La transformación de la representación iconográfica de Superman en el cine y la TV
El auténtico reto para un buen autor no está en hacer interesante a un personaje oscuro, nihilista, al estilo de Batman: los héroes torturados, permanentemente escondidos en las sombras, son muy agradecidos respecto al fándom comiquero –que se lo digan, si no, a Todd McFarlane, que lleva desde principios de los 90 viviendo de una mezcla sin gracia de Batman y el Merodeador–. Lo que demuestra auténtica capacidad creativa, cintura y oficio, es ir más allá del estereotipo cuando se aborda a un superhéroe inmaculado, patriótico, con evidentes resonancias religiosas como Superman –sean crísticas, como acostumbra a señalarse, o moiseicas, partiendo del judaísmo de Jerry Siegel y Joe Shuster–. De ahí que, aunque, de su paso por DC, se recuerde sobre todo su trabajo en «La Cosa del Pantano» y en «Batman: La broma asesina», hay que señalar que Alan Moore también firmó dos historias excepcionales de Superman: «Para el hombre que lo tiene todo» y «¿Qué fue del Hombre del Mañana?». De la misma manera que Grant Morrison, que le dio la vuelta al status quo del Hombre Murciélago, tendiéndole el manto de Bruce Wayne a Dick Grayson, y acompañándolo de Damian Wayne, también revolucionó la historia de Clark Kent narrando su muerte en «All-Star Superman».
Esa dificultad para acercarse a Superman desde una perspectiva contemporánea, más moderna, proviene, sobre todo, de sus orígenes: el hecho de ser el primer superhéroe jamás creado, y además en una época mucho más idealista como fue el final de los años 30, lo dota de una ingenuidad conceptual, de una simplicidad definitoria, que se ha mantenido relativamente incólume a través del tiempo debido al estatus iconográfico, patriótico, que ha alcanzado el personaje para los estadounidenses —a diferencia de Batman, que ha ido adaptándose de forma muchísimo más evidente, debido a su flexibilidad, a los cambios sociales—. No es casual que, igual que Siegel y Shuster lo crearon cuando el país se estaba recuperando de la Gran Depresión, los acercamientos audiovisuales de imagen real más celebrados al personaje hayan surgido, en general, en épocas post-crisis: Superman es, fundamentalmente, un símbolo de esperanza, una proyección ficcional del idealismo sobre el que (en teoría) está construida la nación usamericana —incluyendo uno de los detalles que, de forma habitual, menos se aprecian de él: su naturaleza de inmigrante integrado a la perfección—, y acostumbra a resurgir con fuerza cuando sus compatriotas necesitan una inyección de ánimo. Si, de alguna manera, el Hombre Murciélago es un superhéroe de sociedad burguesa, que vive con suficiente comodidad como para poder permitirse el escepticismo, el cinismo, puede decirse que Superman lo es de una sociedad proletaria, que requiere un rayo de esperanza que suavice un día a día (más o menos) insoportable.
Superman en serie
Cuando Kirk Alyn se convirtió en el primer actor que se enfundaba las mallas azules —sin contar a Ray Middleton, que lo hizo en la Feria Mundial de Nueva York de 1939— en el serial Superman (Id.; Spencer Gordon Bennet, Thomas Carr, 1948), el personaje ya había sido desarrollado, vocalmente, por Bud Collyer, tanto en sus aventuras radiofónicas como en la muy fiel adaptación animada llevada a cabo por los Fleischer Studios. Para entender el alcance popular de esta encarnación del personaje, resulta fundamental una característica aportada por Collyer: la diferenciación entre Clark Kent y Superman a través de la forma de interpretarlos, el primero tímido y atildado, el segundo masculino y seguro de sí mismo —hay que señalar que, en esa época, Kent era el disfraz del personaje, no su traje de superhéroe—. No es una opción inocente. El aspecto de hombre corriente que le daba a Alyn un traje excesivamente grande, y esas gafas redondas que mantenían el guiño a Harold Lloyd que era Clark, le transmitía a los espectadores que hasta el americano aparentemente más común podía albergar, bajo su camisa, a un superhéroe dispuesto a salvar a sus semejantes. No hay que olvidar que, hasta apenas tres años antes, los americanos habían estado participando en la Segunda Guerra Mundial, y la idea del héroe proletario estaba muy arraigada en el país. Además, la tendencia inconsciente del actor a darle a Superman cierta gracilidad bailarina —no en vano, antes de dar el salto a Hollywood, Alyn trabajó durante años en musicales de Broadway—, potenciaba el positivismo un tanto infantil del personaje, inspirado en los aventureros que hicieron famoso al Douglas Fairbanks en el que Siegel y Shuster se inspiraron para crear al superhéroe.
