El chico bueno de Obama
El presente cinematográfico de Josh Radnor (Columbus, 1974) pasa indefectiblemente por su protagonismo en la televisiva Cómo conocí a vuestra madre (How I Met Your Mother, Carter Bays & Craig Thomas, 2005-?). Existe un factor conocido como el síndrome de Skywalker —inaugurado, como no podía ser de otra manera, por Mark Hamill—, por el cual se corre el riesgo de ser recordado por un solo papel, desarrollar una carrera artística bajo unos estrictos parámetros, vivir el resto de la existencia interpretando a un mismo personaje —o siendo demandado perpetuamente para su retorno— y ser encasillado en un único género.
A pesar del natural hartazgo que pueda suponer una relación tan duradera, él parece cómodo en su papel del arquitecto Ted Mosby, ese personaje que le ha dado fama en la citada serie. Con esta imagen ha logrado crear una imagen de niño bueno: es el novio perfecto que toda madre desea para su hija, el yerno ideal para que los padres puedan dormir tranquilos, el amigo en el que uno siempre puede confiar y el jefe que cualquiera querría en su puesto de trabajo. Su mirada de cachorrito no alberga maldad y sus brazos siempre están abiertos para el consuelo. En conjunto, tipos así dan repelús.
Radnor se ha convertido en espejo y altavoz de esos treintañeros de la Costa Este, de formación universitaria, alta cualificación laboral, gran sensibilidad cultural y eterna búsqueda de estabilidad emocional. Personas que no han conseguido superar su estado adolescente, con un fuerte complejo peterpanesco, manteniendo los mismos gustos, aficiones y hábitos durante las dos últimas décadas. Seres a los que les asusta la responsabilidad, adquiriendo compromisos de corto recorrido que no impliquen un contrato del que no se puedan zafar. Tipos encantadores, ciudadanos cumplidores en sus responsabilidades fiscales, modélicos en su respeto por la ley y que se enternecen ante catástrofes humanitarias y ecológicas. Al fin y al cabo, los chicos buenos de Obama.
Una mirada superficial a su obra nos dará como resultado que él, como creador total —guionista, director y protagonista principal de sus dos películas realizadas hasta la fecha— traza un retrato personal sobre el young adult, donde las tribulaciones y la incapacidad para asumir el paso del tiempo —la transición hacia una madurez no deseada, la nostalgia por un vigor juvenil que no puede retornar, etc.— recrean a un personaje desplazado de su espacio y de su momento, negado para las relaciones sociales fluidas debido a unas expectativas exageradas con respecto a los demás. Al fin y al cabo, un ser timorato y ciertamente engreído, con un punto acosador y receloso de cualquier contacto personal que no tenga su propio consentimiento.
Pero, realizando otra lectura, podemos observar ciertos componentes generacionales, comunes a los miembros que habitan esa franja de edad comprendida entre los treinta y los cuarenta, donde el malestar social es la nota dominante. Aspectos como la imposibilidad por encontrar la felicidad y la estabilidad —económica, laboral, sentimental, etc.—, el pánico ante un futuro cada vez más incierto, la falta de aceptación de uno mismo, la melancolía hacia un mundo que se evanece —sustituido por otro más consumista, donde el mercantilismo sustituye al idealismo— o el desencanto ante las promesas de prosperidad incumplidas, ejercen una notable influencia sobre unos seres que, por motivos puramente biológicos —al ampliarse la esperanza de vida se alarga a su vez la incorporación de las distintas fases de la existencia—, se sienten confundidos y atrapados en un ciclo involutivo que no permite el tránsito hacia la tan anhelada seguridad vital. Como bien dijo Ángel Quintana, «El ciudadano americano vive en el ocaso de un modelo de ciudadanía, en el que se han roto los ideales que unían al individuo a cierta sociedad» (“¿Qué queda de la esperanza?”, Caimán Cuadernos de Cine nº 8, septiembre 2012, p. 8).
Hay, por lo tanto, una imposibilidad de ajustar la edad real con los deseos más personales, prolongando la adolescencia de manera artificial, aunque sea muy a su pesar. Y así se expresa con su última película, la ramplona y desacomplejada Amor y letras (Liberal Arts, 2012), donde su amor por el cine de Richard Linklater, la literatura clasista y los personajes desubicados dan como resultado un espectáculo que se deja ver, pues la cosa no es ningún bodrio, y Radnor se defiende delante y detrás de las cámaras con la solvencia propia del alumno atento, pero mediocre. Pues, a la postre, todo lo que cuenta resulta tan trivial e intrascendente como el que pudiera ser su propio videoblog.
El film es más una catarsis para su autor que para el espectador. Reflexionar sobre las distancias de edad —las anteriores y las posteriores— entre los distintos individuos de esta fauna urbanita, sofisticada y bastante esnob con tal grado de simpatía resulta un contrasentido cuando la propuesta busca en su recta final la pura endogamia generacional como resolución de todos los conflictos. Radnor se recrea en encontrar la felicidad en la proximidad de lo idéntico más que en lo semejante, y para ello articula un discurso a su medida. O, mejor dicho, a la medida de la imagen que su personaje da de él mismo. Porque su problema está en lo que de convencional y previsible se apunta en ese recorrido que, de principio a fin, no nos deja más remedio que amar y comprender de su Jesse Fisher: sus desencuentros con personas mayores y más jóvenes que él aíslan a su protagonista —y a nosotros con él— para crear la certidumbre de que en el gueto está la solución.