Cada vez es más fácil ver fútbol. Cada vez es más difícil ver fútbol. Ambas afirmaciones son verdaderas, al menos en la España de 2013. Nos encontramos en la primera temporada en décadas en la que no se puede ver cada semana en abierto un partido de la liga española y toda la oferta se encuentra en manos de plataformas de pago. Pero también, en aquella en la que la apertura de formatos, ofertas y posibilidades para ver fútbol —muchas de ellas clandestinas— permiten que prácticamente se pueda ver cualquier cosa, si exceptuamos, quizá, la que se desea ver. Vivimos tiempos radicales. Ya no hay clases medias, sólo ricos y pobres. Y el audiovisual únicamente se puede ver o muy bien (a 48 fotogramas por segundo y en tres dimensiones) o muy mal (en el vídeo pixelado de YouTube), así como sólo se consume o en masas cada vez más grandes o en la soledad absoluta que impone el ordenador. Al fútbol le pasa un poco lo mismo que al cine: consumirlo se ha convertido o bien en un acto masificado, totalmente comunitario (el estadio, el bar, la congregación de aficionados que acuden a ver el partido clave de la selección española en la Plaza de Colón de Madrid) o individual, íntimo e introspectivo. El alone together de los millones de espectadores conectados por las páginas de retransmisión pirata de partidos es como el alone together de los millones de espectadores unidos por las páginas de enlaces compartidos o de descarga directa. Y, como ocurre con el cine y su hipotética nueva cinefilia surgida a partir de las nuevas formas de consumo, existe un nuevo seguimiento del fútbol que ya no es tanto un fenómeno de masas como una obsesión focalizada por la sensación que surge cuando nos damos cuenta de que cuanto más tiempo pasamos preguntándonos por algo, más inaprensible parece. En ese sentido, la peculiar personalidad del fútbol facilita esa absoluta incomprensión.
Ese objeto de deseo llamado fútbol
Posiblemente, el fútbol es uno de los deportes más complejos que existen, por mucho que la incomprensión que le rodea haga sonar esta afirmación como una boutade. El balompié es uno de los deportes más antinaturales de la historia, como señala su origen, cuando, en 1863, sus reglas fueron refrendadas por todos los clubes de Cambridge. Por todos, menos por el Blackheath, que más tarde alumbraría el rugby. En realidad, se trata de un deporte muy extraño: ¿a quién se le ocurriría basar una disciplina deportiva en utilizar para desplazar el balón las extremidades que utilizamos para correr, extremidades que tan poca precisión permiten comparadas con los brazos? Pocos deportes tienen unos niveles de tanteo tan bajos como el fútbol, lo cual quiere decir que, como muchas veces han afirmado sus detractores, puede pasar mucho tiempo sin que ocurra nada y, es más, puede que en efecto no ocurra nada. Cuando un espectador comienza a ver un partido, nadie puede asegurarle que va a ser emocionante o bello, ni siquiera si va a haber un gol o jugadas de peligro. Y, en principio, la colisión de grandes talentos, en lugar de multiplicar las jugadas de interés, las suele eliminar (salvo que uno pertenezca a ese grupo de elegidos capaces de disfrutar estéticamente con una gran defensa, algo que escandalizaría a los amantes del llamado “fútbol espectáculo”). Pero, como los amantes del cine saben, el argumento y la trama son lo de menos. Importan el estilo y el gesto, el momento sagrado.
No fue hasta el día en que entrevisté a Craig Finn, líder de la banda de rock The Hold Steady, que me di cuenta de gran parte de mis prejuicios (culturales) sobre el fútbol. Era el verano de 2010 y España estaba a punto de ganar su primer Mundial. Finn me señaló emocionado cómo había seguido todas las rondas de eliminación, lo mucho que le gustaba nuestra selección y cómo deseaba que ganásemos. Me explicó que en Minnesota, donde creció, los chicos guapos del colegio jugaban al baloncesto o al fútbol americano y los inadaptados lo hacían al fútbol. Mejor dicho, al soccer. Todo lo contrario que en España, donde los términos se invierten. En realidad, el baloncesto, especialmente el de la NBA, se parece más a una película de acción trepidante donde su mera reglamentación obliga a que ocurra algo emocionante, un miniclímax, cada medio minuto. En el fútbol, no. No hay estructura dramática y ni siquiera el reloj se detiene cuando el juego se para, por lo que los partidos pueden tener duraciones muy distintas, incluso acortarse hasta la exasperación (del equipo que va perdiendo, sobre todo). La libertad prima por encima de la trama y de la acción. Y los espacios a recorrer, como en el western, son amplios, amplísimos, casi sin parangón en cualquier otro deporte semejante.
