Spring Breakers

En un capítulo de South Park, una decadente Britney Spears se convierte en víctima propiciatoria para una sociedad que crea adorables mitos femeninos adolescentes, los hunde y disfruta de su degeneración, y después los sacrifica en público. Un rito antropológico que se repetía una y otra vez: los guionistas apuntaron a Miley Cyrus como la siguiente; no erraron, como vamos comprobando. Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) parecería querer retomar este esquema con la disneyana Selena Gomez, pero el propio argumento de la película lo niega. Vanessa Hudgens podría haber jugado el mismo papel, pero ya perdió la inocencia en público hace años, mientras que Ashley Benson o Rachel Korine podrían haber sido intercambiables con cualquier otra. Lo que caracteriza a las cuatro son sus caras achatadas de muñeca chochona, sus cuerpos bajitos y almohadillados, siguiendo el modelo de las Sugababes, de las actrices de la película de las Bratz o, sobre todo, de esas inquietantes misses infantiles de la América profunda. Así, Harmony Korine está escogiendo a unas niñas para despojarlas de su pureza ante nuestros ojos. Sin embargo, no hay pureza que desnudar: todos, incluso sus padres, sabemos ya lo que hacen cuando no hay cámaras; y Korine tampoco pretende sacrificarlas, porque no hay una entidad sobrenatural a la que contentar ni pecados que expiar. Sencillamente, no hay nada. Por eso Korine no tiene ninguna intención.


Es muy complicado tratar con el cine de Korine sin moralismos, porque es en ese terreno en el que juega. Sus películas no tendrían sentido si no tuvieran en cuenta que sus espectadores manejan criterios morales. Su estética repetitiva y aleatoria es la traducción a imágenes de una intensamente cínica visión del mundo, por lo que dependerá de en qué medida se comparta ese cinismo a la hora de juzgar sus obras. O se acepta el nihilismo o el cine de Korine es inaceptable. En este aspecto, que casi es el único, Spring Breakers es idéntica a todas sus anteriores películas porque parte de la misma idea y no sale de ella. Una idea que es ninguna idea. Una estética muy marcada pero que, paradójicamente, transmite la sensación de que toda estética es irrelevante. Spring Breakers es un batiburrillo de MTV, videoclips (ya no son la misma cosa) y porno digital. Una mezcla de lo más aparente, pero que no deja de ser lo mismo que ha hecho en sus anteriores películas, al tomar recursos de otros estilos en boga en ese momento. La frecuente disociación entre imagen y diálogo o lo plano de su montaje no pretenden subvertir ninguna narrativa, sino que son una pura transposición a una unidad de larga duración de otros formatos que están pululando por ahí afuera. Con esa apropiación de sus recursos viene también la de su imaginario. Ese imaginario es inseparable de esa estética, porque es esa estética. El mundo de los shorts y los bikinis, las fundas de lujo para los dientes, las cervezas derramadas sobre cuerpos femeninos, lo hipster confundido con lo hortera, existe sólo en una forma y simplemente porque se presenta de un determinado modo, al que nos hemos ido acostumbrando de tanto verlo. Una cerveza vertida sobre una universitaria borracha sólo puede ser filmada de dos o tres maneras; si uno se sale de ellas, ya está mostrando otra cosa distinta. Lo mismo sucede con una macrofiesta en una piscina a mediodía, o con una cara triste reflejada en la ventana del autobús que lleva de vuelta a casa. Son planos que son como son, no se pueden cambiar si se quiere que sigan siendo lo que se pretende representar. Por eso, la película de Korine es incapaz de ser una sátira o un comentario sobre lo que filma, porque se sitúa en el mismo nivel. Entonces, ¿para qué realizar una película entera con cosas que podemos encontrar en YouTube o en las fotos con filtros compartidas en las redes sociales? Además, internet se nos hace más interesante porque lo que vemos son personas reales, una sensación ante la que reaparece la (cada vez más acuciante) problemática actual sobre la pérdida de potencia de la ficción. Ese ver en internet vídeos que desconocidos suben de sus fiestas es intercambiable con ir a una de estas macrofiestas, iguales en todo el mundo occidental (Ibiza…), o con sentarse en el sofá con unos amigos y un six-pack a reírse de/con la gente que sale en el Ola-ola de Cuatro, o con pillar furtivamente lo que estén poniendo de Jersey Shore. O, ya más cerca de la ficción, también es intercambiable con videoclips como los de Girls, Dënver o incluso Die Antwoord, así como con el porno californiano. La diferencia es de grado, y está en lo que uno considere de buen o mal gusto, vulgar o elegante. Los gestos, actitudes, arquetipos, situaciones, deseos… de la realidad se inspiran en los de la ficción, ya tan entrelazados con ella que no se sabe qué puedan tener de sincero y humano y qué de mera reproducción de patrones difundidos por la industria cultural. Sin embargo, aunque Spring Breakers recoge todo eso y lo suelta en pantalla según le va saliendo,  hay una diferencia: no es real. Carece de la garrula y entrañable espontaneidad que hay en YouTube, en los realities de fiestas o en las mismas fiestas; no tiene la pasión ni la sensación de comunidad que suele acompañar a los videoclips; y, por supuesto, los cuerpos (y las cabezas) de sus protagonistas no sufren tanto como los de los «intérpretes» o espectadores del porno. Así, Spring Breakers es un sucedáneo de una mixtura cultural, que en origen es heterogénea pero que posee cierta unidad gracias a su interrelación. Pero no tiene nada que hacer ante el original, al situarse Korine en el terreno de la estricta ficción. Sus modelos son personas alienadas, con una vida estereotipada y automatizada y de hedonismo irreflexivo, de acuerdo; pero en última instancia son personas antes que personajes. Por contra, lo que él ofrece es una mentira, tan autoconsciente que ni siquiera le importa ser una mentira.