Los estadounidenses estaban tan sedientos de ese concepto de héroe patriótico, representativo del american dream, que de no haber renunciando Kirk Alyn al personaje, podría haberlo representado durante toda una década, pero Atom Man vs. Superman (Spencer Gordon Bennett, 1950) fue la última vez que llevó la «S» en el pecho. El escogido para sustituirle fue George Reeves, actor con experiencia como boxeador, y por eso con un físico más agresivo, más bronco, que lo interpretó por primera vez en el largometraje de 58 minutos Superman and the Mole Men (Lee Sholem, 1951). Con el país mucho más sumergido en la paranoia anticomunista de la Guerra Fría, esa nueva lectura del superhéroe le restaba ingenuidad comiquera, y lo enfrentaba a una trama de ciencia-ficción con mensaje, tonalmente —sobre todo en su uso de la iluminación muy contrastada, llena de claroscuros— no tan alejada de Furia (Fury; Fritz Lang, 1936). Superman ya no era un americano más, sino un guardián incansable para la nación, alguien que garantizaba, aunque fuera en la ficción, su seguridad —no es baladí el detalle de que Reeves apenas diferenciara su interpretación de Kent y su alter ego superheroico—. No es de extrañar, pues, que cuando Reeves saltara a la televisión con Adventures of Superman (1952-1958), se conservara ese aroma noir, enfrentando al personaje con lumpen de lo más corriente, en parte para abaratar costes, y en parte, para reflejar la creciente preocupación popular en los Estados Unidos post-bélicos hacia la delincuencia y, sobre todo, hacia el poder que estaban alcanzando los grupos mafiosos —y que llevaría a la creación, años más tarde, de Los intocables (The Untouchables, 1959-1963)—. Por eso, cuando los productores, aprovechando que empezara a emitirse en color, infantilizaron la serie, dándole un tono camp que anticipaba el de Batman (Id.; 1966-1968), fue perdiendo cada vez más popularidad hasta acabar cancelada: ya no respondía a lo que, en esos momentos, los espectadores querían de Superman.
Renacimiento
El suicidio de Reeves truncó toda posibilidad de resucitar la versión de Superman que él representaba, y al mismo tiempo generó un trauma personal entre los aficionados que provocó que, durante dos décadas, nadie se atreviera a volver a intentar adaptar al personaje. No es casual que el proyecto surgiera a finales de los 70, después de que Jimmy Carter empezara a alejar a los Estados Unidos de la grave crisis social y económica de aquella década, y que se superaría definitivamente con la excesiva etapa reaganiana. De nuevo, como en la etapa de Alyn, los estadounidenses necesitaban a un héroe que representara su esperanza de regenerarse como nación, de suturar las heridas provocadas por traumas históricos como Vietnam o el escándalo Watergate, y volver a recuperar la ingenuidad, la fe patriótica. No deja de ser curioso que fuera Mario Puzo, el creador de dos antihéroes tan cínicos y tan desesperanzados como Vito y Michael Corleone, quien supiera ver esa necesidad y la trasladara al borrador de 500 páginas que, después, reescribieron y reestructuraron Tom Mankiewicz y Richard Donner —ambos de forma no acreditada—. Superman: La película (Superman: The Movie, 1979) es el primer largometraje de superhéroes posmoderno de la historia, y lo es de forma consciente, al reconstruir unos Estados Unidos que en aquella época ya no existían, empleando para ello materiales expresivos recuperados de la época dorada de Hollywood: la imitación de Cary Grant que lleva a cabo Christopher Reeve al interpretar a Clark Kent, la dinámica de screwball comedy que se establece en su relación con Lois Lane, la estructura narrativa heredera del cine de aventuras clásico… Donner se acerca al personaje, es evidente, como alguien que disfrutó en su juventud de los seriales de Kirk Alyn, con cierta nostalgia y, a la vez, con una distancia irónica, pero cariñosa, que quiere evidenciar, precisamente, que está construyendo una ficción, algo muy alejado de la realidad circundante.
Por eso, a medida que, debido al éxito de la versión de Donner, fueron produciéndose secuelas con Reeve al frente, la franquicia fue perdiendo ese sentido esperanzador, melancólico, y fue dándole pábulo a una mezcla de espectacularidad y de sentido del humor que encajaba mucho mejor en los Estados Unidos de la época Reagan. En una época en que los Rambos y los Rockys se convirtieron en los auténticos héroes usamericanos, violentos, despiadados y abiertamente patrioteros, la ingenuidad de la creación de Siegel y Shuster ya no tenía cabida sin ser tamizada por la ironía y el sarcasmo. Por eso, cuando la saga intentó volver a tomarse en serio al superhéroe en Superman IV: En busca de la paz (Superman IV: The Quest for Peace; Sidney J. Furie, 1987), el proyecto no cuajó: no sólo fue a causa de las roñosas condiciones de rodaje impuestas por Menahem Golam y Yoram Globus, sino también por la falta de convencimiento de un largometraje que nacía muerto, sin interés más allá de lo crematístico.
