La interpretación de la complejidad

1. La decisión del crítico

No será éste uno de esos artículos que sólo hablan de la crítica y que, por tanto, sólo interesan a los que escribimos sobre cine —aunque, por desgracia, sigue pareciendo que somos los mismos que nos leemos—. Pero debo partir de ello para llegar a lo que quiero decir, atravesando El atlas de las nubes (Cloud Atlas, Tom Twyker, Andy Wachowski & Lana Wachowski, 2012). Empecemos. Uno de los mejores consejos para escribir crítica que me dio un profesor fue que, a la hora de valorar lo que merece la pena ser analizado de un texto (o de una película), lo importante no es tanto escoger lo característico o más destacado que hay en él, mucho menos hacer un barrido general por su perfil topográfico, sino plantarse ante su cara impidiéndole el paso hasta decidirse por alguno de los problemas o temas que plantea. Y, una vez seleccionado, centrarse en ello. No se refiere esto a que valga hablar de cualquier cosa: la propuesta es tomar alguno de los caminos que ofrece el texto y recorrerlo, comprometerse a no perderse en él más de lo que pueda llevar al lector a perderse. Apropiarse íntimamente de una de sus caras. Es una manera de intentar no caer en una dispersión débil, de abrir la posibilidad de elaborar un argumento o serie de argumentos con una base sólida y clara. Se trata de detenerse para aprovechar la oportunidad de poder profundizar en algo, para contrarrestar el veloz flujo del mundo cotidiano. Consiste en mirar al texto (a la película) a los ojos, escudriñarlos hasta ver lo que te está intentando decir a ti. Y luego lo explicas, sin tergiversarlo pero tampoco quedándote en un parafraseo cobarde. Es una forma de tomar una decisión sobre el texto desde el propio texto, la cual nos una a él tanto emocional como intelectualmente. Luchamos junto a él para evitar la flojera de las generalidades superficiales y los lugares comunes. Esta decisión y su desarrollo firme —y abierto: es en el propio acto de escribir donde se suelen descubrir las verdades— es quizá lo que termina distinguiendo al crítico efectivo del mero espectador, que viene a ser lo mismo que debería de distinguir el discurso escrito con propósito de la conversación oral casual. Es cierto que, al escoger un elemento del texto, se está rompiendo su unidad y en cierto sentido hasta traicionándolo, pero es preferible hacer esto y acercarse a poder decir al menos media verdad que no decir nada, sobrevolándolo. Porque tras esta decisión es más probable una implicación personal, más fructífera tanto para el propio crítico —el motor de su crítica será sincero en su diálogo y, quizá por eso, más riguroso— como para el espectador —que se siente apelado al contemplar la intensidad contagiosa de la conexión entre el texto y su comentario. En el caso de películas sobre las que mucho se ha dicho ya y aún más se está diciendo, es una obligación para el crítico tratar de buscar un ángulo distinto que permita una perspectiva verdaderamente enriquecedora, lo que es más fácil de lograr advirtiendo que ese diablo está en los detalles, en las corrientes que mueven la obra desde dentro y no tanto en la obra dada directamente. La decisión exige mayor atención y responsabilidad al tratar de obras sobre las que apenas se ha escrito, puesto que lo que uno diga podría convertirse en adelante casi en la interpretación canónica o, al menos, iniciática. Es decir, al trabajar con obras casi desconocidas hay que afinar la puntería para intentar no ofrecer una imagen parcial, la cual se puede uno permitir cuando se están ofreciendo en otros sitios muchas otras imágenes. Aun así, si esa visión parcial es lo suficientemente potente y respetuosa con uno de los caminos recorridos por la obra, es la que puede motivar a alguien a enfrentarse a ella por sí mismo, con la probable y sana consecuencia de que acabe gritándole (siquiera en su cabeza) al crítico que no tiene ni idea, aclarándole que en realidad la obra es esto otro. El debate comienza, la obra se ve a conciencia y el crítico se ha ganado sus alas. Pero ¿qué pasa cuando la obra desborda a quien tiene que escribir sobre ella? ¿Cuando elegir uno de sus muchísimos elementos o motores conlleva inevitablemente un reduccionismo tan fuerte que se convierte en falseamiento? Es el caso de El atlas de las nubes