¿Qué le importa a Korine? ¿Para qué entonces hacer Spring Breakers? Difícilmente escandalizará a nadie porque lo que muestra lo podemos ver ya cada día y, si su objetivo es provocar, significa que él entiende que lo que cuenta es motivo de escándalo, lo que haría intuir un subyacente puritanismo, del que su amoralidad sería sólo una pataleta. Una pataleta como la de las chicas (reales) que se van de Spring Break para liberarse unos días del ahogo de su aburrida vida. Tampoco parece que se busque un estudio sociológico de tipos, ni que sea sin más una gamberra fantasía sexual heterosexual como prometían los carteles y los trailers. Ambas posibilidades se abren en el pequeño videoclip inicial, y destellan en algunos momentos en los que Korine se deja llevar, si bien se van negando progresivamente al entrar en terrenos más oscuros y por el uso de elipsis antieróticas. ¿Para qué entonces hacer Spring Breakers? Quizá, en el fondo, verdaderamente para enseñar cacha de jovencitas a las que todo americano (y americanizado: todos nosotros) de bien desea. Pero no. Hay algo. Hay la nada. No es un bonito globo lleno de aire, utilizando esa recurrente metáfora de crítico mainstream. Es, como mucho, un globo. Sin más. Korine, como en sus otras películas, no juzga a sus personajes; pero tampoco se limita a mostrarlos. Lo que hace siempre es montar un largometraje con desgana y aun desprecio. No se cree mejor (ni peor) que lo que filma, porque no cree en esas categorías de bueno o malo. Es la actitud ideológica característica del skater que fue, aparentemente de vuelta de todo pero con una trágica necesidad de llamar la atención. Todo se sitúa en un mismo tiempo presente y sin futuro ni pasado, la acción no tiene desarrollo, el estilo chillón no tiene estilo, no hay distancia, no hay proximidad. Cada una de sus películas da la impresión de ser la de alguien que detesta la vida, de ser la obra de alguien que podría llegar a matarse antes siquiera de que dé tiempo a que se estrene, pero que ha decidido hacer una película para llamar la atención sobre su situación personal con la esperanza de que alguien le impida suicidarse. Cualquiera de sus obras da la impresión de haber sido hecha por hacer algo, con un cinismo y una actitud de quemar experiencias idéntica a la que retrata. Se juzgue como se juzgue (incluso absteniéndose de juzgar) a los personajes de Spring Breakers y a sus modelos reales, no se puede obviar que Korine merece el mismo juicio como creador. No es un comentario cultural, sino que es exactamente el mismo tipo de cultura que filma, producida por el mismo tipo de sociedad que filma, en el mismo contexto en el que estamos nosotros.