Alejandro Jodorowsky

Cuando el topo encontró al ratón

Abordar el estudio de la dimensión artística de alguien como Alejandro Jodorowsky resulta una tarea fascinante. A través de la anécdota podemos comprender la trascendencia de su figura en la Historia, estableciendo un verdadero paradigma: si introducimos su nombre en el buscador de cualquier biblioteca, el apabullante resultado en número de obras no será tan sorprendente como el hecho de encontrar referencias suyas en todas y cada una de las secciones. Novelas, cómics, obras de teatro, poemarios, ensayos —a su vez, en distintas subsecciones—, películas y bandas sonoras, además de libros de otros autores, que abordan el estudio tanto de su vida como de su obra.

Esta capacidad multifacética da pie a pensar en este hombre como en un Leonardo de nuestros días. «No afirma ser mejor que ellos [Dalí, Buñuel, Bretón], no osa establecer criterios cualitativos, pero es bien cierto que la naturaleza le ha dotado de una facultad única o sumamente rara, insólita: la de poseer una imaginación al cubo, superior a lo normal, una imaginación que va de dentro hacia afuera, nunca a la inversa, y que está irremediablemente condenada a materializarse en las diversas formas de expresión artística, algunas inéditas hasta la aparición de su persona» (p. 88). Una personalidad fascinante y fascinadora, capaz de generar un aura mística, lo que ha llevado en innumerables ocasiones a tacharle de gurú, chamán, charlatán o, simplemente, embaucador. Términos todos ellos derivados del desprecio que provoca el desconocimiento hacia su obra.

Por eso, emprender el estudio de la faceta cinematográfica de Jodorowsky es algo que va más allá de su relación con este medio artístico e industrial. Como recogía el propio Diego Moldes en su “Prólogo inédito a un libro sí editado” —aparecido en esta misma publicación y que reproduce varias entrevistas con el cineasta, incluidas en su monografía editada por Cátedra a modo de apéndices (pp. 454-461)—, para Jodorowsky todo en la vida es un ente unitario, tomando consciencia a través de la inconsciencia —la memoria intuitiva y sensible— y de la trascendencia —la memoria genealógica y espiritual—. Por ello, Diego Moldes se encarga de rastrear en los aspectos vitales de Jodorowsky, recorriendo una longeva y fascinante existencia a través de múltiples escenarios —de su Chile natal a su Francia de adopción, pasando por México, Estados Unidos o la India, lo que da idea de la transnacionalidad , cosmopolitismo y universalismo de este artista— y en compañía de las personalidades artísticas e intelectuales más destacables del siglo XX —sólo hace falta leer el capítulo titulado “Cronología” (pp. 87-106) para darse cuenta de la magnitud de este personaje, de la gran cantidad de gente importante con la que trató (y que trataron con él, en una reciprocidad de respeto y admiración difícil de encontrar): Eric Fromm, Marcel Marceau, Fernando Arrabal, Roland Topor, André Breton, Pablo Neruda, Salvador Dalí, Federico Fellini, etc.—. Todo ello traza un viaje revelador sobre la impronta con la que ha marcado —con tinta indeleble— el desarrollo artístico y espiritual en el mundo desde mediados del siglo pasado, estableciendo un legado imposible de obviar, convirtiendo a todo aquel que se acerque a su obra en una suerte de discípulo.

Un cine libérrimo

Entre las páginas 25 y 29 de su obra, Diego Moldes disecciona las características del cine de Jodorowsky, resultando ser un decálogo tan preciso, amplio y certero que, por sí mismo, debería justificar la lectura de este estudio. En estas páginas, encontramos aspectos maravillosos, visionarios y particulares, difíciles de admirar en otros cineastas, pero que llevan al lector —y, por ende, al espectador— hacia una leve confusión, pues de ellas se desprende, más que ambigüedad, una profunda contradicción entre determinados términos. Así, «la acumulación y profusión de términos antitéticos […] produce en el visionado de su cine esa constante sensación de confusión, de caos, que podríamos considerar como una de las claves de su originalidad en tanto que estética cinematográfica» (p. 60).

Sin embargo, este aspecto no es ninguna crítica negativa hacia la obra de Jodorowsky. Más bien, resulta ser la constatación de algo premeditado por el realizador, quien siempre ha destacado el valor que existe en el encuentro entre opuestos, resultando de ello una ambivalencia beneficiosa para la expansión de la mente. «[Lo] aparentemente confuso, inconexo o dislocado, es en el fondo un plan artístico perfectamente trazado en el que el artista cultiva su arte y siembra semillas en su inconsciente que luego germinan como símbolos en sus fotogramas, mediante una suerte de sincretismo simbólico cinematográfico» (p. 84).

Una discrepancia entre conceptos que ha tomado de su propia vida, repleta de aparentes paradojas, pero que no hacen sino confirmar su apuesta por una vía divergente del pensamiento racionalista, actualizando en su cine el pensamiento barroco cartesiano y calderoniano: «No existe absolutamente nada a lo que se le pueda llamar realidad concreta. Eso es mentira. No existe la realidad. Todo lo que nos rodea ahora habrá desaparecido en un plazo de cincuenta años. Por tanto, lo que nos rodea no es más que una ilusión, es como un sueño, porque está mutando constantemente, en cada segundo. Y lo que algunos llaman realidad concreta tiene los mismos principios de construcción que los sueños. No existe diferencia alguna entre los sueños y la realidad. ¿Cuándo es que realmente salimos de un estado de ilusión y de sueño? Realmente nunca salimos de los sueños, y es ese estado el que pretendo mostrar en mis películas, incluso en las peores» («Alejandro Jodorowsky: el sueño de la vanguardia perpetua» —2004—)» (p. 86).

