Malas tierras (Badlands, 1973): la América rural de finales de los 50. Días del cielo (Days of Heaven, 1978): unos Estados Unidos algo confundidos a principios del siglo XX. La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998): una batalla en el Pacífico en la Segunda Guerra Mundial. El nuevo mundo (The New World, 2005): la llegada al territorio americano virgen de unos «descubridores» británicos. El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011): fragmentos de una microhistoria humana de hace unas décadas, como parte, vista al microscopio, de la gran historia natural de la Tierra y hasta del universo. ¿Por qué Malick insiste en situar sus obras en periodos históricos distintos del presente? En la cosmovisión que ha plasmado en sus últimas películas, la Naturaleza es una especie de masa atemporal, una sustancia spinoziana proteica e infinita. ¿Por qué molestarse en irse al pasado si lo mismo podría decirlo en el presente, sin tantas complicaciones? ¿Forma parte su concepción de la Historia de su particular cosmología, en la que todo es igual que todo y todo está relacionado? Dicho de otro modo: ¿se empeña en contar relatos de otras épocas para recalcar que no importa el tiempo, que todas son en el fondo lo mismo? ¿Integra el pasado en una especie de continuum histórico que es, más bien, una simultaneidad de todo, un poco a la manera de los delirios de Philip K. Dick en VALIS, donde veía al Imperio Romano superpuesto a su presente?
Tirando de la clásica oposición entre Naturaleza e Historia, el cine de Malick se dedica a la primera, pero encuadrado en la segunda. En sus películas, especialmente en La delgada línea roja y en El nuevo mundo, lo natural lo domina todo. Centrémonos en esta última. El verde y el azul están por todas partes, funcionando como los colores de la vida y de la parte del universo que se le manifiesta al ser humano. En la primera parte de la película se asiste a un movimiento constante, casi a modo de florecimiento primaveral que no cesa de surgir, como el eterno atardecer de Días del cielo. La propia cámara se empapa de ese espíritu, flotando por el aire ella misma llena de una energía que ni controla ni quiere controlar. Así, más que al agua o al cielo, el cine de Malick se asemeja al viento, al dejarse llevar por sus corrientes y al saber cuándo toca bajar el ritmo para disfrutar de una brisa suave. Ello no se expresa en El nuevo mundo de una forma puramente lírica, metafísica, abstracta, como en algunos momentos de El árbol de la vida. Al contrario, aparece siempre unido a lo que les sucede a los personajes. Como los paisajes románticos o taoístas, la brisa suave no es la que causa el goce del amor, sino que es el amor el que hace darse cuenta de lo bonito que puede ser ese aire sutil. O de lo bien que puede quedar en pantalla una melena agitada por él para representar ese amor. La Naturaleza no impone a los hombres su criterio, simplemente tiene vías de expresión que pueden ayudar a los seres humanos a entenderse mejor entre ellos mismos y, también, con ella. En cierto sentido, quizá pasándonos un poco de rosca antropomorfizando a esa Naturaleza, adecuarse a las emociones humanas es la manera que tiene de llamar nuestra atención. Más aún: no sólo se adecua a nuestros sentimientos internos, sino que se transforma en paralelo a los sucesos externos que los provocan o modifican. En El nuevo mundo, las secuencias en las que se impide el amor aparecen envueltas en barro y nubes grises. Ya estaban presentes en los momentos más románticos, pero no nos dábamos cuenta porque no se ajustaban a lo que necesitábamos.
A pesar de la intensidad de la representación de la Naturaleza en El nuevo mundo, nunca fue Malick tan lejos en este sentido como en La delgada línea roja. En esta última, la Naturaleza tenía de verdad vida propia, conservaba su exuberante belleza incluso en mitad de la guerra más atroz. El contraste entre el luminoso follaje y las muertes de soldados que suceden en él, ante su impasibilidad, es uno de los grandes hallazgos que nos ha dado el cine. En El nuevo mundo los humanos (entre los que se cuentan los espectadores y los propios creadores) establecen un feedback con ese luminoso follaje y lo dominan emocionalmente, hasta el punto de no darse cuenta de que sigue siendo verde y fértil cuando están deprimidos, o de que también hay cadáveres de escarabajos peloteros en el césped sobre el que se tumban a mirarse durante horas. En La delgada línea roja también hay barro y nubes grises durante algunas batallas, pero Jim Caviezel sabe que no tiene relación con lo que le pasa. Se comunicaba con la Naturaleza, pero sin creérselo en serio. Se daba perfecta cuenta de que no tenía nada que decirle o, más bien, de que a la Naturaleza no le interesaría ni le podría entender. Todo lo que el personaje de Caviezel podía ofrecer era su pequeñez, su absurdo, su sinsentido. La única posibilidad de dignidad era sacrificarse ante ella, como hacían las más humildes civilizaciones pasadas, cuyas huellas observa directamente en los nativos con los que se cruza por la isla.