Por otra parte, en pocas disciplinas deportivas las estadísticas significan tan poco como en el fútbol. Un mismo dato puede significar cosas completamente opuestas: el caso paradigmático es quizá el de la posesión que, en la mayor parte de ocasiones, puede representar el control del balón y, con él, el del mayor número de ocasiones, pero que en determinados casos puede señalar la incapacidad de un equipo para derrumbar las murallas defensivas, obligado a mantener largas posesiones. Un disparo sin peligro desde fuera del área puede contar como tiro a puerta, pero un pase de la muerte en el que el delantero se ha encontrado a dos centímetros de marcar gol a puerta vacía se quedará sin su correspondiente reflejo en los números. Los intentos de los medios de comunicación por imitar la fiebre estadística de otros deportes ha derivado, por lo general, en pintoresco fracaso que, en el mejor de los casos, sólo sirve para dar un poco de color al asunto. Como cantaba Leonard Cohen en The Future, “won’t be nothing you can measure anymore”. El quórum entre los aficionados es, básicamente, que resulta inútil reducir el fútbol a cifras. Y ahí radica su misterio. Un misterio que, como todo buen enigma, requiere sus investigadores.
Explicar el fútbol
En tiempos recientes, como ha ocurrido de manera cíclica durante las últimas décadas, han aparecido medios de comunicación y propuestas que han intentado conferir una cierta dignidad al hecho futbolístico. Recurriendo, en muchas ocasiones, a justificaciones externas, lo que suele traducirse en que el escritor de consabida buena pluma, el Javier Marías de turno, resuma sus batallitas adolescentes en el campo de algún barrio o viendo al consabido equipo de tercera división rebozarse en la épica. No es una mala tentativa, aunque en el fondo este intento de dignificación de lo en apariencia banal recuerda a las adaptaciones de obras literarias de renombre con las que empezó a nutrirse el cine para salir de la barraca de feria y adquirir esa dignidad cultural. O a esa cierta tendencia del cine francés, que diría François Truffaut. En realidad, si el fútbol quiere legitimarse, no tiene que recurrir a Valdano, ni a Galeano, ni a Jabois, ni a Camus, para hacerlo sino que a él mismo le basta y le sombra. El fútbol será futbolístico o no será.
Eso lo han entendido bien un cierto número de profesionales y periodistas que se han asomado a medios de comunicación en tiempos recientes. Maldini con su obsesión enciclopédica quizá fuese el pionero, pero a él le han seguido en España otros como Martí Perarnau o Áxel Torres, ejemplos paradigmáticos de esta nueva forma de ver el fútbol con el corazón caliente y la cabeza fría, al igual que webs como Ecos del balón. Si destacan de entre las hordas de escribientes futbolísticos no es por la brillantez de su trabajo, o al menos no únicamente. No, más bien se trata de ofrecer una visión del fenómeno donde lo lírico y lo épico no están en conflicto con el análisis táctico riguroso y una honda comprensión de la psicología del jugador. Al contrario: no necesitan apelar a mitologías de usar y tirar para entender que el fútbol es tan rito de masas y sueño recurrente en millones de dormitorios de niños de todo el planeta como física y psicología. Salvando las distancias, su forma de abordar el hecho futbolístico es semejante a la de los jóvenes turcos franceses de Cahiers du Cinéma y Positif de los años cincuenta. Es casi como aquella vieja cinefilia militante, con la diferencia de que no acuden a ese templo que era la Filmoteca, sino a las diferentes e inacabables pantallas para completar poco a poco su conocimiento. La pulsión que los moviliza desde un primer momento es semejante: hay que explicar lo inexplicable, vivir el misterio y comprenderlo en la medida de lo posible, pero sin acabar con el misterio. En Ecos del Balón existe una sección dedicada a la Historia del Fútbol, algo poco frecuente en los medios de comunicación más allá de las historias anecdóticas tan habituales (poca memoria histórica hay en este deporte). Poco a poco, estos nuevos aficionados comienzan a tener constancia de la existencia de una Historia, y con ella, de una tradición.