Refugio catódico
Como ya había ocurrido con el caso de George Reeves, una vez quedó claro que el filón del Superman de Christopher Reeve se había agotado, ningún productor se atrevió a volver a llevar al superhéroe al cine durante, otra vez, casi 20 años. Eso sí, mientras tanto, el personaje encontró su refugio en la televisión, en varias series producidas de forma casi consecutiva, y que profundizaban en aspectos muy diferentes del mismo.
Por un lado, The Adventures of Superboy (1988-1992) era poco más que un subterfugio por parte de Alexander e Ilya Salkind, que sólo habían conservado los derechos de la versión juvenil de Clark Kent, para seguir sacándole provecho a la franquicia en formato catódico. Poco antes se había producido el llamado «Lunes negro», un desplome del índice bursátil Dow Jones, y la preferencia de los productores por los villanos coloristas, totalmente comiqueros, parecen querer proyectar la abstracta amenaza que fue para la economía americana esa caída de las acciones de todas las empresas del país… Pero, al mismo tiempo, representan ese acercamiento irónico, desprejuiciado, a sus propios mitos que produce una sociedad burguesa, más o menos acomodada. De la misma manera que el cambio del actor que interpretaba Kent en la primera temporada, John Haymes Newton, por Gerard Christopher a partir de la segunda, refleja, de forma inconsciente, la forma de actuar del tejido empresarial neoliberal que, en aquella época, ya se había extendido por Estados Unidos —y cuya tendencia a la especulación causó no sólo el «Lunes negro», sino muchas otras crisis económicas posteriores—: utilizando a sus jóvenes como mera carne de cañón.
Una idea que el lector puede considerar un poco cogida con pinzas, de no ser porque se complementa a la perfección con la relectura del superhéroe que realiza Lois y Clark: Las nuevas aventuras de Superman (Lois and Clark: The New Adventures of Superman, 1993-1997). Por más que esté llena de ideas reivindicables y originales —como recuperar el tono screwball de la película de Donner, convirtiendo a sus protagonistas, Dean Cain y Teri Hatcher, en émulos del Cary Grant y la Rosalind Russell de Luna nueva (His Girl Friday; Howard Hawks, 1940)—, también adquiere un tono, por momentos, culebronesco y un tanto relamido, que evidencia su interés por atraer al público femenino, pero además convierte a Clark Kent en un auténtico yuppie, tanto en actitud como en agresividad profesional. Aunque Cain sigue canalizando a través del personaje parte de esa naturaleza de americano medio que es lo que lo hace tan atractivo, el hecho de que se adopte la idea de John Byrne sobre el superhéroe —Kent es su auténtica personalidad, y Superman su disfraz, su alter ego—, y que se quiera remarcar de forma, la verdad, un tanto equivocada, sus virtudes como hombre y como periodista, la aleja de esa forma de pensar tan smalltown que le caracteriza, y lo asemeja demasiado al empresario medio.
Aunque no se le ha reconocido con tanto ahínco como se merecería, la serie que realmente recupera el estatus del personaje dentro de la imaginería estadounidense, y da pie a su posterior resurrección cinematográfica es, sin duda, Smallville (Id., 2001-2011). Por más que su rodaje comenzara antes del atentado terrorista contra las Torres Gemelas, se trata de un producto profundamente post 11-S y, sobre todo en las primeras temporadas, refleja con una precisión sorprendente el sentir de la población usamericana. Empezando por esa estructura inicialmente episódica, que convierte en antagonistas a los habitantes de Smallville afectados por la exposición de la kriptonita —el enemigo que actúa desde dentro, infiltrado, y ataca de forma inesperada—, y centrándose, sobre todo, en la tensa relación personal entre Kent y Lex Luthor, una amistad infectada por la desconfianza, por las mentiras y por la paranoia, sobre todo, del segundo, que personifica a la clase dirigente, y su tendencia a manipular y a traicionar a los que confían en ellos por sus propios intereses egoístas. Pero, sobre todo, el detalle más interesante de esta creación de Alfred Gough y Miles Millar es que devuelve al superhéroe a sus raíces en Kansas, y ello les permite recuperar aquello que personificaba Alyn en los primeros seriales: sin trajes de por medio que le permitan adquirir una doble personalidad, aquí Kent se convierte en una proyección idealizada del joven americano —el aspecto físico de Tom Welling, con un rostro dulce y juvenil que no se altera en las diez temporadas, es fundamental para ello—, que tras su apariencia inocente, vulnerable, en realidad oculta a un héroe capaz de enfrentarse a las amenazas más inverosímiles, protegiendo a aquellos que le rodean… Como creían hacer los soldados estadounidenses que se fueron a batallar a Iraq, alimentados por su odio a Osama Bin Laden. Lástima, eso sí, que su excesiva longevidad, y el hecho de acabar dentro de la programación de una cadena como The CW, que apuesta en general por las series con componente de romance juvenil, fueron deformando esas virtudes hasta derivar, cada vez más, hacia el culebrón y las (sobre)referencias comiqueras.
