IndieLisboa 2013

Tuve dos días y medio para escribir esta crónica antes de que se inaugurara la tercera edición del D’A, el Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona, pero no pude hallar el momento para hacerlo. Empecé a escribir habiendo visto ya cuatro películas del D’A, con la consiguiente mezcla de impresiones en la que las películas de IndieLisboa, que este año 2013 celebraba su décimo aniversario, empezaban a perder fuerza. Podría extenderme aquí relatando lo que ocurrió en las tascas portuguesas, en los cócteles y en los bares en los que conversé con mujeres pero no me atreví a acercarme a un gigantesco oso de peluche con gafas de sol que podría muy bien ser pariente del que utilicé en Experiencias sexuales divertidas (2012). Escribí uno o dos poemas e incluso me permití, apremiado por las proyecciones, comer una vez en un centro comercial, en el Burger King para ser más exactos. Vi tan sólo una película portuguesa, portuguesa e hipnótica, llamada Lacrau (Joao Vladimiro, 2013), que luego se ha llevado unos cuantos premios. Coincidí en el baño con el director de la película que menos me gustó y dudé sobre si debía comentárselo. No oí fados pero hablé con una música callejera lisboeta, a la que no logré convencer para que me hiciera un recital privado. Me llevé el Libro del desasosiego de Pessoa para empezarlo allí, pero no lo abrí hasta que estuve en el avión de regreso a Barcelona, y me quedé dormido con el prefacio. Ahora ya llevo unas cincuenta páginas. En el viaje de ida leí algo de El amigo americano de Patricia Highsmith. A continuación, las reseñas, por orden cronológico.

Le Grand Soir (Gustave de Kervern, Benoît Delépine, 2012)

Las películas de estos dos siempre las veo en el cine, a menudo de casualidad. Un año empecé Sitges con Avida (2006) y otra vez, no sé dónde, cayó Mammuth (2010). Vi en los Verdi la potente Louise-Michel (2008), que diría que es la que más me gusta. Tras un doblete inicial de comedias surrealistas en blanco y negro —Avida y Aaltra (2004)—, sus películas se tornaron dolientes y feístas, irrumpiendo con rabia en la actualidad y denunciando injusticias por la vía del humor salvaje. El problema de Le Grand Soir es que sus personajes son apenas dos caricaturas al servicio de una retahíla de gags y situaciones que no siempre funcionan, aunque de vez en cuando te hagan reír. Hoy en día, si haces una película airada sobre la crisis, y te cagas en el estado de las cosas, ya tienes a parte de la platea ganada, pero el plato de denuncia social me terminó sabiendo a poco. Benoît Poelvoorde y Albert Dupontel son dos valores seguros, qué duda cabe, y ayer mismo oí en la televisión que el sector del automóvil francés va a sufrir un drástico recorte de empleo, lo cual le da un plus de verismo al filme; lástima que se quede en eso, en una película simpática que puede servir para una primera o segunda cita con una chica de esas que tienen conciencia social.

I Used to Be Darker (Matthew Porterfield, 2012)

Vi esta película justo después de sufrir un revés moral en un restaurante donde me pasé todo el rato elucubrando sobre cuánto me iban a cobrar de más por el pan y el vino, para terminar pagando exactamente lo que ponía en el cartel: cinco míseros euros. Esta podría ser una de las razones por las que me sentí inclinado a adorar esta película pequeña que, sin estridencias innecesarias, cuenta una de esas historias que ocurren cuando se termina el amor entre una pareja de músicos de folk-rock. En uno de los momentos más desoladores del filme, la mujer en discordia va a casa del que fue su hombre, escoltada por dos amigotes, a llevarse lo que queda del equipo de música que una vez les unió y ahora les separa. Matthew Porterfield, el director de la película, su segundo largo tras Putty Hill (2010), podría haber alargado la secuencia del desmontaje hasta la agonía, pero prefiere cortar por lo sano y dejarnos con un plano del hombre abandonado, ya solo en la habitación casi vacía, arrancándole algunas notas tristes a su guitarra. Todo ello nos es narrado a través de la mirada de Taryn, sobrina de la antaño pareja, inmersa en un desconcierto vital y espiritual para el que la crisis de sus tíos no supone ningún aliento. Bonita y concisa, I Used to Be Darker nunca llega a sucumbir a su propia melancolía, y cuando termina a uno le ha dado tiempo de preocuparse por el devenir de sus protagonistas.