Sin embargo, cualquiera de estas propuestas no se diferencia esencialmente de Punto Pelota, Futboleros y demás ejemplos del periodismo futbolístico de masas. Con herramientas, tonos y motivaciones seguramente opuestas, su objetivo es algo semejante: entender algo de esa complejidad llamada fútbol, que una vez que parecemos tenerla entre las manos, se nos escapa (ese gol a la contra en el último minuto que pilla a todos por sorpresa, ese fallo a puerta vacía). Como toda buena obsesión que convoca a amplios grupos sociales, alrededor del fútbol se articulan discursos y más discursos —de lo más sofisticado a lo más bajo— para tratar de proporcionar un orden aparente a lo que no lo tiene, o no de forma explícita. Todos ellos se superponen entre sí, sin anularse, y no consiguen agotar, ni de lejos, el objeto analizado. Quizá por eso el fútbol siga fascinando a todos. Quizá también precisamente por eso resulte tan fácil apoyar al campeón y denigrar al perdedor: porque en un mundo en el que los números de poco valen, los resultados quedan después de que el tiempo pase y, por lo tanto, es sencillo que justifiquen todos los discursos.
Conocer el fútbol
Muchos recordarán la llegada del teletexto a los televisores, en los años noventa. Fue, a su manera, uno de los primeros contactos que tuvimos con una interactividad propia de Internet, con la que ahora nos encontramos tan familiarizados. Al mismo tiempo, fue una de las primeras herramientas para conocer los resultados futbolísticos que no pasaba por escuchar un programa de radio, ver un programa de televisión o comprar un periódico. Si accedías a la página del teletexto indicada, podías consultar todos los resultados de primera división de manera automática, lo cual permitía seguir toda la jornada de la liga española a la vez, horas antes de que se emitiesen los resúmenes. Se podría dejar aquella página congelada mientras uno se dedicaba a otros menesteres, esperando que se actualizase y presentase, parpadeando, los goles que se acababan de marcar. Ese momento de refresco en el que el número de tu equipo parpadeaba garantizaba un vuelco al corazón seguramente mayor al que se produciría si se estuviese viendo el propio partido. En realidad, se trata de un conocimiento completa y totalmente limitado del fútbol, reducido a su mínima expresión. ¿Qué habría pasado? ¿Habría sido un golazo, habría sido un gol de rebote, en propia puerta, o marcado por la estrella del equipo? El absoluto laconismo de la información posibilitaba que se crease otro nuevo partido, el que tenía en su cabeza el usuario del teletexto. Un partido seguramente muy diferente al que estaba teniendo lugar, pero en cuanto que compartía su resultado, casi tan válido. La imaginación siempre ha sido un componente fundamental del deporte de masas y las nuevas fórmulas, más que acabar con ella, han agudizado su influencia.
Uno de los ejemplos más extremos es el programa del canal Esport3 La radio en colors. Frente a la imposibilidad de adquirir los derechos de emisión, el programa ha tomado una vía un tanto pícara, que es, básicamente, que los tertulianos narren el partido… Que están viendo en una televisión situada en off. Lo que cualquiera consideraría, en otro contexto, como algo tremendamente experimental —recordemos aquel partido planificado para que el balón no apareciese nunca en pantalla que sugirió en su día Guerín— se convierte, necesidad mediante, en una inopinada experiencia que, eso sí, han llegado a seguir ochenta mil espectadores, como en el caso de un reciente Barcelona-Milan. Es sencillo despachar la fórmula como una mera reproducción del aparato radiofónico, en el que lo verbal se impone a lo visual, con una importante salvedad. En la radio no hay off posible, o al menos, este no aparece más que sugerido por la palabra. En dicho programa, el fuera de cuadro está constantemente citado gracias a la mirada de los tertulianos, que se dirige a un punto indeterminado fuera de la pantalla. La televisión nos promete ver. Al negar esa promesa, sólo se genera esa ansiedad propia del fuera de campo que está presente fuera de nuestro alcance. El fútbol, en cualquier caso, vuelve a estar en otro lugar.
Hoy en día, seguir en un periódico online las retransmisiones en vivo de los partidos exige una fe semejante. De acuerdo, ahora el lector dispone de alineaciones, comentarios de los cronistas, interacción en el foro, fotografías al instante… Pero el partido, en sí mismo, sigue estando ausente. Y los goles y jugadas estelares, por mucho que sean descritas al dedillo, siguen existiendo únicamente en la cabeza del lector. Tan sólo en tiempos recientes se puede ver de manera casi instantánea el gol que acaba de ser marcado; eso sí, de manera totalmente pixelada, apenas una sombra de esa realidad que cada vez se percibe como algo más lejano.