Tal vez Malick se vio igualmente desbordado por ese descubrimiento, no pudo soportar la abrumadora superioridad (¡incluso moral!) de la Naturaleza frente al hombre y dio un paso atrás en El nuevo mundo. Se asomó al otro lado de la línea como el personaje de Caviezel pero, sin fuerzas para morir, sólo le quedaba hacer como que no había visto lo que había visto. O, más bien, interpretarlo de una manera puramente humana, en los términos románticos de sumisión de la Naturaleza a nosotros. Desde el final de La delgada línea roja, en su cine no se ha visto el Horror y la pequeñez de ser hombre como contraste con el universo. Al contrario, se ha elevado lo humano por encima de todo lo demás. El amor, ya poderoso en sus dos primeras películas, es a partir de El nuevo mundo el único intento razonable de vivir sin dar la espalda a la Naturaleza. No hay que malinterpretarlo como un mero engaño para no volvernos locos, el amor no es una mentira: el modo en el que Malick y Lubezki lo filman es auténtico, quizá sin comparación en la historia del cine. Los rostros de los actores son la viva expresión del amor, fortalecida por un entorno verde y fértil que parece imponer su lógica a la pareja. Pero, a la luz del descubrimiento del insuperable contraste entre el hombre (real, confundido, enano) y la Naturaleza, centrar en el amado toda la atención y todo el sentido de la vida se revela como una manera de tergiversar la verdad. De apropiarse de esa Naturaleza, de intentar quitarle el poder destructivo o desorientador que ejerce si queda fuera de nuestro control, cuando nos evidencia como ridículos.
Es curioso cómo una película tan intensamente antropocéntrica como El nuevo mundo da la sensación de ser justo lo contrario. Tal vez porque acierta a reproducir la misma actitud romántica que solemos tener hacia la Naturaleza en nuestra vida real, que parte de nosotros y no de ella. Se dice a menudo que es una obra panteísta; sin embargo, si ha habido panteísmo en el cine de Malick, ha sido en La delgada línea roja, donde un despertar nihilista de la condición humana se revela como perfectamente armónico con la Naturaleza. Por su parte, El nuevo mundo es un canto a la superioridad de lo humano, hacia lo cual todo lo que existe se pliega y ajusta. La Naturaleza aparece igualmente hermosa y potente, incluso más «naturalizada», pero es una cosa distinta. El árbol de la vida se coloca en otro lugar, al entrar en un terreno estrictamente teológico, aunque la concepción es similar a la de El nuevo mundo, puesto que las eras en las que existe el hombre son dominadas por él y la perspectiva humana se extiende a todo (incluso a una especie de purgatorio final poco trascendente, con estética de anuncio de perfume). En las etapas de la Tierra en las que no existe el hombre sí existe, para llenar ese vacío, un Dios antropomórfico que moraliza la Naturaleza. No hay más que recordar que los dinosaurios llegan a aparecer como portadores de bondad. Por otro lado, sólo un meteorito acabó con ellos; cuando los humanos morimos, es por nuestra propia mano o tras una vejez alargada artificialmente. Nos llegará el momento de caer como especie por algún gran desastre natural tamaño galáctico, claro que sí, pero eso queda fuera de la Historia y no interesa a Malick a nuestra escala. El destino de sus personajes no depende de los caprichos de la Naturaleza, sino de los caprichos de los vaivenes históricos, causados por nuestra estupidez y nuestra irracionalidad; o de la Gracia divina, en El árbol de la vida.
Volviendo a las preguntas del principio, la Historia en Malick se puede entender desde dos perspectivas. Por un lado, como una parte más del universo, como mero tiempo sin propiedades especiales. En este sentido, su esencia no varía, de ahí que se filme igual el verde de la Segunda Guerra Mundial que el de Pocahontas y John Smith. Son relatos diferentes, con sus matices para nosotros, pero en el fondo son simples manifestaciones concretas de la gran Historia que es el universo, como podrían haber sido otras cualesquiera. Las emociones más puras, como el placer (manifestado en el amor) o el dolor (como conciencia de ser poquita cosa), son lo que nos une a la Naturaleza como individuos, lo que nos mete en su flujo. Sin embargo, en otro sentido, la Historia es algo que sólo tiene relación con la humanidad, que funciona con unos mecanismos distintos a los del resto de componentes del universo. La Historia es lo que sucede al margen de la Naturaleza, el producto humano que la violenta. Y, a la vez, los hombres que viven en la Historia son los que se consideran con derecho a violentar esa Naturaleza. Aunque las imágenes de La delgada línea roja y El nuevo mundo sean las mismas, la Historia de la primera termina revelando su carácter absurdo al contraponerse a su entorno ecológico, mientras que la Historia de la segunda tiene sentido y se puede explicar y entender en sí misma, sin tener que acudir a nada fuera de las cabezas de sus muy humanos protagonistas. ¿Por qué entonces sitúa Malick sus obras en momentos del pasado? Quizá porque le da pie a mostrar qué es el ser humano, cómo se desenvuelve en esas dos concepciones de la Historia. Le permite establecer que, al fin y al cabo, da lo mismo ayer que hoy porque las leyes naturales siempre son las mismas. Pese al hiperrealismo sensorial, el tono que emplea está más cercano al del mito que al de la crónica, por lo que, en última instancia, las particularidades de cada época retratada no se dejan ver o no tienen relevancia. A la vez, contar el pasado le permite enseñar que, sí, somos y hemos sido igual de tontos, enamoradizos o egoístas en todas las etapas de nuestra Historia moderna.
Habiendo sido Malick filósofo profesional antes que director, estamos particularmente invitados a presuponer verdadero pensamiento en su cine; por eso quiero creer que este tipo de reflexiones no son ociosas, pues pueden ayudar a entender mejor qué es la obra de Malick y por qué nos emociona. Qué podemos ganar con él (un intenso amor a unos pocos) y qué perdemos por el camino (¿todo lo demás?). Para poder verlo más claro, ojalá algún día Malick se despierte y decida adaptar a la gran pantalla La última y la primera humanidad de Olaf Stapledon, y haya algún productor lo suficientemente enamorado como para permitírselo.