La Jungla: un buen día para morir

Die Hard en la Jungla de Cristal

La distribución cinematográfica española, tan creativa a la hora de pergeñar denominaciones para las películas foráneas, se mostró especialmente atinada con Jungla de Cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988), condensando en tres palabras la esencia de un filme convertido con el tiempo en canónico, cualidad de la que carece el prosaico Die Hard original, que de hecho fue titulado como Duro de matar en el mercado latinoamericano. Lo cierto es que si alejamos el foco del carismático John McClane (Bruce Willis), al que volveremos más adelante, y lo acercamos al otro John de la ecuación entenderemos porque Jungla de Cristal es uno de los títulos emblemáticos del gran cine de acción de los ochenta: McTiernan sintetiza con mano maestra los códigos del actioner, que tan bien conoce, subvirtiéndolos arteramente, de manera que un entretenimiento que a ojos dóciles no pasa de dos horas de pura evasión atesora además un implacable retrato sociológico de los Estados Unidos de la época, irrenunciablemente contestatario, en el que todo el ruido y la furia, que no escasea precisamente, está en función de la supervivencia del sufrido protagonista en ese coloso de vidrio y cemento devenido en un entorno tan hostil como lo era la selva mesoamericana para el Delta Force Dutch (Arnold Schwarzenegger) —Depredador (Predator, John McTiernan, 1987).

Lo irónico del caso es que el edificio Nakatomi ya lo era, hostil, antes de empezar los tiroteos y explosiones. Los primeros compases de la película, que hacen gala de esa sabiduría expositiva que tanto echa uno de menos en el mainstream de nuevo cuño, nos presentan a un policía neoyorquino tipo totalmente fuera de lugar ante la perspectiva de pasar unas navidades no precisamente blancas en L.A., en pos de una añorada vida familiar truncada por culpa de la multinacional japonesa de turno. De manera sutil, McTiernan va generando un contexto tan ajeno a McClane como reconocible para el espectador de la década, de modo que cuando se desencadene el conflicto, en la forma de una organización terrorista de la Alemania del Este —recordemos, 1988— nuestro hombre ya se haya metido al respetable en el bolsillo. Básicamente por encarnar un héroe (a su pesar) humano, resabiado y muy, pero que muy sobrepasado por las circunstancias, al que vemos sangrar (mucho), ensuciarse (mucho más) y flaquear tras cada batalla, tanto física como psicológicamente. De hecho, el desigual duelo de voluntades al que le arrastra Hans Gruber (Alan Rickman), inolvidable villano cuya maldad surge de manera natural, sin subrayados, de su superioridad intelectual —ergo moral— y apetito de riqueza, se saldará con una sucesión de paroxísticos combates, progresivamente más viscerales y alucinados, hasta que el estentóreo grito de guerra de John rubrique su triunfo definitivo: es mucho más que un exabrupto macarra; representa el triunfo de la voluntad de un hombre sólo empecinado, caiga quien caiga, en sobrevivir.

Por detalles como este Jungla de Cristal se ha convertido en un título imprescindible para entender el moderno cine de acción y, en un sentido más amplio, el valor de los géneros a la hora de codificar temáticas universales, manteniendo vivo —y accesible para todo tipo de públicos— su sentido. Claro que, sin olvidar el excelente trabajo de todo el equipo técnico y artístico, el mérito principal cabe atribuírselo como decíamos a John McTiernan, que aparte de articular una proteica narración en torno a una armónica sucesión de set pieces de portentosa fisicidad, trasmite además al conjunto una retranca considerable, con especial ensañamiento hacia las autoridades U.S.A. —a este respecto, el retrato del agente de la C.I.A. interpretado por Robert Davi, y su nostalgia made in Saigon resulta imbatible, por incendiario. Ante tal derroche de personalidad, contundencia e incorrección política, estaba claro que ceder las riendas de la dirección a un recién llegado a Hollywood iba a suponer una drástica reducción de la impronta McTiernan, como de hecho sucedió. Pese a todo La Jungla 2: alerta roja (Die Hard 2: Die Harder, Renny Harlin, 1990) es un entretenimiento estimable, al que le ha sentado de maravilla el paso del tiempo. Como es proverbial en las derivaciones acríticas, se opta por ampliar el alcance de la amenaza, encarnada en esta ocasión por una facción militar norteamericana vertiente fascistoide comandada por el Coronel Stuart (William Sadler), manteniendo invariables las líneas maestras de su predecesora —de nuevo Mc Clane y señora (Bonnie Bedelia) en el momento y lugar menos adecuado, unas navidades considerablemente más blancas (y frías), la incapacidad manifiesta de autoridades y demás poderes fácticos para actuar de manera competente, etc etc— y potenciando la espectacularidad considerablemente, a lo que no es ajeno el competente trabajo de un Renny Harlin que, en los momentos de mayor ensañamiento, prefigura al firmante de Máximo riesgo (Cliffhanger, 1993).