Jodorowsky huye de cualquier definición, pues para él esto acabaría por encorsetar su actividad a través de molestas etiquetas (p. 37). «Liberado de toda atadura o condicionamiento apriorístico, más allá de la imaginación simbólica de su autor, el cine de Jodorowsky es cine en libertad creadora» (p. 40). Es el arte de la ensoñación, sin limitaciones ni autocensuras (p. 75), pero, sobre todo, es una de las máximas aplicaciones del concepto de libertad de expresión —como destacó el crítico mexicano Emilio García Riera (p. 229)—, haciendo de Jodorowsky un adalid de la suprema necesidad de expresarse libre de elementos restrictivos, acudiendo a todos aquellos elementos necesarios para la manifestación total del pensamiento.

En tiempos de crisis

Habría que preguntarse por qué una editorial como Cátedra ha esperado tanto tiempo para sacar a la luz un estudio sobre Alejandro Jodorowsky, puesto que la obra escrita por Diego Moldes es la número 92 en su colección “Signo e imagen / Cineastas”. La respuesta más sencilla podría ser la de pensar en una falta de autores que aportaran un proyecto sólido —en términos académicos y comerciales— que animara a la editorial a dar el paso adelante. O quizás ello se haya debido a que la obra de este autor haya sido muy prolífica en otras artes, mientras que en el medio cinematográfico ha sido tan escasa como compleja y errática —algo que se desmiente con suma facilidad, al haber abordado Carmen Arocena el estudio de la obra de Víctor Erice, de características fílmicas similares a las mencionadas, con mucha anterioridad (concretamente, en el número 26 de dicha colección).

Sin embargo, Diego Moldes nos da algunas de las claves para poder entender este fenómeno, a mitad de camino entre el ostracismo y la dejadez: la poca repercusión del cine de Jodorowsky en la mayoría de las antologías mundiales y la escasa consideración crítica de su filmografía. Y, sin embargo, como él mismo dice, «como ocurriera en los años veinte y treinta, el cine de vanguardia [de Jodorowsky] surge, precisamente, en tiempos de cambios, de crisis y transformaciones profundas» (p. 145). He aquí un factor decisivo para que ahora recibamos este regalo: la convergencia temporal de una grave crisis —en muchos aspectos, además del evidente deterioro financiero— para que se produzcan las circunstancias necesarias para reivindicar la obra cinematográfica de este procaz artista.

Efectivamente, la actual decepción que ha provocado el desmoronamiento de lo material —cuya estructura se sustentaba sobre los inestables cimientos de una conocida burbuja— ha facilitado el advenimiento de una mentalidad mucho más espiritual, libre ya de unas correas que ataban en corto la concepción trascendental del individuo. O, como también dijo Moisés Viñas, «se diría que ante las crisis políticas, el público buscaba refugio en las doctrinas exóticas» (p. 235).

Como si se hubiera producido una suerte de sincronicidad, la tesis doctoral de Diego ha devenido en un estudio que ha hecho convivir racionalidad y anti-racionalidad, investigación académica y libertad creativa, encajonamiento argumental y onirismo, para que ambos mundos se completen y complementen. Algo así como lo expresado por Víctor Fuentes, para quien Jodorowsky «aspira a reunir las orillas de nuestro mundo profano con la de la perdida dimensión sagrada» (p. 241).

De ahí el sentido del título con el que encabezábamos este texto, pues en algunas de las primeras entrevistas realizadas por Diego a Jodorowsky, éste, molesto por el afán cirujano que todo estudioso debe poseer, le llegó a responder al autor de la monografía que le estaba dedicando: «No me corresponde a mí decirlo [su aportación a la historia del cine]. Que lo digan los ratones», aludiendo a esa terminología que define a los investigadores como ratones de biblioteca.

Y, sin embargo, hemos dicho así, que el topo —aludiendo al protagonista de una de sus mejores películas, El topo (1970)— conoció al ratón, y no al contrario, pues el maestro no sólo parece haber quedado satisfecho con la obra del alumno —a tenor por lo expresado por él mismo en su tierno, cariñoso y escueto prólogo de no más de veinte líneas (p. 9)—, sino que, además —y como todos esos encuentros que en su vida Jodorowsky reconoce haber tenido, y que le han modificado su concepción de la existencia—, su cada vez más estrecha relación con Diego Moldes parece haber calmado su desprecio hacia la compartimentación que supone la racionalidad, haciendo más reconocible y exportable su filosofía, permitiendo la comunión de su cine —y su trascendencia— con unos nuevos espectadores que, quién sabe, quizás puedan prolongar en el tiempo su misticismo y su espiritualidad.

Por ello, mucho nos tememos que este libro nunca hubiera sido el mismo de no haber intervenido un factor que resulta fundamental para el conocimiento: la relación directa con el fenómeno estudiado. Un pensamiento muy presente en el libro, como cuando se recogen las palabras de San Juan de la Cruz (p. 280) que tanto influyeron al cineasta. O como cuando el propio Jodorowsky cuenta su encuentro con uno de sus admirados genios, Federico Fellini, al cual recibió entre sus brazos con un sentido “¡Papá!” cuando el genio de Rímini le llamó por su nombre («ese encuentro de dos palabras es uno de los tesoros que guardo en mi memoria», p. 378).

La obra de Diego Moldes no ha sido puramente un trabajo de investigación, sino más bien un viaje iniciático hacia el descubrimiento de una personalidad fascinante de la segunda mitad del siglo XX y parte del XXI. Un personaje fundamental para comprender los movimientos de la post-vanguardia, sí. Pero sobre todo, y lo que es más importante, para comprendernos a nosotros mismos en nuestra dimensión simbólica.