Gatsby & Gatsbys

Fue en 1926 cuando por primera vez se le pusieron imágenes a las palabras escritas por Francis Scott Fitzgerald en 1925, solo un año antes; esa cercanía indica que aunque la novela no fue un inmediato ni grandioso éxito popular, sí despertó interés rápidamente en algunos círculos y, concretamente, en el de un nuevo medio, el cine, que apenas tenía entonces dos décadas de vida. La película fue dirigida por el irlandés Herbert Brenon (1880-1958), pionero del cine mudo, autor de 111 películas silentes —54 de ellas largometrajes, entre los que destacan la primera adaptación al cine de Peter Pan (1924), Laugh, Clown, Laugh (1928, con Lon Chaney) o El capitán Sorrell (1929, por la que fue nominado al Oscar como mejor director en la categoría de cine dramático)— y, aunque siempre hay intrépidos que se atreven a valorarla, nunca ha podido ser vista porque se considera perdida; solo se conserva un tráiler de un minuto, aparentemente completo y que nos ofrece alguna información valiosa en la que me detendré a continuación. La película, producida por la Paramount, fue estrenada en España con el título La dicha de los demás, aunque su título original era The Great Gatsby, y el reparto incluía, en los personajes principales, a Warner Baxter (Jay Gatsby), Lois Wilson (Daisy Buchanan), Neil Hamilton (Nick Carraway), Georgia Hale (Myrtle Wilson), William Powell (George Wilson), Hale Hamilton (Tom Buchanan) y Carmelita Geraghty (Jordan Baker).

El tráiler, lo único que se conserva del filme, incluye una primera toma que parece corresponder a una de las escenas violentas del matrimonio Wilson, una segunda más difícil de identificar pero en la que parece que Tom Buchanan examina un cuerpo en un bosque (podría ser el reconocimiento del cadáver de Myrtle Wilson), y en una tercera flirtean Nick Carraway y Jordan Baker; después, un rótulo anuncia que «No es necesario contar esta película, basta con ver las escenas de muestra», acompañada del dibujo de un gran ojo; después encontramos dos extractos de una cuarta escena que muestra una de las grandes fiestas en la mansión de Gatsby (y que delata una gran producción del filme), y una quinta en la que parecen discutir Gatsby y Buchanan, en presencia de Daisy, Nick y Jordan; un segundo rótulo anima a ver la película («Ven y descúbrela, disfruta del entretenimiento de tu vida»), acompañado de otros dos grandes ojos enigmáticos.

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Como decía antes, hay algo en este tráiler del máximo interés, una vez analizadas todas las versiones de la novela de Fitzgerald para la pantalla: esos dos grandes ojos. Es importante volver a recordar que esta es la primera vez que se adaptaba el libro, y que eso determina en buena parte, se quiera o no, el resto de adaptaciones; del mismo modo, resulta inevitable deducir que si esos dos grandes ojos aparecen en el tráiler, serán seguramente protagonistas durante el filme. Pongo en estos antecedentes porque una de las cosas que más me llama la atención de las cinco versiones audiovisuales de El gran Gatsby (cuatro cinematográficas y una televisiva) es la desmedida atención que se les dedica a esos dos grandes ojos, a los que Fitzgerald apenas si les concede dos párrafos a lo largo de casi doscientas páginas. Es lamentable no poder ver la película de Brenon completa, porque quizá ahí se encontraría la respuesta a la fascinación por ese detalle, que sin duda contagió las siguientes versiones de la novela, hasta el punto de que casi podría decirse que es el elemento visual más sólido y constante a lo largo de las cinco películas.

La importancia de esta cuestión es doble. La primera, metodológica, en cuanto que demuestra cómo la primera adaptación de una obra literaria a la pantalla acaba determinando la fijación en cuestiones que la obra originaria no apuntaba como preeminentes; la segunda, semántica, en cuanto que esos ojos corresponden en el relato de Fitzgerald a los de un cartel publicitario abandonado donde el oculista T.J. Eckleburg se anunciaba profesionalmente, y quedan metaforizados al final de la narración como la vigilante visión de un ser superior. Aunque, como digo, en mi opinión no se trata de una cuestión de la máxima relevancia dentro de la novela, no cabe duda de que las resonancias religiosas, casi míticas, unidas a la idea de abandono que ejemplifica el cartel en medio del oscuro y sucio retrato de la zona deprimida de la Nueva York de la época, constituyen un elemento de interés; y más teniendo en cuenta que ese abandono anuncia la posterior debacle económica de 1929 y que el matiz demiúrgico de esos ojos entroncan directamente con los intereses de buena parte de los creadores, también cinematográficos. El asunto llama inevitablemente la atención al realizar un análisis de las cinco versiones (cuatro y lo que queda de la primigenia) de El gran Gatsby.

