El buril melancólico

Mi relación personal con el cine silente resulta contradictoria. Por una parte, fascinación; por la otra, angustia. Fascinación al contemplar la vigencia de un arte moderno, sofisticado, complejo y poderoso, que comparte ciertos elementos con el cine sonoro, es decir, el cine por todos conocidos, el del presente; pero a su vez, es autónomo, diferente. Reglado de una manera particular.

Suelo compararlo con el arte medieval. Los dos necesitan una descodificación previa, o un reajuste de la apreciación, para aceptar plenamente su bidimensionalidad, su ausencia, que no carencia, de perspectiva y profundidad.

La angustia proviene de otra ausencia, no la del sonido, sino la del silencio. No encontrar representado el silencio puede causar un efecto perturbador, claustrofóbico incluso, lo cual, en parte, amplifica la sensación de fascinación de un modo tortuoso, similar a una cámara de privación sensorial. Las pinturas rupestres o los símbolos de los aborígenes australianos realizados en las cavidades más profundas cumplían y cumplen el mismo objetivo: la combinación de símbolos y el aislamiento manipulan la realidad tanto exterior como interior, induciendo a estados alucinados de la mente. Son un proceso esotérico. Religioso de alguna manera.

El espectador del cine silente necesita recordar un lenguaje olvidado. Cada gesto y elemento dramático-narrativo es una letra de un alfabeto diferente al que usamos y vemos cada día en nuestras pantallas sonoras. Para reinterpretarlo recurrimos al atavismo, un instinto que roe dentro de la calavera, al fondo de la memoria, y que se pone en funcionamiento cuando nos encontramos delante de una pantalla silenciosa, no muda, no hermética, sino de comunicación atávica. Si el cine tiene algo (mucho) de taumaturgia, el cine silente es esotérico en su forma más pura: coloca a su espectador en un estado diferente al natural, en una alter-realidad perceptiva que le conecta a un lenguaje largo tiempo olvidado, y por ello, nuevo a la vez que antiguo.

O eterno. Quizás por eso en tiempos convulsos, líquidos y fragmentados se siente la necesidad inexplicable de volver a la matriz, a ese agujero oscuro que proporciona visiones privadas.

Los nuevos tradicionalistas

«No podemos, hoy en día, rehacer o copiar el pasado, América, Hollywood, pero sí que podemos establecer un diálogo con lo que ha desaparecido. Volver sobre un aspecto que el cine ha perdido un poco, quizá su paraíso, esta especie de inocencia, de credulidad que tenía el espectador en los primeros tiempos del cine». 

Así explicaba su Tabú, folletinesco, melancólico y naif, Manuel Gomes en Cahiers du Cinéma. ¿Pero sirve esto solamente para encontrar explicación a una suerte de corriente que bien podía llamarse en terminología musical nuevo tradicionalismo o bien inventar algún resultón neologismo como retromoderno o neoprimitivista?

En parte sí. Aunque no todas estas películas tienen las mismas intenciones y ni siquiera todas remitan explícitamente al cine silente, que no mudo. Son cine doblándose sobre sí mismo, buscando tocar una forma de expresión en trámite de desaparecer, intentando encapsularla para que no se olvide para siempre jamás. Tabú, Blancanieves (Pablo Berger, 2012), con su mixtura de negrorealismo grotesco y surrealismo goyesco, o incluso, por qué no, The Artist (íd., Michel Hazanavicius, 2011) son las piezas más obvias por cuanto recurren de manera frontal a la evocación del silente, si bien desde parámetros muy distintos. 

Pero también Holy Motors (íd. Leos Carax, 2012) o El caballo de Turín (A Torinói ló. Béla Tarr & Ágnes Hranitzky, 2011) y a modo casi de pionero la práctica totalidad de la carrera de Aki Kaurismäki incluido El Havre (Le Havre. 2011), lo hacen aunque no lo parezca. Acudir al silente, trabajar sobre ese alfabeto misterioso no se limita a los rasgos más superficiales —la ausencia de sonido y silencio, el blanco y negro, la mímica de los actores…— sino que tiene que ver con una continuidad narrativa, estética y expresiva.

Este grupo de películas, todas éxitos a su manera, incluso con niveles de fenómeno (o de moda) hablan de otra cosa. Lo hacen en voz baja, pero se oye si atiendes: hablan de cambio o más directamente de rebelión y resistencia contra el cambio. Son brindis al sol, tienen la belleza del anacronismo, de lo alienígena. Son las manifestaciones de una reacción, que reclama esa inocencia de la que habla Gomes, contra la sustitución cultural en marcha.

Ha habido películas en clave silente antes, homenajes a maestros primitivos, reciclajes, guiños… pero esto es otra cosa. Concentrados en un año, como atraídos por un magnetismo, un puñado de cineastas diversos se acercan a los límites de fricción entre el silente y el sonoro; al momento de la primera gran división en las edades del cine. De la Edad de Oro muda que alcanzó su pico de expresión entre el 27 y el 29, a la Edad de Plata del sonoro. Más larga, convulsa y sinuosa, llena de -ismos y vericuetos post.

Todos estos directores, obsesionados con interrogar al lenguaje del cine, no se han puesto a hacer westerns, ni siquiera ese género alucinado por definición que es el musical, aunque en algunos de su trabajos quepa lo musical; se han puesto a rodar en clave silente. Quizás ni siquiera sepan racionalizar el por qué lo han hecho, por qué en este momento. Pero seguro que todos tenían la necesidad de ello. Un fenómeno de sincronicidad.