2046

2. El crítico desbordado

Nos interesa aquí una genealogía que comienza con 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968). Con ella empezó un cine que hacía uso de la ciencia-ficción para hablar de todo: de la humanidad, del relato, del mundo. Para ello, estas películas conforman tupidas redes de relatos y de personajes —que devienen arquetipos— que se entrecruzan entre sí, o que recorren en paralelo el espacio de una misma obra; o reconfiguran el tiempo de la humanidad a su antojo para mostrar su esqueleto; o cruzan al otro lado de la muerte; o tienen figuras femeninas/maternales salvadoras/redentoras; o presentan composiciones geométricas para sugerir la armonía interna del mundo; o recurren sin pudor al símbolo último, a la mística y a una peculiar especie de pomposidad. Entre las más recientes, cabe destacar La fuente de la vida (The Fountain, Darren Aronofsky, 2006), 2046 (Wong Kar-Wai, 2004), la más prosaica Southland Tales (Richard Kelly, 2006), El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011), o la que nos ha traído ahora hasta aquí, El atlas de las nubes. Una estirpe de películas que tanto crítica como público suelen calificarlas con adjetivos poderosos, tomados sin embargo sólo en un sentido peyorativo: ambiciosas, pretenciosas, intrincadas, pseudorreligiosas, complejas, abusivas, dispersas. Y, las más de las veces, reciben el veredicto de fallidas. ¿Es justo considerarlas como fallidas? En la práctica sí, porque tenemos demasiadas cosas que hacer y películas que ver como para dedicarles el tiempo que parecen requerirnos, un requerimiento excesivo que no les podemos perdonar; la única forma de hacer justicia a una obra así de gorda es sacrificándole un segmento de tu vida, uno lo suficientemente amplio como para que sólo los muy especialistas puedan permitírselo. Así, hay que contemplar la posibilidad de que sólo sean víctimas de una época equivocada, la cual les impone su dinámica consistente en consumir una obra tras otra tras otra sin volver la vista atrás. El problema no estaría tanto en la obra como en nosotros. No podemos juzgar a la ligera como fallidas películas tan aparentemente complejas sin pecar de atrevimiento, sin haberles dedicado largas reflexiones acompañadas de repetidos visionados. Pero, claro, ¿y si descubrimos que la película era un timo sin sentido? ¿Y si verdaderamente fracasaba en lo que pretendía o, más aún, no pretendía nada? Habremos invertido valioso esfuerzo y tiempo en algo que, al final, sólo nos ha hecho un poco más tontos. ¿Cómo saber si, en el caso de El atlas de las nubes, Twyker, los Wachowski y la novela original de David Mitchell han creado una vacuidad con ínfulas o si, sí, su obra es significativa? ¿Quién va a ser el guapo que se entregue a obras cuya complejidad tanto le demandan, a riesgo de salir escaldado? Aclaremos de una vez que no hay que confundir la entrega que requiere este tipo de complejidad, casi de gran novela o aun de apócrifo sagrado, con la que suplica la dificultad estética —de, pongamos, un Bresson— para ser «comprendida»; la primera es más técnica y de tiempo material, personal, mientras que la segunda es cualitativa. También hay que distinguirla de una mera complejidad argumental o estructural, como la de Primer (Shane Carruth, 2004), que pide repetidos visionados pero por otros motivos que nada tienen que ver con una guerra total. Entonces, ¿a quién se dirigen estas películas? ¿Es éste el auténtico cine de autor que sólo puede disfrutar en su plenitud el propio autor, que se ha llenado una pared de su casa con esquemas de lo que sucede y su significado profundo?