Animal Love (Ulrich Seidl, 1996)

La primera y única película que he visto del austríaco Ulrich Seidl, a quien el festival le dedicaba una retrospectiva, es este Animal Love, documento perturbador sobre gente que ha decidido consagrarse al amor animal una vez que sus esperanzas para con las relaciones humanas se han desvanecido. Fotografía en tonos sucios y mortecinos por Michael Glawogger, la película es un poco demasiado larga —dura dos horas— pero consigue llevarnos a un estado febril y mostrarnos cuán podridas están las entrañas de Europa, manejando las mismas ideas sobre la decadencia del cuerpo y el fracaso de los ideales amorosos que Michel Houellebecq ha ido desgranando en cada uno de sus libros. Una estampa inquietante resume la película: una mujer cuya piel empieza a arrugarse y a denotar la edad, pero que conserva unas piernas estupendas, le lee a su perro viejas postales de amor, suponemos que de amantes ya desaparecidos, y luego, estremecida en la cama, llama al perro, obviando que hablan idiomas distintos, suplicándole que la lama, que la quiera, que la posea.

Computer Chess (Andrew Bujalski, 2013)

En color, el filme de Bujalski no tendría la misma gracia. La fotografía monocromo, y la pantalla cuadrada, lo colocan en una especie de limbo suspendido que no es ni siquiera la década de los ochenta, en la que tiene lugar esta comedia sobre gente que juega al ajedrez con programas informáticos. Computer Chess es un filme disperso, sin ni siquiera un protagonista definido tampoco la llamaría una película coral, pero hay que verla después de la medianoche para contagiarse de su atmósfera y su poesía de pasillos desiertos de hotel, por los que vaga un tipo con apellido raro que se ha quedado sin habitación. Es en esos tiempos muertos, en lo que sucede después, y no durante la competición de ajedrez en sí, cuando la película encandila. Su tramo final, enigmático, casi lisérgico, me hace pensar que igual Bujalski no pretendía tanto rodar una comedia geek como un poema agridulce sobre un hotel anónimo en una ciudad norteamericana anónima, en el que cada noche, bien entrada ya la madrugada, aparece junto a la puerta principal una prostituta fantasma con la que puedes soñar que vas a perder la virginidad.

Amsterdam Stories USA (Rob Rombout, Rogier Van Eck, 2012)

Ganadora del Premio del Público, algo cuanto menos curioso habida de cuenta de que, cuando yo la vi, no éramos más de diez personas en la sala, Amsterdam Stories USA era el hueso suculento del festival, la película que suponía un riesgo y que, por esa misma razón, se me antojaba imperdible. Riesgo, por su duración: seis horas, que aguanté cabeceando únicamente unos minutos tras el primer parón (la película está dividida en cuatro partes). El documental de Rombout y Van Eck, un holandés y un belga que hablan entre ellos en francés, parte de una premisa interesante: recorren en coche los Estados Unidos visitando las diecisiete ciudades y pequeños pueblos llamados Amsterdam. Que en un mismo país existan diecisiete ciudades con el mismo nombre, que a su vez es el de una capital europea, ya es significativo de la naturaleza metamórfica y multipolar de la tierra de las barras y las estrellas, en la que, como dicen varias personas en el documental, uno siempre tiene la sensación de poder volver a empezar, reinventarse, irse a otro estado y convertirse en otra persona, como bien sabe Frédéric Bourdin. Uno empieza el viaje con ganas, como se empiezan la mayoría de los viajes, respirando la carretera y el omnipresente cielo norteamericano, que es uno de los protagonistas de la película, ya que en la mayoría de lugares por los que pasan los documentalistas no suele haber rascacielos que lo tapen, salvo excepciones como Nueva York, que es de donde parten (su nombre original era Nueva Amsterdam). El problema es que, al rato, el filme se vuelve esquemático en exceso: en cada ciudad entrevistan a uno o dos personajes que les cuentan sus historias, algunas son bellas y reveladoras, otras son divertidas, pero también las hay que no tienen tanto interés, y terminas pensando que la experiencia ganaría si, en algunas ciudades, en vez de privilegiar el contacto personal, se dedicaran a filmar lugares o pequeños acontecimientos o a narrar anécdotas surgidas sobre la marcha. La película gana en los altos en el camino, las conversaciones intrascendentes que tienen ellos en el coche, o en episodios curiosos como la actriz a la que recogen en una carretera de Los Angeles. El resultado final no se hace pesado, y nos deja un montón de postales del interior de América revoloteando en la cabeza, pero más que a una experiencia cinematográfica, Amsterdam Stories USA sabe a serie documental televisiva, un formato que fácilmente podría emitirse a ciudad por episodio en algún canal divulgativo de cuatro y media a cinco de la tarde. Entre la lista de entrevistados figura algún que otro personaje célebre, como Adrian Cronauer, el periodista y locutor de radio que inspiró Good Morning, Vietnam (Barry Levinson, 1987) o el escritor Russell Banks, autor de El dulce porvenir, la novela en la que se basa la película homónima de Atom Egoyan.