No les ha hecho falta racionalizarlo. Es una reacción natural, como buscar un refugio o guarecerse de un golpe.

La tercera edad

El sonoro se desarrolló a partir de un lenguaje que no le era completamente propio y tuvo que simplificar la compleja y elaborada sintaxis de símbolos y metáforas a través de la cual el silente había alcanzado su plena madurez como sistema de comunicación. No hay una continuidad, sino un proceso de sustitución: una cultura más adaptada al nuevo medio ocupa progresivamente el lugar de la otra. El cambio de paradigma del silente al sonoro fue un crudo hecho antropológico.

Por eso no se puede hablar de cine primitivo en referencia al silente, aunque sí exista un cine primitivo silente que hay que buscar a principios del XIX. Este cine es una cultura autónoma que cumple su desarrollo hasta que es sustituido. Entonces durante un breve lapso de tiempo vuelve a haber un cine primitivo, sonoro en este caso, que va refinando un lenguaje propio. Primero usa todavía rudimentos del anterior y después crea todo un sistema adecuado a sus necesidades y las de su tiempo. Algo conseguido gracias a los avances técnicos —la ligereza y sensibilidad de los equipos— y la creatividad artística.

La cultura silente alcanza su horizonte de desarrollo al filo de los años 30, pero es superada por otra que, partiendo de un tronco común, resulta más adaptada al medio (esto es, más atractiva para el consumidor y en consecuencia para la industria). De esta manera, el cambio de paradigma en el cine no resulta especialmente distinto de otros tantos cambios históricos. Una herramienta nueva marca el ocaso de una cultura a favor de la emergencia de otra. Y así.

En nuestro presente fluido, los cambios de las pantallas determinan los cambios en el consumo, en la difusión/comercialización y en la serialización misma del material, acercándonos tanto a la multiplicidad de soportes/emisores/visores como a la galvanización de medios/lenguajes. El cine hibrida videojuegos, cómics y series de televisión, y a su vez estos se aparean en la búsqueda de una hiperlengua común.

Pero se está dando otro cambio más profundo, que es la verdadera sustitución cultural contra la cual este nuevo tradicionalismo se rebela igual que durante el paso del silente al sonoro se revelaron distintos cineastas que pretendieron mantener las formas de un arte en extinción. Es algo más allá del uso de los sistemas digitales de filmación. No son obras antitecnológicas como pueden ser The Master (íd. Paul Thomas Anderson, 2012) y sus 70 mm. o las obras de Quentin Tarantino, en realidad algunas de estas películas están rodadas en digital, lo cual les permite reproducir texturas particulares. Su rechazo es de otra índole, es una rebelión contra el lenguaje.

Estos cineastas, del pasado y del presente, se refugian en el mismo cine, pliegan sus universos personales y posibilitan a sus películas ser leídas como manifestaciones y avisos del cambio imparable. No se trata de ser apocalíptico, el cine no se muere, solo en está en reconversión. Otra vez.

Realfabetización

Hemos alcanzado otro horizonte evolutivo, hay otra cultura más preparada, con un buril mejor. El segundo gran cambio de paradigma es la instauración progresiva de la imagen digital. Esta, al igual que el sonoro, no solo cambia la técnica de filmación, sino que la potencial infinitud de las posibilidades de manipulación de la imagen demandan, ya, un cambio en la forma de narrar que pasa, como impuso la llegada del sonoro, por reaprender, adaptar o directamente crear las herramientas necesarias para ello. 

El empleo del sonido supuso economizar planos, ofrecer una mayor continuidad narrativa —se eliminan los intertítulos, no hacía falta un plano para explicar un sonido y otro para su reacción…— que demandaba cambiar el ritmo del montaje y sus significados; manipular al completo y renovar todo un entramado simbólico: alfabetizar de nuevo el cine.

La imagen digital proporciona un simulacro de realidad superior y a la vez unas capacidades para alterar esa misma realidad, infinitas. El cine digital prácticamente puede tocarse con las manos, es maleable e hiperreal, aunque todavía primitivo, como el de los inicios del sonoro y necesita aun los ideogramas, los símbolos, la sintaxis y las construcciones gramaticales de este.

Poco a poco las disolverá en una lengua nueva, esto reinventará la continuidad en el cine a través de un montaje distinto, adaptado, y una planificación específica que de acuerdo a este proceso de sustitución cultural, creará sus propias unidades sintácticas, su propio sistema de comunicación y representación simbólica. 

Cuando esto termine por ser somatizado de forma definitiva por el aparato industrial —tal y como sucedió con el sonoro— asistiremos entonces a una tercera edad del cine que hará parecer al sonoro, mudo (esto sí es un poco apocalíptico). En realidad estamos asistiendo a ello, lo que sucede es que mientras la aparición del sonoro fue un tajo radical la de lo digital es como una lenta inundación, con signos inequívocos como las nuevas relaciones con las pantallas.

Es uno de los aspectos más interesantes de The Artist, por ejemplo, la cual es muy explícita en estos términos, al situarse en el momento justo de la sustitución de una cultura por otra, metaforizando así el proceso en marcha del presente. La película de Michel Hazanavicius resulta una exposición lúcida, realizada desde un planteamiento comercial, que coloca un espejo donde los tiempos históricos rebotan y se reflejan, creando un intrincado panel de significados, quizás autónomos con respecto a las intenciones mucho más mundanas del invento aunque no por ello dejan de estar presentes, listos para ser leídos e interpretados como si de profecías de un cine del pasado futuro se tratasen.