Volumen 1
Comenzar un festival tiene lo que tiene. Los desplazamientos, los reencuentros, la primera película, los primeros novillos, evitar los corrillos donde los listos nos dicen lo que todos tendremos que poner, ver cómo está el nivel del sexo opuesto a nuestro propio sexo, seleccionar la ropa y las películas, cuadrar horarios e itinerarios, buscar un punto de encuentro en el bar que más se parezca a nuestro universo, coincidir, reincidir, decidir. Atlántida Film Fest se adapta tanto a nuestras inquietudes que hace que podamos hacer todo eso desde nuestra propia casa, desplazarnos en el 150, reencontrarnos con uno mismo, no entrar en twitter hasta que no has terminado de ver la peli, racionalizar whattsaps y mensajes de facebook, ir a las pelis en pijama y bajarme a mi bar de siempre a purificarme con el As, Mourinho y Pandev. Las películas eso sí, las sorteo, para que todo tenga un orden parecido a los festivales físicos porque si no sería un sindiós poco asumible para mis rígidos esquemas. Así respeté las inauguraciones oficiales de Reygadas y Gondry y me dispuse a enfrentarme con una de Sección oficial y otra de Atlas. Malditos dados.
Post Tenebras Lux, de Carlos Reygadas
Empezamos por la que dijeron que era la película de inauguración: la controvertida y premiada cuarta cinta de un director empeñado en seguir abriéndose camino autoral aunque eso implique dejar cadáveres de críticos y cinéfilos que lo apoyaron por las cunetas. Personal y abigarrada, la nueva película de Reygadas es el misterio y sus luces y nuestras sombras, sus bombillas y sus tendidos eléctricos bajo la lluvia, entre las vacas, delante de los perros y la imaginación volátil de los momentos que nos habitan. Es distorsión y es belleza, es una acogedora cama de espinas con aguijones de abejorros sobre el colchón sin muelles ni látex, es lo que palpita en sus encías sucias, lo que se desdobla por los bordes de nuestras dudas y certezas cotidianas. Es un drama casi religioso protagonizado por el diablo y el infierno que nos rodea. Es, en definitiva, una obra hermética pero que te invita a pasar, una propuesta arriesgada y no apta, aunque conveniente, para todos los paladares que huele a tierra mojada y que no pone límite a su periplo (a)moral por una familia acomodada en un mundo incómodo. Luchas sociales, miedos atávicos, lluvia castigadora, sexo catártico y cientos de detalles inconfundibles que no nos pueden llegar a confundir: ojalá tuviéramos más autores como el mexicano aunque mi conexión con él no sea ni total ni totalmente agradable.
Your Lost Memories, de Miguel Ángel Blanca y Alejandro Marzoa
Hace unos años algunos de los chicos del grupo Manos de Topo iniciaron un proyecto original y atractivo que se planteaba devolverle recuerdos a propietarios desposeídos de ellos. Hace poco decidieron llevar esa experiencia al largometraje pero, en mi opinión, equivocando la estrategia: el salto de documental solidario y participativo a la ficción poco creíble y sentimental(oide) es abismal, forzado e inverosímil. Y eso que el punto de partida no carece de atractivo (el inventor de toda esta movida ha perdido todos sus recuerdos en un terrible accidente), ni de mordiente (la propia conciencia de la persona como creador de sí mismo). Pero el itinerario de Rubén y Ana quita verdad, verosimilitud, a la profundidad del concepto primigenio para derivarlo a cuestiones más personales que universales, para hacerlo más película y menos experimento, haciendo que su propio artefacto implosione antes de explotar. Nos quedamos con su canto de amor al Super8, con su reivindicación de la tristeza como generadora de conciencia y de recuerdos, de la maleabilidad de nuestra existencia por medio del montaje de nuestra propia película y de un acabado formal sencillo pero no exento de cierta brillantez.
The We and the I, de Michel Gondry
Mientras que películas como The We and I me sigan entusiasmando, la muerte seguirá siendo digna de aplazar, el cine digno de reivindicar y el entusiasmo digno de concebir. Gondry tras L’epine dans le coeur sigue escribiendo su gran obra en los márgenes de obras aparentemente menores, sigue utilizando caligrafía de maestro para emborronar cuartillas populares, registros sencillos para eliminar la simpleza. Porque The We and I es un nuevo canto a su concepción de narratividad, marcando las reglas del juego, no perdonándose ni una, burlándose a sí mismo para ser honesto con el espectador. Como un Spike Lee moderado, como un De Niro ecuánime, esta historia del Bronx es un ejercicio sobre el cable, un filme adulto que utiliza un lenguaje juvenil y callejero para huir de lo discursivo estableciendo paradójicamente un discurso sobre la vida, el amor, la identidad, nuestro lugar en el mundo (o en el autobús) y la muerte. Fresca, espontánea, (des)medida, inteligente, libre y muy divertida, Gondry consigue mostrarnos nuevamente lo que es un barrio (tras la cada vez más reivindicable Be Kind Rewind) como solamente él lo hace. Una película humilde y sin embargo (o quizá por eso) majestuosa.
Perfect Sense, de David McKenzie
Mientras que películas como Perfect Sense me sigan mosqueando, la vida seguirá siendo digna de vivir, el cine digno de digerir y la crítica digna de compartir. Porque la película dirigida por el habitualmente mediocre David McKenzie (Young Adam, Rock’n love) es un paso en firme en la carrera de este; bajo el amparo de Von Trier, el británico ha dejado libre al poeta que lleva dentro y nos ha premiado con una obra presuntuosa, esteticista y vacua que convierte cada plano en una empalagosa y redicha pincelada empachada de productos tóxicos, vertidos en ese tipo de “cine de calidad” que suele mirar por encima del hombro al espectador. La prueba de fuego en estas películas siempre son la caracterización de los personajes. En este caso, dos gilipollas con problemas senti/mentales cuyo único interés reside en que nos subrayan que son interesantes (como por ejemplo en Melancholia) y que se suponen que su ser y su hacer son metáforas de algo interpretable y muy profundo. En la realidad, una epatante intentona de ciencia-ficción apocalíptica, pagada de sí misma, escrita con la palabra y con la imagen grandilocuente (la escena del mercado como ejemplo) y con un ansia de inmortalidad que dan ganas de que su argumento se convierta en verdad, que se acabe ya de una vez este puto mundo y podamos morir tranquilos y librados por siempre de imposturas.