Si fuera fácil

En el jardín de atrás

Nos enfrentamos a un arranque de lo más turbador, que literalmente viola el espacio privado de la pareja formada por Pete (Paul Rudd) y Debbie (Leslie Mann): en pleno fornicio bajo la ducha, sus acompasados gemidos y las siluetas de sus cuerpos tras un cristal traslúcido proponen una trasgresión a los límites de la intimidad. Ambos disfrutan de lo que parece una pasión reencontrada, hasta que él confiesa un secreto: ha tomado una Viagra. El hechizo entonces se rompe, y comienza una pequeña crisis en forma de discusión, donde esa base del matrimonio denominada confianza ha quedado fracturada, precisamente en el día del cumpleaños de ella. Al lado de su rostro, aparece un rótulo con una flecha que la señala, anunciando el título original de la película: «This is 40».

Así podríamos comenzar el relato de Si fuera fácil (This is 40, Judd Apatow, 2012), donde todo lo que se haga en esta vida para conseguir la felicidad —por muy inocente que pueda parecer, como el hecho de que tomarse un estimulador sexual para agradar a la pareja— puede acabar explotando en pleno rostro. Algo que se acentúa según se van cumpliendo años y van llegando esos hitos tan arbitrarios —los treinta, los cuarenta, etc.— que van modificando la forma de ver la vida.

Porque esta película es toda una apología de algo que, a poco que lo pensemos, es de una lógica aplastante: la felicidad no se puede programar. Cuando ello sucede, puede que nos pase como a Larry (Albert Brooks), el padre de Pete, quien buscando un hijo en la ancianidad se encuentra con unos trillizos que le demandan más tiempo, esfuerzos físicos y dinero del que él les puede dar. Lo que debería haber sido entonces una bendición se convierte en una maldición, y la felicidad se torna en desdicha a través del sacrificio. Porque programar la felicidad sale mal si ello está basado en un intercambio de renuncias y, cada vez que esto ocurre, la principal víctima es la sinceridad, pues recurrimos a la mentira para esconder nuestras pasiones más recónditas.

Esta historia no habla de nada que no nos haya pasado ya o no nos pueda pasar en el futuro, porque trata de todos nosotros. Y poco importa que se tenga o no pareja, que se posea o no un negocio —ya sea una discográfica independiente o un comercio de moda— o que haya o no de por medio hijos. Porque lo que vemos en pantalla es, al fin y al cabo, un retrato sobre las responsabilidades adquiridas, lo que pensamos sobre lo que nos rodea y las mentiras con las que enmascaramos nuestras frustraciones. Vivamos donde vivamos. Así es la globalización.

Atendiendo a nuestro pasado audiovisual, podemos comprobar cómo cada década se ha nutrido de ejemplos que reflejan las relaciones familiares y de pareja. En el cine, podríamos citar algunos ejemplos, como Secretos de un matimonio (Scener ur ett äktenskap, Ingmar Bergman, 1973) o American Beauty (íd., Sam Mendes, 1999), pasando por la televisiva Treintaytantos (Thirtysomething, Marshall Herskovitz & Edward Zwick, 1987-1991). Y es precisamente en el formato catódico donde Apatow parece haberse fijado para elaborar el peculiar paisaje que aparece en su película. Memorables y longevas series, como La hora de Bill Cosby (The Cosby Show, Bill Cosby & Michael Leeson & Ed. Weinberger, 1984-1992), Los problemas crecen (Growing Pains, Neal Marlens, 1985-1992), Matrimonio con hijos (Married with Children, Ron Leavitt & Michael G. Moye, 1987-1997) o, sobre todo, Los Simpson (The Simpsons, Matt Groening, 1989- ) —donde, como sucede con Debbie, los personajes se niegan a cumplir años—, marcaron la juventud del realizador, estableciendo en la sitcom las bases con las que desarrollar sus retratos generacionales: filtrar la amargura de otras estampas por el tamiz de la Coca-Cola, otorgando chispeante frescura al paisaje de la era digital. Al fin y al cabo, cada generación se retrata a sí misma con las fórmulas de su tiempo, dialogando con sus modelos reales en igualdad de condiciones para enunciar sus contradicciones.

Es por ello que la secuencia que funciona como bisagra del relato, allí donde el matrimonio escapa a un resort de fin de semana, enuncia su falsedad —por estar filmado como si de un publirreportaje se tratase— ante la compleja realidad cotidiana —rodada casi totalmente cámara en mano—, mucho más dolorosa, aunque también más viva en el intercambio de emociones reales. Todo se va deslizando hacia el desastre, yendo de mal en peor, hasta converger en la secuencia del jardín, donde lo que debería haber sido una celebración de cumpleaños se va dirigiendo inevitablemente hacia el estallido de las palabras retenidas y los sentimientos reprimidos, apareciendo el patio trasero que todo el mundo intenta ocultar. Donde la paradisíaca vida de los demás se desnuda en la miseria compartida. Donde las envidias se desatan y la guerra de los sexos pasa por la escultural figura de una Megan Fox como espléndido objeto de deseo. Donde las compatibilidades pasan antes por la convergencia zodiacal que por la afinidad genética. O donde la última escena de Perdidos (Lost, J.J. Abrams & Jeffrey Lieber & Damon Lindelof, 2004-2010) puede favorecer el encuentro entre unas niñas y aquel abuelo del que desconocían su existencia.

No es nada gratuito que con el argumento de la película interactúe la presencia de este memorable producto televisivo de la factoría Abrams, donde se narran las vicisitudes de un numeroso grupo humano, aislado en un entorno paradisiaco. Allí donde el espectador puede encontrar los necesarios anclajes emocionales ante la aspereza de la cotidianeidad. Una auténtica piedra de toque, que diferencia gustos contrapuestos a la vez que define a cada uno de sus consumidores: los de Sadie (Maude Apatow) —una adolescente hipertecnificada, quien se siente reconocida en unos personajes que son islas solitarias en la lucha y la incomunicación con el mundo exterior, en plena aventura del descubrimiento de la vida, improvisando para sobrevivir a una autoridad iracunda y superior— frente a los de su padre —quien prefiere la obsoleta masculinidad que emana de Mad Men (Id., Matthew Weiner, 2007-…), una fábula del pasado donde las cosas eran mucho más sencillas para los hombres—.

Precisamente por ello, lo más emocionante de esta película es que nos habla sobre la mirada desprejuiciada hacia los gustos y las pasiones. Una apología de la diversión, de la alegría y de todo aquello que nos puede hacer felices. Reivindicar con sencillez que se pueda preferir una canción de A-ha o Lady Gaga frente a aburridos cantautores, poder mirarnos al espejo mientras devoramos una magdalena rellena después de habernos machacado en el gimnasio o reencontrar nuestra juventud mientras un desconocido flirtea con nosotros. Apreciar nuestras contradicciones tal y como nos retratan, sin complejos ni milongas. Al fin y al cabo, algunas de las mejores cosas de la vida, como cantar o reír, son gratis.