Exit Elena (Nathan Silver, 2012)

Cuenta por ahí el director de esta película que su gestación parte de un fracaso previo, otro proyecto que no se pudo hacer porque varias personas se desentendieron sin dar tiempo a prevenir el desastre. Son estas cosas que ocurren cuando quieres rodar cine con cuatro duros. Así que, a vueltas con el mono de rodar, Nathan Silver quiso asegurar el siguiente tiro rodeándose de gente que supiera que no le podía fallar. Esbozó cuatro ideas con su novia, Kia Davis, que además protagoniza el filme, y empleó como actores a parte de su familia más cercana. Él, sin ir más lejos, interpreta a un chaval con problemas de cabeza llamado Nathan, y su madre hace de su madre, usando su mismo nombre. Su novia interpreta a Elena Petrovic, protagonista de la película, una enfermera a domicilio que recala en un núcleo familiar algo rarito. El resto les salió sobre la marcha, improvisando, exagerando o parodiando comportamientos de la vida real y a ver qué ocurría. Pudo haber salido mal, pero el resultado es altamente disfrutable y adictivo, hasta el punto de quedarte con ganas de pasar un rato más con esta gente. Su argumento es el de una película social del montón, pero Exit Elena navega impredecible y ligera hacia la comedia, negra y teñida de esa incomodidad tan característica de ciertos malentendidos que se dan hasta en las mejores familias.

The First Winter (Ryan McKenna, 2012)

Mientras pasaba ante mis ojos el primer largometraje del canadiense Ryan McKenna no pude dejar de mantener un monólogo interior paralelo, preguntándome cosas como hasta qué punto es o debe ser subjetiva la crítica de cine y si es posible que a veces la tomemos con una película igual que a veces la tomamos con una persona. Confieso que desde el primer momento en que aparece el actor protagonista en pantalla, repartiendo folletos puerta por puerta y tratando de parecer despreocupado, me dije a mí mismo que no me iba a gustar The Last Winter. Su protagonista busca con desespero que en su rostro asome esa comicidad triste y luminosa tan Bill Murray, de cuando éste trabaja con Sofia Coppola, con Jarmusch o con Wes Anderson, pero no nos contagia otra cosa que la apatía, el sentimiento que domina una película morosa, una comedia triste en la que reír es tan difícil como llorar o conmoverse. Winnipeg está helado y ahí quedan algunos planos nocturnos que no están mal, viento y nieve, pero es que hay algo que no funciona en la gramática de esta película en la que cada plano anticipa el siguiente de una forma catastrófica, como frases sacadas de un libro de texto de escuela. Hacia el final hay un viaje en coche que no está mal, el único momento cálido del filme. A la salida abordé a una espectadora con buenas piernas, que parecía opinar lo mismo que yo.