Un partido lejano, muy lejano
Ah, el píxel. Si hay algo que define al consumo actual del fútbol, por paradójico que parezca, eso es el píxel. Si se quiere ver un partido en directo a través de Internet, la mala calidad de la retransmisión es casi condición ineludible. Pero no la única. También, escuchar la narración en otros idiomas, con el vasto horizontes de posibilidades que ello abre: no sólo cambia el idioma, sino que como bien sabe aquel que haya recurrido a exóticos canales para ver el partido de turno, las entonaciones, ritmos, pausas y otras características de la expresión paraverbal de otras lenguas son completamente diferentes. Aquí entra en juego otro factor peculiar de la retransmisión deportiva, que es lo detestable que resulta, según la extendida opinión popular, que el comentarista relate con su palabra lo mismo que cualquier espectador está viendo (una mala herencia de la retransmisión radiofónica, se dice, que no crea nada más que una desagradable redundancia), pero al mismo tiempo, no explica la chocante experiencia que es ver un partido en directo, especialmente para los que no están familiarizados con ella.
Cuando acudimos a un campo de fútbol, es necesario realizar un reajuste mental cuando comienza el partido para darse cuenta de que no hay voz que nos narre nada, que el único ruido que se percibe es el de la afición en el campo. Si hay algún gol, uno se sorprenderá de la ansiedad que nace de la imposibilidad de ver ninguna repetición y se descubrirá intentado asomar la cabeza para intentar atisbar las pantallas de la zona de prensa. Y, cuando vuelva a casa, uno entrará a YouTube para ver la repetición de ese gol que ha visto en vivo y que, curiosamente, no se parece en nada aquel que vimos en el campo. Toda una experiencia siniestra en cuanto que lo que nos debería resultar familiar, de repente nos parece algo ajeno, como si se hubiese sustituido a nuestra pareja por un autómata, pues autómatas son esas figuras que representan a futbolistas y aparecen en la pantalla de la televisión o del móvil. También, el mejor recuerdo de cómo el hombre contemporáneo siente como real lo que es vomitado por las pantallas, y no su conocimiento directo de las cosas.
Síntoma de ello son las grandes reuniones colectivas en las principales plazas españolas para asistir a la retransmisión de la final de la Eurocopa o el Mundial, que fácilmente podrían verse en el hogar de cada cual. Ya no prima, en este caso, la visualización o comprensión del deporte en sí, sino, por una parte, hacer explícito que la comunidad que se reúne alrededor del televisor existe realmente y, por otra parte, el espectáculo de buscar por todo los medios imprimir épica a un partido que, en el fondo, es como todos los demás. Lo importante no es el partido, sino los discursos que alrededor de él se generan, por posmoderno que pueda sonar. Aun así, es ingenuo o paternalista intentar separar, como generalmente se hace, el deporte de su espectáculo, su tejido empresarial y su cultura. El rock y, en general, la música popular del siglo XX, entendió rápidamente que la forma pura no tendría ningún significado por sí misma, sin los discursos que la acompañaban. Al fútbol, o los que intentan dignificarlo de la manera equivocada, parece que les cuesta aceptarlo.
Existe otra dimensión afectada por nuestra visualización de partidos en la red: el tiempo. Los telespectadores de los últimos cincuenta años no solían recordar que, cuando en el televisor de su salón de estar un futbolista ha marcado un gol, en el campo ya lo está celebrando. Este pequeño desfase temporal causado por la propia señal televisiva, en lugar de subsanarse, tan sólo se ha agudizado en el tiempo, de manera que, por ejemplo, los canales españoles ofrecen retransmisiones en alta definición con un leve desfase sobre la señal tradicional. Una diferencia nimia, podría pensarse, si no fuese porque es la suficiente para haber oído al vecino celebrar el gol. En definitiva, el presente que todos compartían hace tan sólo unos pocos años se ha convertido en un falso presente mucho más explícito. No digamos ya si uno está utilizando una de esas difusiones piratas en la que se ve lo que ha ocurrido tres minutos atrás. Este desfase, originado por la propia señal y la conexión a Internet, genera una situación insospechada en el mundo globalizado, en el que en teoría todo ocurre al instante: que cada cual vive el partido de una manera completamente distinta a como lo está haciendo el que tiene al lado. Existe un discurso, un partido, por cada usuario. Ante eso, el espectador no suscrito a ninguna plataforma (es decir, el espectador casual), sólo tiene una salida posible. Bajar al bar, y abrazar a la masa. El fútbol es cosa de muchos pero solitarios, también de pocos y unidos.