Camino de la resurrección
Más allá del proyecto fallido de Kevin Smith de llevar a la gran pantalla el ciclo argumental «La muerte de Superman», no es casual que los primeros esfuerzos serios por parte de Warner para devolver al Hombre de Acero a la gran pantalla nacieran tras el éxito de Smallville. Conscientes de que el público americano estaba, de nuevo, muy receptivo al personaje, empezaron a plantearse la forma de recuperarlo, y fue Bryan Singer, fanático de Superman: La película, quien sugirió recuperar tanto el tono como las virtudes de la película de Donner, ofreciéndole al público Superman Returns (Id.; 2006), una especie de secuela que ignoraba todo lo ocurrido a partir de Superman III (Id.; Richard Lester, 1983). Lo que el entusiasmo no le permitió ver a Singer, ni a sus guionistas, Michael Dougherty y Dan Harris, es que estaban construyendo un ejercicio de nostalgia sobre lo que, a su vez, ya era un ejercicio de nostalgia, ignorando lo que ellos mismos habían hecho con X-Men 2 (X2, 2003): utilizar el género de superhéroes para hacer una metáfora social conectada con su entorno más inmediato. Cierto es que, en sintonía con Smallville, le dieron a la película un tono más grave heredado de las consecuencias del 11-S, pero tanto la pésima elección de los actores —ni Brandon Routh ni Kate Bosworth eran capaces de darles algo de chispa a sus personajes— como el aspecto ultrarreferencial de la película, siempre mirando de reojo al Superman de Reeve, y utilizando, en un sentido pura y simplemente estético, esas correspondencias con el pasado que tanto sentido tenían cuando las emplearon, a finales de los 70, Donner, Puzo y Mankiewicz, y que alejaban al público del tipo de propuesta que intentaron llevar a cabo. El público americano ya no quería al superhéroe luminoso, ingenuo, que crearon originalmente Siegel y Shuster. No se identificaban con él. Para eso hacía falta una auténtica actualización del personaje, una adaptación a los nuevos tiempos.
Ha tenido que ser Christopher Nolan quien se haya encargado de ello, el mismo que ha consolidado un nuevo paradigma a la hora de crear películas de superhéroes, aboliendo la necesidad de tratarlos a partir del filtro de la ironía, dignificando su tratamiento cinematográfico y, en general, superando (por fin) el mimetismo estructural con Superman: La película que parecía intrínseco al género. Consciente de que la sociedad estadounidense, en proceso de recuperación de la grave crisis económica en que nos hemos sumergido en los últimos años, estaba ávida de un nuevo signo de esperanza, de un ejemplo en el que reflejarse, Nolan ha desarrollado, codo a codo con el guionista David S. Goyer y el director Zack Snyder, la relectura en profundidad de Superman que es El Hombre de Acero (Man of Steel, 2013). No es, en absoluto, casualidad que hayan decidido omitir el nombre del personaje en el título. La película no es solamente un reboot, también es un compendio de todos los cambios que ha sufrido el superhéroe en los últimos años de cómics de DC, matizados, y engrandecidos, por el sentir de la población usamericana contemporánea. Clark Kent ya no es el ingenuo salido de una smalltown al que nos había acostumbrado Donner, sino que es un americano de hoy en día, encerrado en sí mismo, atemorizado, incapaz de integrarse por el miedo al rechazo de los que le rodean. Henry Cavill es un Superman mucho más vulnerable, más esquivo —y, por lo tanto, con el que es más fácil que se identifiquen los jóvenes contemporáneos—, pero sigue albergando, en su interior, un héroe que pugna por salir, y que acaba siendo casi por naturaleza. El hecho de que, al menos en esta primera película, no haya distinción entre las dos vertientes del personaje, sino que ambas estén fusionadas, fortalece esa cotidianidad, esa cercanía intrínseca —más allá de las reiteradas comparaciones con Jesús, y de esa aparición inicial de Cavill, diríase que transmutado en el Steve Reeves de Hércules (Le fatiche di Ercole; Pietro Francisci, 1958)—, que es lo que le ha convertido en un icono popular estadounidense. Pero además, la desconfianza mutua que se produce respecto al ejército, y la relación tensa que hay con ellos prácticamente hasta el final, también vehicula de forma mucho más inteligente de lo que aparenta el descontento de los americanos con respecto a las actuaciones de su gobierno.