Peaches Does Herself (Peaches, 2012)

No pude cuadrar mis horarios para ver el documental de Peaches, pero si que me acerqué al DJ set que la cantante canadiense ofrecía en el Ritz Clube, una discoteca moderna que colinda, en la Rua da Gloria lisboeta, con varios locales de alterne. Uno de esos establecimientos, el Piri-Piri, se convirtió en mi objetivo personal después que, una noche, al acercarme a su puerta, me topara con una imponente mujer madura que, a mi pregunta sobre si el local estaba abierto, me respondió que estaba cerrado, con una voz que me puso caliente por la autoridad y la sabiduría que transmitía. A partir de entonces pasé varias veces por delante, la puerta siempre estuvo cerrada. Durante el show de Peaches abracé no una ni dos sino tres veces a una chica que me repitió su nombre las tres veces, y quiso mi ángel de la guardia imaginario que coincidiéramos a la salida de la disco, así que me acerqué y, total, no perdía nada, le dije que me gustaría verla desnuda. Contra todo pronóstico, respondió preguntándome si vivía cerca de allí. Fuimos a mi sórdida pensión en la Rua Atalaia y, después de superar dos o tres ataques de risa, nos quedamos desnudos y entrelazados en la penumbra de la habitación, ligeramente iluminada a través de la ventana por la luz de la luna y la que irradiaban las farolas, encendidas para guiar a los borrachos que aún no se habían dado por vencidos. Le dije que no tenía condones pero no lo importó e hicimos unas cuantas cosas más antes de dormir. Misteriosamente, no me costó nada conciliar el sueño. Por la mañana, lo primero que me dijo, después de darme los buenos días, era si quería follarla por el culo. Tuvimos una breve discusión o malentendido porque traté de preguntarle si realmente quería que la sodomizara, si le apetecía o lo hacía un poco por compromiso o por complacerme, por no haber follado la noche anterior. Por toda respuesta se puso de cuatro patas sobre la cama y yo, con las manos asidas a sus nalgas blancas, se la introduje con cuidado, mientras ella, esbozando una sonrisa divertida, retorcía la cabeza volviéndose hacía mí y para supervisar la operación. Tenía una mariposa diminuta tatuada en el omóplato izquierdo, y ese fue el punto de fuga en el que me concentré mientras la penetraba, cosa que hice hasta que no pude más y caí rendido, de costado, en el borde de la cama, haciendo acrobacias para no caerme. La invité a desayunar, nos dimos los mails y me abrazó por última vez, diciéndome a la oreja “fica bem” (que significa que estés bien), al pie de la rua O Seculo.

Orléans (Virgil Vernier, 2012)

Me gustan las películas como Orléans en las que contar el argumento sirve de bien poco. El filme transcurre en la villa francesa que le da título, durante las festividades de Juana de Arco, que conmemoran la victoria de la santa contra los ingleses que asediaban la ciudad en 1429. Son algo menos de sesenta minutos en compañía de dos bailarinas de striptease que caminan, conversan sobre sus avatares y circunstancias y se topan con una muchacha que va a hacer de Juana de Arco en el gran desfile de las fiestas. Al gusto del consumidor, uno puede buscar paralelismos políticos —ser mujer hoy y hace quinientos años, enfrentarse al statu quo, sobrevivirlo, tener una epifanía— o limitarse a disfrutar de las límpidas imágenes de la ciudad, del bosque y de las mujeres (vestidas) que nos proporciona Virgil Vernier, para quien Orléans supone el primer experimento con la ficción tras rodar varios documentales.

