible fracaso
Siempre he pensado que hay películas que no deberían hacerse, o que al menos a mí no se me ocurriría hacer. Un buen ejemplo es un filme sobre Alfred Hitchcock, quizá el director más conocido de la Historia, más reconocible físicamente, uno de los más admirados, cuyas películas han sido vistas y analizadas hasta la saciedad… un fenómeno, en fin, que va mucho más allá de lo puramente cinematográfico y cuya vida y obra aparece ante nosotros envuelta en medio de una densa atmósfera exterior, casi mítica.
Así las cosas, el mero hecho de escoger al actor más idóneo para interpretar al cineasta, caracterizarlo adecuadamente y dirigirlo bien —tarea global fundamental para el resultado final de la película— resulta todo un reto. Y el resultado, en el caso del filme dirigido por Sacha Gervasi es, sencillamente, un fracaso. Anthony Hopkins realiza un importante esfuerzo para resultar creíble, pero Gervasi le somete a un trabajo casi caricaturesco, con gestos recurrentes y forzados que no cuadran con la imagen pública del londinense. Vemos permanentemente a «Hopkins haciendo de Hitchcock», no a Hitchcock; quizá hubiera sido mucho mejor buscar a un actor desconocido que encajara con el papel, pero se tendría que haber renunciado a cierto impacto publicitario asegurado. Un error aún mayor comete Gervasi con los actores secundarios, Scarlett Johansson (Janet Leigh) y James D’Arcy (Anthony Perkins), a los que dota de los caracteres que ambos muestran en la ficción de Psicosis, cuando lo que Johansson y D’Arcy representan es a los actores en su vida real; y es lamentable, porque ambos lo hacen realmente bien, pero en un registro equivocado, bajo mi punto de vista.
En cuanto al perfil psicológico del propio Hitchcock, resulta también frustrante, por dos razones. Primera, porque se centra fundamentalmente en cómo fue él en relación con su mujer Alma Reville, interpretada con cierta rutina por Helen Mirren, algo que es dudosamente apasionante para los cinéfilos, y casi para cualquier espectador no especialmente interesado por las páginas de papel couché, creo yo; y segunda, porque la mayoría de los rasgos con los que es dibujado (el impulsivo voyeurismo, el alcoholismo, la glotonería) no pasan de ser tópicos sobre su vida, expresados sin la mayor profundización y desaprovechados para dotar al personaje de un sentido global.
Es cierto que resulta divertido observar el tratamiento que se nos propone sobre el rodaje de Psicosis, y especialmente sobre algunos detalles (la discutible génesis de la escena de la ducha o las relaciones con el productor), pero más como mero reflejo subversivo de algo mítico fácilmente reconocible, que por un interés real hacia la investigación sobre los hechos históricos, que no ofrece apariencia de excesivo rigor. Esa sensación de ramplonería dominante por encima de las buenas intenciones, y de jugueteo con los mitos como reclamo comercial y causa del regocijo del espectador, es la que se superpone a cualquier otra consideración a lo largo de toda la película.
El guión no carece de buenas ideas (la escena de Ed Gein en la parte trasera de la casa de Psicosis o la asfixia que siente Alma ante la exclusividad que Hitchcock requiere de ella) pero, sobre todo, contiene una escena extraordinaria, uno de esos momentos capaces de salvar casi una película entera o, al menos, ser causa suficiente para que merezca ser vista. Ocurre durante el transcurso del estreno de Psicosis, cuando Hitchcock, nervioso por la importancia que el éxito de su película podría tener para el futuro de su carrera, se esconde entre bambalinas, ansioso ante las reacciones del público; mira de vez en cuando, furtivamente, para comprobar la expectación del auditorio, y se retira justo en el momento en que llega la escena de la ducha. Sabiendo de memoria cómo ha sido montada, comienza a mover los brazos con los gestos propios de un director de orquesta, justo al ritmo con que espera que se escuchen los gritos de terror del público, mostrándonos Gervasi su placer ante la plena coincidencia de acordes y alaridos. Es una escena que refleja a la perfección una de las ambiciones centrales del Hitchcock cineasta: manipular la conciencia del espectador hasta hacerle bailar al son exacto que él marcaba. Escena antológica, no me cabe duda.
El balance no es solo insuficiente, y reflejo del riesgo extremo del empeño, sino frustrante en relación con la gran cantidad de perspectivas bajo las cuales podrían haberse extraído mejores resultados, tanto de la vida de Hitchcock, como de su obra, de los personajes secundarios o de la historia del rodaje de una de las películas míticas de la Historia del cine. Su carencia de grandes pretensiones y su ambición lúdica permiten verla sin demasiada acritud, y disfrutar moderadamente de una de las posibles fantasías sobre el cineasta británico, una de los millones que existirán, quizá una por cada aficionado a su cine.