The hunt (La caza)

Gente extraña

¿Está asegurada en nuestros días la presunción de inocencia? Esta pregunta es la base y da sentido al relato con el que Thomas Vinterberg despliega en The hunt (La caza) (Jagten, 2012) un retrato universal: el del falso acusado, perseguido por la comunidad a la que pertenece. Muchos son los referentes que se pueden rastrear en los fotogramas de esta pequeña joya del actual cine danés —muy alejada de las injustas acusaciones de ser un telefilme con las que ha sido tildada—. Desde el indignante arrebato de Furia (Fury, Fritz Lang, 1936) hasta el terrorífico relato alegórico contenido en La quinta estación (La cinquième saison, Peter Brosens y Jessica Woodworth, 2012) —uno de los mejores films proyectados en la pasada edición de la SEMINCI, y que no nos cansaremos de reivindicar—, pasando por el clásico hitckcockiano de Falso culpable (The Wrong Man, 1956). En definitiva, el grupo y su fuerza contra el individuo y su debilidad, donde el ímpetu de la sospecha prevalece sobre un frágil contrato social ante la psicosis de la comunidad.

Es el caso de Lucas (Mads Mikkelsen), injustamente acusado de abusos sexuales por Klara (Annika Wedderkopp), una niña que asiste a la guardería en la que él trabaja, a raíz de un pequeño desencuentro entre ambos que la pequeña magnifica en forma de rechazo hacia sus sentimientos. El hecho de que ella sea la hija de su mejor amigo Theo (Thomas Bo Larsen) precipitará a este hombre hacia un abismo de difamación, desprecio y atosigamiento, tanto por parte del conjunto de la colectividad como, sobre todo, por parte de su círculo de amistades, de los cuales pocos creerán en su inocencia.

El guión de esta película —escrito a cuatro manos entre el propio Vinterberg y Tobias Lindholm— trasciende su argumento para establecer una reflexión sobre los difusos límites de la verdad, allí donde la fe —concepto alejado aquí de cualquier vinculación religiosa— condiciona la toma de decisiones, estableciendo la responsabilidad que en cada ámbito —laboral, social, familiar, etc.— debe tener cada individuo. Así, la mala praxis de un psicólogo infantil —el cual condiciona a la pequeña a través de preguntas dirigidas, interpretando sus silenciosas afirmaciones como una incuestionable confirmación de lo ocurrido— determina las precipitadas y erróneas decisiones de la imprudente directora de la guardería, quien inicia un proceso de alarma social a través del falso mantra «los niños nunca mienten» —la misma teoría política inaugurada por Goebbles y su «una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad»—, transformando a los espantados padres en bolas de nieve que provocan la avalancha que terminará sepultando al inocente Lucas. Así, los aterrados progenitores interpretarán los recuerdos inducidos de sus hijos en válidos argumentos, al tiempo que la negación de los mismos se traducirá como una forma de ocultar el trauma, decodificando la cotidianeidad —una simple pesadilla o un comportamiento fuera de lo normal— en válido argumento que haga verosímil la sospecha. El ciudadano Lucas no tendrá, por lo tanto, forma de demostrar su inocencia, encajonado entre el delirio general y la catarsis colectiva.

La armonía entre el mundo de los adultos y el de la infancia es compleja. Mucho más en nuestros días, donde aquellos contenidos otrora vetados a los niños están al alcance de un simple clic. Sepultar la inocencia es quizás el más doloroso de los precios a pagar por disfrutar de la libertad. Nosotros, como espectadores privilegiados, podemos atisbar en esta película la responsabilidad que los padres han podido tener en todo este drama a través de su incompetencia, de su imprudencia y de su poca vigilancia. Pues en la base del beso que Klara le da en los labios a Lucas se encuentran los cuentos infantiles indebidamente contados —la niña trata de despertar a su maestro de su impostada muerte, al estilo de los príncipes salvadores de Blancanieves o La bella durmiente—, en su ruptura con la inocencia sexual está la fácil accesibilidad a la pornografía con la que su hermano Torsten (Sebastian Bull Sarning) contamina su mirada, e incluso en su obcecación por no pisar las líneas del suelo —toda una alegoría sobre las marcas que no deben pisar ni traspasar— hay un comportamiento obsesivo-compulsivo no debidamente tratado.

Resulta significativa, por lo tanto, la permisividad en el seno de la familia, mientras para atajar sus perniciosos efectos se tiende a buscar víctimas en su exterior, individuos listos para el martirio y la expurgación de los pecados generales, convirtiendo un caso de autodefensiva protección en una cacería —aquella a la que alude el título—, donde los que se trataban como hermanos al día siguiente se miran como extraños. Lucas acaba siendo observado como un miembro gangrenado al que la quirúrgica sociedad debe extirpar a través de la cirugía de la amputación para salvaguardar su pureza. Lo preventivo adquiere aquí el más siniestro de sus significados, al denunciar la hipocresía de los ritos sociales —el baño del que los amigos disfrutan en las gélidas aguas de un río; la ceremonia navideña en la congregación religiosa; la fiesta de iniciación del hijo de Lucas, Marcus (Lasse Fogelstrøm), quien recibe el dramático regalo del rifle de caza familiar—, donde el perdón y la integración son meros elementos decorativos, sin el peso específico que su valor requiere.

Al final del relato, abandonamos a estos personajes con la sensación de que algo oscuro mora en la intimidad de sus hogares. La elección de Thomas Bo Larsen para interpretar al padre de Klara no es gratuita en este aspecto, pues la sombra del personaje traumatizado por los abusos sexuales infantiles en Celebración (Festen, 1998) le sigue acompañando en su figura. Si es cierto aquello de que los hijos reproducen el comportamiento de sus padres, la forma en el que en un momento determinado la niña observa a su padre —desde un punto de vista muy bajo, en un contrapicado que acentúa su oscura silueta adentrándose en la penumbra, avanzando hacia ella de forma amenazante— indica que algo más siniestro de lo se nos ha ofrecido habita en el seno familiar. Secretos inconfesables que podrían haber salido a la luz de la misma manera que habían encontrado al perfecto cabeza de turco para desviar la atención. La última acción sobre Lucas, confiado y aparentemente integrado un año después de su tormento, sorprende y extraña, tanto a él como a nosotros mismos. Pero de su suspenso, producto de su anonimato, deviene la idea de que las relaciones entre él y la comunidad a la que pertenece nunca volverán a ser las mismas, pues la conciliación social es a veces tan sólo una utopía.