Lacrau (Joao Vladimiro, 2013)

No quería pasar por IndieLisboa sin haber visto ninguna película portuguesa. Cogí la entrada para E o amor, la última de Joao Canijo, por si Amsterdam Stories USA se me hacía cuesta arriba, pero terminé viendo entero el documental. Ninguna de las que me llamaban la atención tenía pases a horas que yo tuviera disponibles, así que tuve que recurrir a la mediateca del festival, donde escogí Lacrau, el filme cuya sinopsis se me antojaba más críptica, y que terminó llevándose el premio a Mejor Película Portuguesa y otro concedido por el jurado Árvore da Vida, que creo que es el de la crítica portuguesa. Tan sólo lamento no haberme podido dejar arrullar por esta vaporosa e hipnótica sinfonía de imágenes en el cine, que es donde hay que ver las películas. La tuve que ver en dos tandas, en dos días distintos, y fue un bajón porque sus primeros veinte minutos me tenían mesmerizado, alucinado, mientras que al día siguiente, quizá porque tenía la cabeza más dispersa, la seguí con interés pero sin aquella fascinación inicial que tan cara y valiosa es de encontrar. Lacrau es un bellísimo poema visual que transita de lo urbano a lo agreste, con sangre de cerdo y música espiritual incluida, como corresponde a todo ritual telúrico que se precie.

Museum Hours (Jem Cohen, 2012)

La película de Jem Cohen me gustó pero, sobre todo, me desconcertó. Y lo hizo porque yo, queriendo tener cuanta menos información posible sobre ella, fui a verla creyendo que se trataba de un documental, cosa que de entrada parece pero luego ves que no. Cohen esboza una ficción mínima, el azaroso encuentro entre un vigilante de museo y una mujer canadiense que viaja a Viena para acompañar a su hermana enferma, e incrusta esa ficción en la capital austríaca, filmada como la filmaría un documentalista interesado en capturar la esencia y las pequeñas historias que esconden los objetos y los lugares. El resultado es un híbrido no enteramente satisfactorio, pero altamente estimulante, que se interroga y nos interroga constantemente sobre cómo hay que mirar el arte y la vida y rompe una lanza por el embeleso, nos invita a dejarnos hechizar por todo aquello que pasa ante nuestros ojos sin que medien construcciones teóricas. Quizá no me he explicado bien, pero Museum Hours no sólo me lo hizo pasar bien, sino que también me interesó, y cuando esas dos sensaciones se encuentran en el cine uno sale contento, con un curioso pudor; a veces es difícil decir eso de “joder, pues me ha gustado”, sin más, y que vean que, efectivamente, has disfrutado pero no acaba de apetecerte ponerte a hablar sobre ello.

A Liar’s Autobiography: The Untrue Story of Monty Python’s Graham Chapman (Bill Jones, Jeff Simpson, Ben Timlett, 2012)

No sé si hay una época concreta de la vida para ser fan de los Monty Python. Cuando empiezas a interesarte por el cine, siempre hay quien te recomienda sus películas o la serie que hacían para la BBC, el Monty Python’s Flying Circus. Yo nunca he sido un incondicional: tengo pelis suyas en DVD, pero admito que si me mostraran sus rostros y me pidieran que les pusiera nombre, no distinguiría a Michael Palin de John Cleese. Soy muy malo para las caras. Tampoco tenía muy controlado al insigne Graham Chapman, que murió en octubre de 1989 y al que, veintitrés años después, le han hecho un homenaje en forma de película de animación. Digo insigne porque si algo no tiene discusión es que Chapman debió ser un gran tipo cuyo humor esquinado se entendería muy bien con el mío, pero, en lo que respecta a esta película en sí, se queda en una mera curiosidad, un extra para acompañar algún pack de DVD o Blu-Ray. No es que no sea razonablemente entretenida, pero sus creadores parecen obcecados hacer algo muy vistoso y salvaje, lleno de sordidez, escatología y constantes cambios de estilo, quizá para disimular que en realidad no tienen gran cosa que contar, más allá de los chistes y las anécdotas generadas por el mismo Chapman en vida. De hecho, los mejores momentos son aquellos en los que vemos fragmentos del humorista en carne y hueso, del resto pueden salvarse algunas cosas, como su abierta y desenfrenada celebración de la homosexualidad, las canciones o el inquietante pasaje que narra la adicción de Chapman al alcohol. La pura verdad es que no hacía falta esta película: con el maravilloso vídeo de su funeral, que puede verse en Youtube y del que en el filme aparece un breve extracto, basta y sobra.