Corazón tan negro
En el imaginario colectivo la África negra es un territorio exótico, bello y peligroso, en permanente guerra consigo mismo. Como espectadores, sin contar a aquellos aventureros que se hayan adentrado en los documentales de Jean Rouch o en las filmografías del senegalés Ousmane Sembene y el maliense Souleymane Cissé, estamos acostumbrados a esa abstracción panafricana en la que los países son prácticamente indistinguibles entre sí y el hombre blanco supone la referencia absoluta a la hora de afrontar la narración. Ver Diamante de sangre (Blood Diamond, Edward Zwick, 2006), En un lugar de África (Nirgendwo in Afrika, Caroline Link, 2001) o el cortometraje Aquel no era yo (Esteban Crespo, 2012) supone, en el mejor de los casos, dejar de lado el punto de vista de los habitantes de esos países; y en el peor, caer de bruces en el paternalismo y la condescendencia más atroces. El mayor logro de Rebelde es precisamente la ligazón absoluta del relato al punto de vista de Komona, una niña soldado interpretada con asombrosa naturalidad por Rachel Mwanza, actriz no profesional que se apodera de cada fotograma de la película. El cineasta canadiense Kim Nguyen vuelve a caer en el error de no precisar el lugar en el que suceden los hechos para hacer más universal su historia, pero en este caso poco importa si se trata de Malí, Ruanda o la República Democrática del Congo. Porque el centro de todo, la razón de ser última de Rebelde, es esta chica omnipresente de mirada vacía y alma lacerada.
La tragedia de Komona, como la de tantos miles de niños centroafricanos, es una de las más terribles de nuestro tiempo y, precisamente por eso, resulta tan complejo decidir qué y cómo se cuenta, qué tratamiento se quiere dar a la violencia y si, entre tanto dolor y crueldad, queda algún resquicio para la esperanza. Es una obviedad decir que el caudal de imágenes de guerras, catástrofes, muerte y destrucción que nos llega a través de los telediarios nos ha insensibilizado hasta tal punto que hemos dejado de percibir la verdadera dimensión de las noticias. Por si fuera poco, el foco informativo, más oportunista y desequilibrado que nunca, permanece pendiente durante dos semanas de un atentado en Boston que ha causado cuatro muertos y le dedica 30 segundos o un artículo de 100 palabras en la página 30 a un genocidio en el corazón de África. Para tranquilidad de nuestras aletargadas conciencias, la otra opción es suprimir cualquier mención a los hechos, que están muy vistos y “no venden”. Digresiones aparte, Susanne Bier adoptaba en En un mundo mejor (Hævnen, 2010) esa mirada culpable y cedía el protagonismo, una vez más, al hombre blanco, pero se alejaba de las habituales simplificaciones sobre el continente africano y sugería un inquietante paralelismo entre la violencia de allí y la de aquí. Rebelde da un paso más allá y mira de frente el problema, lo embiste con una mezcla de naturalismo y realismo mágico. De lo poco reprobable que tiene la película es esa insistencia de Nguyen por utilizar la cámara inquieta y a ras de suelo tan habitual de un pretendido cine pseudodocumental.
La inmersión total del espectador se produce desde la secuencia de apertura, en la que un grupo paramilitar irrumpe a balazos en el poblado de Komona y la obliga a realizar un rito de iniciación tan espantoso que Nguyen decide dejarlo fuera de campo. Su decisión de no recrearse en ese instante le permite huir de la abyección de la que hablaba Rivette en su artículo sobre el travelling de Kapo (Kapò, Gillo Pontecorvo, 1960) y que más tarde haría célebre Serge Daney en Perseverancia (muy recomendable su relectura, por cierto). En la siguiente secuencia, los nuevos reclutas de este demencial ejército infantil aprenden la primera y más importante lección: desde ese momento, su AK-47 será su padre y su madre, su único ser querido. No queda espacio para la amistad o el juego, el único objetivo es destruir al enemigo y obedecer a los superiores. En su alucinado y alucinatorio periplo por la jungla, Komona sale ilesa en medio de un tiroteo y empieza a ver, tiznados de ceniza, a los fantasmas de uno y otro bando, a sus padres muertos, a todas las víctimas de esta irracional e inagotable contienda. El tránsito entre el realismo de la mayoría de las secuencias y aquellas que contienen elementos fantásticos —¿o deberíamos llamarlos fantasmagóricos?— se produce de manera orgánica, como un continuo de la percepción de Komona. Nguyen se vuelca en las texturas, los sonidos y los silencios, en trasladar al espectador todo el caudal sensorial que llega a los sentidos de la protagonista.
La película bascula hacia otra tonalidad cuando Mago (Serge Kanyinda), un niño soldado albino cuya imaginación e iniciativa no han sido sepultadas todavía por la violencia, convence a Komona para que huyan juntos. Y a partir de aquí el director deja de ser un simple relator de atrocidades para escribir su propia poesía en el seno de un conflicto que sobrepasa el entendimiento. El amor es la única vía de escape para estos dos jóvenes de infancia mutilada, y se entregan el uno al otro de manera tan torpe como decidida. Es el pasaje menos árido de la narración, cuando algo parecido a la felicidad se asoma a sus rostros, y la busca de un gallo blanco se convierte en su única preocupación: es el requisito simbólico, casi imposible de lograr, que le pide Komona a Mago para casarse. El último acto, tras este luminoso paréntesis, nos devuelve a la despiadada realidad con el rotundo sonido de un machetazo y adentra a Komona en la aventura más terrible y, a pesar de todo, esperanzadora, que aún le queda por vivir.