Black Mirror 2×02: White Bear

Corre, Victoria, corre

Ningún otro capítulo de Black Mirror es tan macabro, retorcido y cruel como White Bear. Y eso no es decir poco. La criatura mutante pergeñada por Charlie Brooker, con Carl Tibbetts (responsable de la interesante Retreat) en la dirección, opta aquí por identificar al espectador desde la primera secuencia con la protagonista, una mujer que despierta frente a un televisor en el que figura un extraño símbolo. Se mira al espejo y no se reconoce, claramente está tan perdida como nosotros en una casa que le es a la vez familiar y extraña. Se mueve como quien estuviera viviendo un dejá vù constante y todos sus intentos por comprender quién es y dónde está parecen infructuosos. Lo que le espera en el exterior es mucho peor: en las ventanas de las casas colindantes, desde detrás de cada ventana, en la calle a su alrededor, hay gente observándola a través de sus teléfonos móviles. Gente que no responde a sus gritos pidiendo ayuda, zombis que solo van tras ella móvil en ristre sin mayor razón aparente que capturar su imagen en movimiento. Y ese elemento, aparte de las pantallas con el extraño símbolo, es el único asidero tecnológico al que se agarra Brooker para justificar estos 45 minutos en los que vivimos en primera persona el horroroso espectáculo del sufrimiento humano.  

La desesperación de esta mujer desconocida y amnésica, cuyos ojos claman angustia, es la nuestra: queremos comprender por qué la gente se comporta así, por qué hay unos tipos con máscaras grotescas que la persiguen y por qué no es capaz de recordar nada, aparte de unos inconexos flashazos. Hasta que un requiebro del guión pone las cartas sobre la mesa: Victoria Skillane es una criminal recibiendo su demencial condena. La veta sociológica de Black Mirror, muy acusada en The National Anthem y The Waldo Moment, saca aquí a relucir dos de los aspectos más turbios de la realidad que vivimos y de la que podemos llegar a vivir: la conversión de las masas en espectadores que solo viven a través de sus teléfonos móviles y, lo que es mucho peor, un perverso sentido de la justicia que va más allá del ojo por ojo, diente por diente. Lo que se va desvelando poco a poco en White Bear es una Ley del Talión elevada a la enésima potencia, un terrorífico castigo sin fin.

El reciente asesinato de un soldado inglés en Londres podría haber salido perfectamente de la maquiavélica mente de Brooker: mientras los dos jóvenes islamistas cosían a machetazos el cuerpo de Lee Rigby e intentaban separar su cabeza del cuerpo, decenas de transeúntes grababan y hacían fotos del suceso con sus teléfonos móviles como los espectadores zombificados de White Bear. Incluso uno de los asesinos explica sus motivos frente a la cámara de un anónimo ciudadano. Una tal Ingrid Loyau-Kennett (conocida entre los medios ingleses como “el ángel de Woolwich”), fue la única que se atrevió a acercarse para ver si Rigby seguía con vida y hablar con los asesinos. Días después, ensalzada al nivel de heroína nacional por la prensa y la televisión, aprovecha una entrevista para decir: «No me voy a dejar cegar por el odio, pero creo que en el fondo merecerían una muerte dolorosa”. He aquí una contradicción de primer orden, algo similar a lo que parece mover a todos los participantes en la prolongada tortura de Victoria. Quizá el momento en que mejor se capta el Horror, aparte del claro en el bosque convertido en la explanada de las trepanaciones y crucifixiones, sea a lo largo de esas secuencias que se intercalan con los títulos de crédito. La cotidianeidad de esos hombres y mujeres que trabajan cada día para repetir el martirio de Victoria, esa X en el calendario que sigue a muchas otras X, la jovialidad de las familias que acuden a este parque temático de la infamia… Todo ello remite a los castigos sufridos por Sísifo y Prometeo, y elevan el sufrimiento de la protagonista hasta cotas inimaginables.  

Lo más subversivo de Black Mirror es su manera de dinamitar el formato televisivo. El cine, casi desde sus inicios, ha tenido ilustres disidentes y aventureros que han sabido saltarse las normas para dejar de lado el factor de entretenimiento que se le presupone al medio. La televisión, como formato bastardo y de masas, se ha centrado en potenciar ese factor lúdico hasta dejar de lado las ficciones más incómodas y reveladoras de los agujeros negros de la naturaleza humana. Brooker ha pretendido (y conseguido con éxito en la mayoría de los casos) invertir la tendencia, escupirnos a la cara nuestras vergüenzas y plantearnos dilemas morales que nos acompañan mucho después de haber terminado cada uno de los capítulos. A no ser que se sea un sádico, uno no ve Black Mirror para pasar un buen rato y, si eso pretende, acabará terriblemente frustrado. Es más bien al contrario: Black Mirror no se disfruta, se «sufre», y esa es su auténtica y genuina conquista. Porque cada una de sus historias, siempre sorprendentes por su planteamiento ajeno a cualquier cliché, nos dice lo podridos que estamos por dentro.