Siete psicópatas

Un buen día para morir

En Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), el atribulado escritor interpretado por John Turturro sufre un severo síndrome de la página en blanco. Fink, alter ego del dramaturgo y guionista Clifford Odets, se pierde en el laberinto de su imaginación mientras su angustiosa deriva va adquiriendo una atmósfera a cada secuencia más surreal y opresiva. En Adaptation (El ladrón de orquídeas, Spike Jonze, 2002), Nicolas Cage se mete en la piel del obsesivo guionista Charlie Kaufman —auténtico guionista de la película—, embarcado en la escritura de la adaptación al cine de un libro inadaptable, mientras se suceden con intenciones cómicas las fricciones entre realidad y ficción. En Trans-Europ-Expres (Alain Robbe-Grillet, 1966), el escritor y director Alain Robbe-Grillet se sube a bordo de un tren con su mujer y un productor de cine, que sugiere hacer una película usando el trayecto como el escenario perfecto para el guion de un polar. Mientras viajan, los tres elaboran distintas versiones posibles de la historia, jugando con personas y lugares reales en sucesivas piruetas narrativas.

Siete psicópatas, la segunda incursión en el cine del dramaturgo irlandés Martin McDonagh tras Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008), comparte el espíritu juguetón y autorreferencial de las películas mencionadas, pero intenta ir más allá, darle la vuelta al guion como si fuese un guante para que el espectador pueda ver las costuras. McDonagh engarza a gran velocidad y sin solución de continuidad pequeñas historias, flashbacks y digresiones varias a lo largo del metraje y no se priva incluso de un epílogo con los títulos de crédito ya en marcha. Es como si el lienzo de la película se le hubiera quedado corto, desbordado por un enjambre de ideas y soluciones distintas para una misma historia. O, mejor dicho, una «historia de historias», una matrioshka en la que no necesariamente la muñeca más grande contiene a las más pequeñas. McDonagh parece haber decidido incluir todos los diálogos agudos, todas las muertes violentas, todas las situaciones delirantes que se le han ocurrido… y el extraño conjunto acaba por abrumar.

Ya lo dice Hans, el personaje interpretado con escalofriante seriedad por Christopher Walken, después de una de las secuencias más locas de Siete psicópatas, el tiroteo en el cementerio ideado por Billy (Sam Rockwell): “Me gusta. Tiene muchas capas”. Y la superposición de esas capas, el incesante juego al que nos somete McDonagh, puede ser muy divertido a veces, sobre todo cuando tira de humor negro y rompe convenciones, pero a la larga acaba cansando. McDonagh dispara mucho y muy bien, pero es imposible que todas las balas acierten en el centro de la diana. Por un lado, hace gala de su espíritu lúdico en momentos como el plano secuencia de apertura, con ese diálogo tan Pulp Fiction, tan Vincent/Jules, o esa idea de hacer un cásting de asesinos en serie, con la aparición de Zacharia, interpretado nada menos que por Tom Waits. Pero por otro lado, se deja llevar por la autocomplacencia, y el tono disparatado de la película en más de una ocasión se convierte en un “vale todo” de alumno aventajado y algo repelente, una sucesión de fuegos artificiales con escaso poso narrativo.

Cuando se habla del cine de McDonagh, irremediablemente, surgen los nombres de Quentin Tarantino y Guy Ritchie. Pero quizá haya que remontarse mucho más allá y no dejarse llevar por las analogías más evidentes, porque el verdadero espíritu de sus narraciones —no hay que olvidar que es dramaturgo— está en Beckett, Ionesco y Pirandello. O lo que es lo mismo, hace suyos el nihilismo, el absurdo y el discurso metalingüístico de estos tres genios del teatro. Escondidos en Brujas tenía mucho de narración autoconsciente y socarrona sobre el género negro. Si los dos primeros actos de la película se basaban en el diálogo y los tiempos muertos, en el tercer y definitivo acto toda la violencia y acción contenidas explotaban por los aires con la presencia de Ralph Fiennes. En última instancia, Escondidos en Brujas hablaba de la amistad entre Ray y Ken, dos asesinos a sueldo, de sus traiciones y lealtades, de cómo salvarse el culo mutuamente incluso poniendo en riesgo la propia vida. Y de ella trascendía, bajo su apariencia de comedia, una lacerante melancolía, una lánguida tristeza.

Siete psicópatas, bajo toda la parafernalia metalingüistica, los diálogos como estrellas ninja y los demenciales tiroteos, es una película sobre la amistad con un cierto aroma a tragedia. Porque el alcohólico Martin necesita la ayuda de Billy y Hans para completar su historia. Y ellos se entregan a la causa hasta las últimas consecuencias, incluida la muerte. Hans renuncia a vengarse y Billy se carga a quien se le ponga por delante, ya sea para inspirar a su amigo o por propio disfrute. Mientras todo sucede a su alrededor, Martin parece un observador imparcial, un tipo apocado que se limita a registrar lo que ocurre y que, en la mayoría de los casos, no toma iniciativa alguna. Al final sobrevive y acaba la película a costa de sus dos amigos, lo que sugiere que quizá sea necesario traicionar a quienes te rodean para triunfar en Hollywood. O todo lo contrario, porque es tal la acumulación de guiños y referencias que termina por no quedar claro si McDonagh critica la banalización de la violencia en el cine o si, simplemente, la utiliza con fines cómicos. Da la impresión de que juega todas las cartas, previamente marcadas, y que no se decide a ahondar en esas ideas, sino que las deja caer. Frases como «en una película de Hollywood se puede matar a las mujeres pero no a los animales», o la explosión literal de la cabeza de Woody Harrelson, son dos buenos ejemplos de cómo el director no termina de posicionarse. Quizá lo mejor, el culmen del absurdo, llegue en ese oscura coda incrustada en los créditos finales. Zacharia, acompañado por su inseparable conejo, le recuerda por teléfono a Marty que no ha cumplido con su parte del trato y le amenaza: “Iré a matarte el martes”. Y el guionista contesta: “Sí, me viene bien. El martes no tengo nada que hacer”.