En todo caso, para que la verdadera secuela viera la luz habría que esperar cinco largos años, siete desde el estreno de Jungla de Cristal y, por descontado, repescar a John McTiernan a golpe de talonario: Jungla de Cristal III: la venganza (Die Hard with a Vengeance, 1995) recupera, esta vez de verdad, el espíritu de su venerada predecesora —no sólo la carcasa— planteando a la vez una generosa dosis de estimulantes novedades, tonales y estilísticas, derivadas de su inequívoca adscripción al zeitgeist de los noventa. El modélico desarrollo de los tres conceptos básicos sobre los que pivota la narración —el verano neoyorquino, la venganza del mayor de los Gruber, una descomunal resaca— otorga a la película una atmósfera reconocible, equidistante entre el maximalismo pesadillesco de la amenaza terrorista y lo inesperadamente paródico de algunos pasajes, resueltos con una juguetona hilaridad a la que un inmejorable plantel de actores se presta con acierto; si del Zeus nigger Carver que encarna Samuel L. Jackson cabe destacar su habilidad para convertirse en compañero de correrías a su pesar, logrando sin aparente esfuerzo que la saga no se resienta en absoluto de su transición al esquema de las buddy movies, Jeremy Irons consigue dotar a Simon Gruber de un halo suprematista y manipulador ciertamente inquietante, estableciendo además una sutil identificación con su predecesor Alan Rickman, jugando a placer con las convenciones hollywoodienses respecto a los villanos sofisticados encarnados, of course, por intérpretes británicos de acentos imposibles.

Second Coming

¿Y que hay del bueno de John McClane? En los siete años transcurridos desde su primera aparición ha dejado de ser un personaje para convertirse en arquetipo, canónico action hero encarnado en sucesivas ocasiones por Bruce Willis alternando nombres y apellidos pero manteniendo intacta su proverbial habilidad para meterse en líos, hacer que todo explote y proferir insultos a cual más malsonante. La identificación del actor con su rol de cabecera era ya tal en 1995 que no podemos sino aplaudir la valentía de someterle a semejante operación de desmitificación, mostrándolo en los primeros compases de Jungla de Cristal III: la venganza resacoso, mal encarado, con pelo ralo y ciertamente venido a menos: un desecho humano cuestionado por sus compañeros, relegado por su familia, más sólo que la una. La gran jugada de McTiernan —¿quién si no?—, que venía de orquestar una operación similar con (la reivindicable) El último gran héroe (Last Action Hero, 1993) consiste en finiquitar la etapa clásica del héroe de acción, que el mismo contribuyó a cimentar, filmando sin tapujos su inevitable decadencia pero permitiéndole a McClane, eso sí, despedirse a lo grande. O así debía haber sido, pues ese postrero triunfo en la frontera canadiense, incomprendido epílogo a toda una saga, debería haberle supuesto a nuestro hombre un más que merecido retiro, cediendo el testigo de defensor de la América libre a cualquiera de los machotes que constituían ya por entonces su abundante progenie, y que en los años venideros no dejaría de multiplicarse.

