Si fuera fácil

El sexto episodio de la primera temporada de Girls (2012- ), escrito al alimón por Lena Dunham y Judd Apatow, contenía una divertida secuencia en la que los padres de la protagonista se entregaban al desenfreno carnal bajo la alcachofa de la ducha mientras ella regresaba de una cita que también había terminado en un improvisado encuentro sexual no del todo satisfactorio. Las acrobacias acuáticas de los cincuentones que jugaban a ser los jóvenes que jamás volverían a ser tenían un colofón incluso más humillante, como si los guionistas estuvieran especialmente interesados en subrayar el patetismo del des(bar)ajuste entre ambas generaciones y la patente imposibilidad del intercambio de roles desde una posición entre cínica y moralizante. La cuarta película de Apatow director, tras la descompensada pero lúcida Hazme reír (Funny people. 2009), se abre con una secuencia bastante similar, esta vez protagonizada por una pareja en crisis de mediana edad, la formada por Paul Rudd y Leslie Mann, también esposa del guionista y realizador, padres en la ficción de unas niñas que también son las hijas reales del matrimonio Mann/Apatow. El título original no deja lugar a dudas: This is 40. Por contra, su libre traducción al español es más ambigua y desganada, aunque no menos esclarecedora: Si fuera fácil es, efectivamente, una película difícil. Tanto para su autor como para el espectador afín a su cine, y no menos para aquél que llega virgen y despistado al encuentro con su particular rosario de obsesiones.

El planteamiento es en principio atractivo, no tanto por las posibilidades de una trama que gira varias veces sobre sí misma sin pretender llegar a ninguna parte diferente al punto de partida —algo que ya pasaba en dos producciones de Apatow superiores a ésta, Sácame del paraíso (Wanderlust. Wain, 2012) y Eternamente comprometidos (The five-year engagement. Stoller, 2012)—, sino por lo que tiene de exhibición confesional e impúdica, como si el director de Lío embarazoso (Knocked-up, 2007) quisiera convertirse en una suerte de improbable cruce entre James L. Brooks, Paul Mazursky y Ramón Boldú. Quizá para comprender sus verdaderas intenciones sea necesario rescatar otras dos secuencias que me parecen clave en su filmografía reciente como productor y director. La primera de ellas es bastante grotesca y ejemplifica someramente las debilidades de su discurso: Adam Sandler, en la segunda mitad de Hazme reír, juguetea con su móvil incapaz de prestar atención a una representación de la obra Cats ejecutada por la hija del amor de su vida, encarnada de nuevo por la verdadera hija del cineasta. Por otro lado, en Todo sobre mi desmadre (Get Him to the Greek. Stoller, 2010)  tiene lugar un intento de trío entre la pareja protagonista y el personaje interpretado por Russell Brand que sólo busca provocar un cómico bochorno entre el público. No deja de ser curioso que la cabeza visible de un generación que incluye a talentos  tan heterodoxos, y heterógenos, como Seth Rogen, David Wain, Will Ferrell o la propia Dunham muestre tanto empeño en salvaguardar los valores de la familia y la relación romántica, mientras condena el peterpanismo de sus personajes, abominando de una sexualidad libre que en sus películas, aunque se emplee como catarsis o tangencial elemento humorístico, es presentada obstinadamente de un forma ridícula y vergonzante. Quizá la humillación sexual haya acabado por convertirse en una constante básica del sello Apatow, aunque de una manera bien diferente a como se presenta en las películas de Ben Stiller, esto es, no tanto como declinación de la decadencia de lo masculino, sino directamente relacionada con el complejo de culpa de la clase media.

Si fuera fácil ahonda en muchos de estos apuntes, pero quizá de una forma excesivamente dispersa y con un punto de cobardía, que en este caso sería más correcto definir como autocensura. Esto la convierte en una película mucho menos extrema y por tanto bastante menos interesante que Hazme reír. Una de las conclusiones que podemos sacar en claro tras su visionado, dicha en boca de uno de sus secundarios —a menos cargas, menos problemas— podría interpretarse como el primer viso de autocrítica dentro del universo personal de su autor, sino fuera porque una cierta condescendencia global y las concesiones del happy end difuminan todavía más el mensaje. Con todo, sería injusto minusvalorar las abundantes virtudes de la peripecia: una pareja protagonista con química y carisma a prueba de bombas, y un buen puñado de secundarios de apariciones sabiamente dosificadas (mención especial a ese terremoto escénico llamado Melissa McCarthy), amén de unas cuantas escenas excelentemente dialogadas y una encomiable elegancia expositiva. Hay que agradecer, además, el empeño por evitar lugares comunes —no hay asomo de tentación de infidelidad, como ocurre en tantas películas de similar planteamiento—, y el bonus de un par de hallazgos brillantes, como ese running gag a costa del capítulo final de Perdidos.

Lástima que con semejante inventario de alicientes, esta oda a la resignación frente al adocenamiento marcado por el paso del tiempo termine por contagiarse de una apatía demasiado parecida a la de sus protagonistas, situando el resultado final más cerca de Ahora los padres son ellos (Little Fockers. Weitz, 2010) que de El nadador (The Swimmer. Perry, 1968).