Oblivion

Encontrar el amor

Apurando un café antes de la sesión de Oblivion en un bar próximo al cine, me sorprendía uno de esos estímulos tan incómodos para el pensamiento estructurado: en el local sonaba We Found Love de Rihanna, inspirado, según se dice, en la relación de la cantante con el maltratador Chris Brown. Intentar cambiar a hostias lo que a uno no le gusta suele atentar contra la ley y la dignidad, como el caso de la infortunada cantante, pero además delata una falta de comprensión de los verdaderos mecanismos subyacentes al funcionamiento del mundo: de ahí el intento de destruirlos por la fuerza bruta.

Algo parecido ocurre con la ciencia ficción en el cine. Género aguafiestas por antonomasia junto al terror, la espectacularidad de sus apocalipsis, armas de destrucción masiva y futuros distópicos llaman al blockbuster actual en la misma medida en que lo repelen su pesimismo antropológico y, sobre todo, la dificultad de conciliar el entretenimiento de masas con la sofisticación intelectual de algunas de sus propuestas. Ello explica el fenómeno de asimilación de los códigos de serie B como digestivo de ficciones, así como el hecho de que funcionen mejor en taquilla la hibridación con otros subgéneros (Avatar, Looper) o las visiones maniqueas de la sociedad (Los juegos del hambre, District 9) que, por ejemplo, las escalas de grises narrativas y filosóficas que proponen los hermanos Wachowski. Desde el fracaso de Cloud Atlas (2012) y con la impresión reciente del sometimiento de la estética y el trasfondo de ciencia ficción a los clichés románticos en Un amor entre dos mundos (Upside Down, Juan Solanas, 2012), uno se siente tentado a hablar de violencia de género cinematográfico, el fuerte (comercialmente aceptado) contra el débil (minoritario). La idea invita a acudir al cine como quien asalta el Congreso, dispuestos a practicar una crítica de liberación respecto a producciones como Oblivion, forzada a gravitar en torno al solitario astro de Hollywood Tom Cruise. Claro que, antes de la pacífica demostración de fuerza, sería prudente convenir ¿cuál es esa ciencia ficción que pretendemos proteger?

En el contexto de crisis sistémica en que nos encontramos, llama la atención que filmes sombríos como Dredd (Pete Travis, 2012) en los últimos años hayan constituido la excepción antes que la norma dentro del género. En vez de tender a una negrura como la que caracterizó el marco de la guerra de Vietnam y los oil shocks de los 70, éste parece haberse instalado en un pesimismo controlado con fugas ocasionales a escenarios positivos. Un sesgo que se ha venido concretando en dos capas de expresión: la base literaria y el lenguaje cinematográfico edificado sobre la misma.

La primera, articulada por el reciclaje de dicotomías clásicas —civilización vs Naturaleza, progreso vs moral, poesía vs alienación, etc.—, sugiere la dependencia de las nuevas ficciones respecto a sus precedentes, sin posibilidad de emanciparse en un sustrato real complejo e inabarcable. En otras palabras, una crisis en la formulación de la propia crisis. ¿Hasta qué punto es actual el discurso de contraste entre los yermos que recorre Jack Harper (Cruise) —encargado de asegurar el suministro de recursos a una humanidad refugiada en Titán— y la floresta escondida en la que se solaza secretamente? La visión esperanzadora de tonos bucólicos que comparte con Los últimos días (2013) adolece de la misma falta de contrapeso que la cinta de los hermanos Pastor. En lugar de la entropía hobbesiana de The Divide (Xavier Gens, 2011) o la angustia de Sarah Connor al saber que el fin de los días empieza por su persona, Harper únicamente parece escapar de la monotonía que le une a su compañera Vika (Andrea Riseborough). Si comparamos su aventura con el despertar traumático y la trágica inmolación de Neo en la trilogía Matrix de la década pasada, sorprende tanto la actitud inercial del protagonista en varios tramos del filme como el cachondeo con que el guión se ventila el sacrificio de ciertos personajes.