Pero llegó el siglo XXI y con este, la episódica escasez de ideas de la gran industria se instaló en Hollywood con carácter definitivo, constituyendo el caldo de cultivo idóneo que, sumado al apetito por los dólares y la incipiente andropausia de algunos stars, Willis entre ellos, conduce irremediablemente a La Jungla 4.0 (Live Free or Die Hard, Len Wiseman, 2007), una de las operaciones de marketing cinematográfico más desvergonzadas que ha puesto en marcha el cine mainstream reciente, parida en una década donde el oportunismo mercantilista se ha convertido en ley. Como sibilinamente parece apuntar el título español, el John McClane que resurge de las cenizas de su anterior andadura es una versión 2.0 de si mismo, como si los once años transcurridos los hubiera pasado en una clínica de rejuvenecimiento. Definitivamente relegada la persona que se adivinaba tras el icono, el otrora héroe por accidente regresa trasmutado en un action man pasado de vueltas que, en los escasos momentos en que no está arrasando todo lo que encuentra a su paso, intenta reírse —con escaso acierto— de su propia inadecuación a un entorno digital en el que a un tipo encantado de ser analógico, evidentemente, no le queda otra que desenchufar los cables. Al menos la torrencial catarata de aparatosas secuencias de acción, en su sentido más grandilocuente, están resueltas con un oficio inesperado viniendo del firmante de Underworld (íd., 2003), contribuyendo a distraer/epatar al espectador dado el escaso interés que suscitan ciber-ataques varios, lazarillos pajilleros o malvados de cartón-piedra.

Pese a que la propia existencia de un título de las características de La Jungla 4.0, apelando al bagaje preexistente, ya resulte cuando menos cuestionable, es justo reconocer que ofrece lo que cabía esperar, incluida alguna esporádica alegría. ¿Estábamos preparados para un despropósito del calibre de La Jungla: un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, John Moore, 2013)? Un servidor desde luego que no, pues transcurridos varios días desde su visionado aún me cuesta creer que semejante desatino haya visto la luz, máxime con el marchamo Jungla de Cristal. Por más que la evolución reciente de esa vertiente del actioner empeñada en elevar la experiencia cinética inherente a la dinámica del videojuego —o, ya puestos, de la atracción de feria— a la categoría de hecho cinematográfico esté provocando que productos facturados con la única intención de saciar masivamente al potencial consumidor de estos estímulos —a la manera de la cafeína para un hiperactivo— proliferen como chinches, el absoluto desprecio que los responsables de este espanto muestran por la más elemental coherencia viso-narrativa, diseño de personajes o, lo que es aún más flagrante, mítica cinéfila atesorada por una serie imprescindible para entender el cine contemporáneo, resulta francamente desolador. A la cabeza del patíbulo Bruce Willis, erigido en la medida de todas las cosas de este (maldito) retorno, que si a lo largo de su carrera no ha dudado en dilapidar periódicamente su prestigio con películas de rampante mediocridad, eleva su propio listón a niveles difícilmente superables.

Partiendo de que el principal factotum del asunto concibe su participación desde la más temeraria de las autoindulgencias, ¿qué podemos esperar del resto de la tropa? Pues que el temible realizador de Max Payne (íd., 2008) vuelva a hacer gala de su infinita torpeza a la hora de filmar secuencias de acción, ya que lo único que parece importarle es que personas y vehículos desafíen arbitrariamente las leyes de la gravedad, sacrificando la labor de montaje, fotografía y planificación de cámara en aras del destrozo inane. Y si el apartado pirotécnico naufraga por pura ineptitud, el resto, mera argamasa para llegar a duras penas al metraje estándar, es siniestro total: la apelación a la inexistente relación paterno-filial como magro hilo conductor de la trama resulta irritante de por sí, pero encarnada por dos intérpretes tan poco interesados en substanciarla como el propio Willis y Jai Courtney —aspirante a actor que convierte a Sam Worthington en un prodigio de expresividad— se instala firmemente en la vergüenza ajena. Y hablando de desvergüenza, los villanos no existen ni como entes de ficción, convertidos en autómatas gesticulantes de nulo carisma y soberana estupidez que sólo saben proferir topicazos, disparar compulsivamente, o todo a la vez. Habrá quien trate de justificar esta imperdonable dejación de funciones haciendo suya la argumentación de que, a fin de cuentas, La Jungla: un buen día para morir no es más que un desprejuiciado entretenimiento 100% serie B. Asimilar este engendro desde esa óptica constituye ante todo un ultraje hacia un sistema de producción en el que la escasez presupuestaria nunca estuvo reñido con el talento, ni con el sentido del riesgo. Mejor reconocer —aunque resulte doloroso— que, con independencia del dinero que se haya gastado la Fox, nadie parece haberse tomado mínimamente en serio el hacer justicia a una saga en horas bajas, que visto lo visto debería haber finalizado con todos los honores, McClane & McTiernan mediante, allá por 1995. Más que celebración de la vigencia de Jungla de Cristal, la entrega venticinco aniversario constituye su epitafio definitivo.