El atlas de las nubes

3. El espectador obligado a ser crítico

Quizá quien más jugo pueda sacarle a películas como El atlas de las nubes sea el aficionado de a pie. No el crítico que se enfrenta a ellas en un único round, tratando de extraerles toda su esencia —de tomar la decisión sobre cuál es esa esencia— para etiquetarlas y exponerlas en el medio que acoge su escritura, el resultado de la cual es normalmente breve y con pocos días de reflexión previa. El crítico (sobre todo el de actualidad) no tiene tiempo para realizar los al menos cinco visionados que requeriría una comprensión de algo más que insuficientes mínimos; y, si los realiza, se enmarañan entre todas las demás películas que se ve impelido u obligado a ver. Al estar bien entrenado, se le supone la habilidad de poder captar al menos algo central; pero con estas películas apenas puede limitarse a animar al espectador a que lo intente por su cuenta, reconociendo que la obra no cabe en él ni, por tanto, en su texto. Tampoco es una película así carne de estudio académico en profundidad: sin saber si la obra es canónica o al menos académicamente aceptable —prejuzgando y sin el veredicto de la historia, uno tendría que decir que no—, no se atreve a dedicarle el esfuerzo de investigación necesario, ni a desperdiciar en ella la escritura de un paper que sería irrelevante para su campo y, muy especialmente, para su carrera. Sin embargo, el aficionado de a pie puede ver una y otra vez su propia copia porque de verdad le apasiona y se siente empujado hacia la película por la propia película y, sobre todo, porque tiene en su vida suficiente espacio fílmico vacío que rellenar. Y lo tiene porque su estilo de vida no es el cine, sino películas. Es ese espectador despierto y atento al que sinceramente le gusta ver una o dos películas a la semana, no al día —y por motivos no exactamente idénticos— como puede hacer un crítico. Es un espectador que no deambula porque sabe lo que quiere y, cuando lo encuentra, le chupa toda la sangre por el sencillo sistema de verlo, verlo y verlo. Así, casi de forma natural y sin pensarlo demasiado, puede llegar a interiorizar el discurso de una obra compleja como El atlas de las nubes mucho mejor que cualquier crítico. Es posible que no pudiera explicar —y menos por escrito— por qué le interesa, qué es lo que la hace especial. Tampoco lo que encuentra en ella distinto cada vez, ni cómo funciona su forma ni los significados que ésta genera. No es un crítico que tenga que recorrer uno o dos de los caminos señalados por una película con vocación de obra total, ni siquiera aplicarle una visión panorámica. Es un espectador que absorbe esa obra total y termina viéndola, viviéndola en su misma complejidad. Conoce sus recovecos, intuye lo que ocultan sus símbolos. Se apropia de la propuesta que la película hace de lo que es el ser humano y su vida entre la humanidad y el mundo, que es en última instancia a lo que aspiran todas estas hijas y sobrinas de 2001: Una odisea del espacio. Puede que no vea, por ejemplo, que bajo sus «todo encaja y todo tiene sentido y hay elegidos» se esconda una teoría de la existencia terrenal propia del protestantismo que empapa estas obras totales anglosajonas; o que no ubique la comprensión cíclica de la historia como lo propio de Asia en obras orientales como 2046 —u orientalizantes, como El atlas de las nubes—. Pero acaso no importe tanto darle un nombre ni situar sus sentidos en la historia de la cultura que los produce, sino simplemente aprehender esos sentidos. Aprehender la obra como tal, directamente. Creo que era Tarkovski quien contaba que nadie entendió (vivió) mejor sus películas que algunos de sus seguidores más acérrimos, que le escribían detalladas cartas donde se las explicaban y le exponían lo que significaban —para ellos y en sí—. Precisamente son ese tipo de seguidores, los que abrazan estas películas 2001eras hasta el punto de casarse con ellas durante al menos un periodo de su vida, quienes mejor las pueden comprender. Sin dar cuenta de ello más que ante la propia obra y ante ellos mismos.

La fuente de la vida