Acaso esta idiosincrasia del héroe titubeante (afín a la de las últimas producciones Marvel) guarde relación con la dispersión de la legitimidad de la violencia considerada como justa, ejercida por turbas, aviones no tripulados o SEALs, todos ellos teledirigidos anónima y colectivamente. Refiriéndonos ya a ese segundo nivel expresivo de lenguaje visual del que hablaba, la dificultad siquiera de imaginar modelos creíbles al mirar a nuestro alrededor puede explicar que alguien con las inquietudes demostradas en Tron Legacy (2010) caiga en tropos tan gastados de la escenografía sci-fi como los ya familiares —por desgracia— barcos varados en el desierto, persecuciones franquiciadas de La guerra de las galaxias o una cálida Naturaleza que se pretende alternativa a los entornos artificiales, comprando así la visión estética de las grandes corporaciones.

No obstante, la aportación de Joseph Kosinski no debería quedar ensombrecida por los tópicos mencionados. A fin de cuentas, estos responden a la fosilización creciente del discurso filosófico en el audiovisual en favor de la psicología; desde el Solaris de Soderbergh (2002) a El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, Rupert Wyatt, 2011) —sendas exploraciones en clave emocional de materiales más densos—, pasando por la influencia del anime, predomina una estética de los sentimientos más orientada al trazo certero que a la complejidad conceptual. En consonancia con dicha corriente, el mérito de Kosinski consiste en reprimir la fascinación por la distopía y, por tanto, eludir la inconsistencia literaria del universo de Oblivion, concentrándose en las vacilaciones de Jack al actuar fuera del sistema, los celos que torturan a Vika o esa dependencia emocional que caprichosamente (y cuando digo «capricho» me refiero a Olga Kurylenko) condiciona la iniciativa de los personajes. En suma, hacernos sentir nuestra propia humanidad en el entorno flotante en que nos ha dejado tirados un progreso con el motor calado.

Irónicamente, esta naturalidad al filmar lo ultratecnológico y el manejo de los tiempos que implica puede desconcertar a muchos espectadores, a juzgar por las reacciones en diversos foros. Quizá les satisfaga más esa piscina más allá de las nubes o la música de M83, genuina celebración; también el candoroso diseño de los drones asesinos, o la belleza con que las bombas devastan nuestro hogar. Aparentemente, Oblivion habla del descubrimiento de la verdad sobre nuestro mundo y la subsiguiente rebelión contra el statu quo que la ocultaba. La faceta recreativa de su estética, en cambio, expresa una relajación de la conciencia que remite a las coñas en Twitter sobre Kim Jong-un o la degradación de los cables de WikiLeaks a la categoría de cotilleo. Nada nos inquieta porque en nuestro interior ya hemos aceptado aquello que da estabilidad al orden global; es decir, la tutela de las potencias hegemónicas y la escalada nuclear con efectos disuasorios entre ellas. Lo que aún no hemos conseguido, y así lo denuncian obras como The Man from Earth (Richard Schenkman, 2007), es superar las contradicciones entre lo que somos y lo que hubiéramos querido ser. Las emociones en Oblivion orbitan en torno al vacío de memoria de sus personajes, el cual se corresponde con nuestra propia carencia dialéctica con el exterior: no hallaremos nada fuera del Nosotros y el Ahora. Vika lo entiende y por ello se deshace inmediatamente de esas putas flores que Jack le entrega; de igual manera, la estética de la película nos pide a gritos que convivamos con los no-lugares éticos que señala, pese a que su guión trate de disimularlos a fin de contentar a los violentos de género cinematográfico, incapaces de tolerar la verdad donde solo esperan una justificación.

Qué más da. Toda vez que uno toma conciencia de sí mismo y se sabe capaz de vivir y de sentir por encima de sus torpes constructos identitarios, es posible alcanzar la felicidad al margen de la voluntad ajena. Porque de eso va nuestra sociedad. De encontrar el amor y, frente al espejo, ver detrás de sus cicatrices a Jack Reacher, a Ethan Hunt, a todos los Jack Harper.