Descomponer la realidad
Cuando no somos capaces de entender algo, nos gusta descomponerlo hasta su mínima expresión. Eso se llama análisis y la ciencia sabe bastante de eso. También el fútbol. Quienes llevan a cabo retransmisiones deportivas saben que, precisamente, la descomposición suele resultar espectacular. Por ello alumbraron en su día la cámara lenta que se recreaba en la gestualidad (¡otra vez ella!) del atleta y deslumbraba al espectador ante el espectáculo hipnótico de los músculos contrayéndose, el balón trazando trayectorias que por una vez se hacían comprensibles al ojo humano, la red deformándose ante el golpeo del balón. Por eso mismo, dieron lugar a la cámara súper lenta, el último grado de esa fascinación morbosa por detener el tiempo. El cine ha retratado a cámara lenta a multitud de cuerpos muertos, cayendo en su último suspiro, captando fotograma a fotograma ese momento en el que lo vivo pasa a estar muerto. El fútbol ha hecho lo propio con el momento del gol, ese momento en el que el balón traspasa la línea. Tanto en un caso como en otro, se trata de asistir al tránsito de un estado a otro, a ese momento en el que todo cambia, recreándose en él.
Y, sin embargo, estos mecanismos técnicos no hicieron más que poner de manifiesto, una vez más, la imposibilidad de penetrar en el objeto. Todo buen aficionado al fútbol sabe que, por mucho que las retransmisiones se recreen en las repeticiones de las jugadas repetidas de manera obsesiva (una vez más, la voluntad de captar el momento extinto), el movimiento que la cámara lenta representa poco se parece a lo realmente ocurrido. Existe un ejemplo muy claro que ilustra ese vacío al que nos conduce la ilusión de control absoluto que produce la cámara lenta. En el célebre partido del “¿por qué?” de Mourinho, aquel Real Madrid-Barcelona de ida de Champions de 2011, el curso del partido fue determinado por la expulsión del jugador madridista Pepe. La jugada es bien conocida: el defensa alza la pierna y la dirige hacia la pierna de Dani Alves. El lateral del Barcelona retira la pierna y cae al suelo. El árbitro expulsa al madridista. Aquí surge la polémica: según muchos aficionados, Pepe nunca llegó a tocar al jugador, por lo que la expulsión sería injusta. Otros afirman que hay contacto. Sea como fuere, lo interesante es la obsesión que se creó alrededor de la jugada.
Rápidamente comenzaron a aflorar vídeos que mostraban cómo Pepe no había llegado a tocar el pie de Dani Alves. Otros comentaristas señalaron que a dicho vídeo le faltaban fotogramas (bueno, cuadros de vídeos) que sí aparecían en la retransmisión original. Súbitamente, las discusiones de media noche de los programas deportivos nos han situado en puro terreno Blow-Up (Blowup. Michaelangelo Antonioni, 1966). Si en esta la fotografía no admitía más ampliación, puesto que cada reproducción lo único que hacía era situar al protagonista más cerca del negro absoluto del vacío, el infinito número de veces que se reprodujo la jugada llevó a las aficiones a darse cuenta, por primera vez, de la escasa correlación que tiene la imagen con su realidad. Entre los dos fotogramas que presentaban el pie de Pepe en el balón o en el pie de Alves, los tertulianos que intentaron explicar el devenir de las semifinales a partir de dicha jugada, sólo se encontraron con que no había nada. Y en esa nada, se encuentra el todo, la clave que se nos escapa continuamente.
Crear el fútbol
Una de las comparaciones más habituales en el lenguaje futbolístico reciente es la que dice que determinado jugador “parece sacado de un videojuego”. La realidad ha sido superada por lo virtual (como es natural), pero finalmente, lo real ha terminado alcanzando a esta emulación. Messi y Cristiano Ronaldo lo han conseguido, sobre todo el primero: después de que el fútbol llegase a un punto en que el sistema parecía haber alcanzado un equilibrio en el que las variaciones sólo podían ser mínimas y, por lo tanto, los partidos se iban a decidir por pequeños detalles, la irrupción de dichos jugadores ha proporcionado una nueva vida, si no al juego, sí al espectáculo del juego. Han conseguido acabar con esa sensación del Fin del Fútbol, como la de Fin de la Historia que circulaba hace escasos años. Cualquiera que haya jugado a un videojuego de fútbol, sea simulador o mánager, habrá comprobado lo complicado que es imitar la supremacía de equipos como los dos grandes españoles en su respectiva liga.
Al obedecer a un sistema compensatorio, en el que no se puede ser ni demasiado bueno ni demasiado malo, como presunto reflejo de una realidad donde las excepciones, los cisnes negros, no existen, los mundos virtuales han terminando quedándose cortos, fracasando en reproducir la realidad (no en emularla). Sin embargo, juegos como la saga FIFA o Pro Evolution siempre han tenido algo claro: el momento muerto no puede existir, en cuanto que en el videojuego trepidante no puede haber pausas. Por eso, la propia mecánica del juego eliminaba las dificultades y miserias de cualquier partido —las peleas en el centro del campo, los balones continuamente divididos— para llevar la acción a las áreas. Hacer lo contrario sería como programar un juego de rol en el que se pasase más tiempo diseñando el equipo de los personajes que obligando a estos a enfrentarse a villanos. Y aun así, la mejora necesaria en esta clase de juegos ha provocado que, en comparación con lo que existía hace quince, diez o incluso cinco años, se pueda pergeñar un sistema defensivo muy convincente y fiel a la realidad. El sueño del freak del fútbol nunca ha sido manejar al héroe invencible, sino al mortal que una buena noche pudo parar a la estrella imparable.
Pero si existe una expresión perfecta de la nueva relación del fútbol con sus espectadores, o con parte de sus espectadores, es quizá la del mánager futbolístico. Un juego como PC Fútbol, más allá de su carácter generacional —pregunten en qué empleaban sus tardes de domingo los nacidos en los ochenta— de repente descubrió, unido a la parabólica y a los primeros análisis técnicos, que el fútbol no era sólo acción, sino también reflexión. El simulador planteaba algo que resultaba altamente seductor: se podía jugar al fútbol sin jugar al fútbol. Hasta entonces, la experiencia del fútbol era la experiencia del jugador. Entonces, pasó a ser la experiencia del entrenador (más tarde, mánager): crear alineaciones, diseñar tácticas, o al menos en la medida que permitía la aún sencilla programación de aquellos juegos. No extraña que una propuesta tan en apariencia poco atractiva (“hey, chaval, siéntate en el banquillo y piensa”) fuese acogida con los brazos abiertos por una generación. Si uno quiere jugar al fútbol, no necesita más que dos jerseys, un balón y algún amigo. Si uno quiere ser entrenador, la cosa se complica. Los simuladores ofrecían una visión del fútbol a ras de campo, una visión heroica del relato del videojuego. El mánager, directamente, te convertía en un Dios, quizá no omnipotente, pero que ofrecía una mirada desde arriba. Todo consistía en ajustar variables y darle al botón de “visionado”, o para los más inquietos, el de “resultado”. Aquella generación de adolescentes recordará, quizá, cómo sus padres asistían boquiabiertos a la diversión que ofrecía observar a los jugadores controlados por la máquina: ¿dónde estaba ahí la emoción, se preguntaban?
Aquellos juegos se fueron y vinieron otros, con Football Manager a la cabeza. Más o menos, el juego ha alcanzado un equilibrio bastante certero entre el poder absoluto y lo pragmático, que exige poner unos límites. En el célebre cuento de Borges, ningún mapa era capaz de satisfacer a sus usuarios hasta que se creó “un Mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio mismo”. Un planisferio que, por supuesto, tuvo que ser destruido por inútil, puesto que cuando un mapa es igual que el territorio, deja de ser un mapa y pasa a ser el territorio mismo. Juegos como el citado Football Manager son mapas del Imperio futbolístico que nos ayudan a entenderlo, sentirlo, explicarlo, vivirlo de otra manera. Otro de los caminos que, incansablemente, a través de la pantalla que sea, van a seguir los incansables futbófilos del siglo XXI para acercase a ese objeto tan atractivo y, a la vez, tan ininteligible. Por supuesto, como comprendió aquella generación de la Nouvelle Vague, sólo existe una manera de entender el cine mismo, y es haciendo cine; pero hacer crítica era también hacer cine. De la misma manera, sólo existe un fútbol posible, que es el que se juega en los campos de primera división, en cada noche de Champions League, en los Mundiales y en cada patio de colegio del mundo. Pero, de igual manera que estar enamorado no es poseer el amor, jugar al fútbol no es poseer el fútbol. Este sigue estando vetado para todos sus espectadores, seguidores y profesionales, que aspiran a comprenderlo, por fin, un día de estos.