En 1949, el cineasta estadounidense Elliot Nugent (1896-1980), casi al final de una carrera de la que no destaca ningún filme de mérito, firmó la segunda adaptación de la novela de Scott Fitzgerald, aunque en esta ocasión los títulos de crédito hacen referencia también a una obra de teatro de Owen Davis, que se habría basado en el libro y que es una segunda referencia para el realizador. También producida por la Paramount, los personajes principales estuvieron encarnados por Alan Ladd (Jay Gatsby), Betty Field (Daisy Buchanan), Macdonald Carey (Nick Carraway), Shelley Winters (Myrtle Wilson), Howard da Silva (George Wilson), Barry Sullivan (Tom Buchanan) y Ruth Hussey (Jordan Baker). Es necesario comenzar constatando que en ocasiones hay límites insuperables, debido al contexto en el que se realiza una adaptación de obras anteriores, que determinan el resultado final; en el caso de El gran Gatsby, estamos ante una novela que centra parte de sus esfuerzos en definir un universo brillante y de fulgurante color en torno al protagonista, algo que en modo alguno era posible reflejar en la época del blanco y negro; es cierto que algún cineasta eminente, como por ejemplo F. W. Murnau —quizá el hombre ideal para acercarse a la figura de Gatsby— hubieran sabido paliar este enorme obstáculo, pero no es menos cierto que esa hipotética excepcionalidad no desmiente el hecho de que la tonalidad general de la novela, que además juega también con el contraste entre el color del mundo de Gatsby y el entorno deprimido de Nueva York en el que viven los Wilson, era prácticamente imposible de plasmar antes de que el cine contara con las cualidades del color.

La versión de Nugent es sin duda la más libre de las cuatro que se conservan, desde su mismo comienzo, ante la tumba de Gatsby, que no aparece en la novela, y mediante un flashback narrado por Nick, que en la obra original nos cuenta la historia desde el interior de la propia historia; esto libera mucho las manos del guionista, que no se debe a la permanente focalización narrativa desde la mirada directa de Nick, pero a cambio debilita varias líneas del máximo interés para Fitzgerald, como son la propia definición del personaje de Nick, aquí difuminado y que en el libro resulta crucial, y la relación de amistad que se desarrolla entre él y Gatsby, y que también sirve para definir a ambos y al entorno en el que viven. Lo primero que se nos narra en el flashback que conforma el cuerpo de la historia es una de las grandes fiestas en casa de Gatsby, bien preparada por una música con cierto sentido del espectáculo, lo cual resulta muy significativo de la apuesta de la película por el lado más ostentoso de la vida del protagonista. La música, de hecho, es quizá el único elemento con el que Nugent juega para alternar discretamente ese tono de entusiasmo desenfrenado que define la vida de Gatsby con la melancolía de la que está teñida la narración de Scott Fitzgerald; la escena en que él sale fuera de la mansión, mientras se está llevando a cabo su reforma, es un ejemplo claro de cómo la música de piano tratar de ofrecernos el lado menos alegre de una existencia aparentemente envidiable.

Como adelantaba más arriba, en esta primera versión sonora se describen pasajes en los que el narrador, Nick, no está presente, lo cual da por hecho la existencia de un narrador superior que en el libro de Fitzgerald no existe, y eso altera de forma sustancial la focalización general y, sobre todo, la descripción del personaje de Gatsby, la clave del relato, que en la novela siempre la tenemos a través de los ojos de Nick, mientras que aquí procede de un narrador externo que describe al mismo tiempo a Nick y a Gatsby, aunque también el punto de vista de Nick sobre su amigo adquiera cierta relevancia; pero, como se podrá comprender, la alteración en el acercamiento al personaje principal resulta determinante. La definición de Jay Gatsby es uno de los elementos cruciales a la hora de analizar cualquier adaptación de la obra de Scott Fitzgerald que, en el caso de este guión de Cyril Hume y Richard Maibaum para el filme de Nugent, es precedida por un rápido resumen del ambiente de los años veinte —haciendo especial hincapié en la prohibición del alcohol—, como origen de la figura de Gatsby. Alan Ladd tenía 36 años cuando incorpora a un Gatsby que la novela coloca entre los 31 y los 32, aunque lo cierto es que Ladd aparenta más edad, lo que contribuye a trasladar una imagen de menor dinamismo y entusiasmo que la definida por Fitzgerald; estamos ante un Gatsby muy serio, adusto y altivo, incluso un poco envarado y rígido, dominado por el autocontrol y con un ceño permanentemente fruncido que formaba parte de la fisonomía de Ladd, encajando mal con la descripción abierta y fascinadora del personaje de la novela; también se percibe un cierto amaneramiento discreto que hubiera podido matizar esa frialdad general del trabajo de Ladd, pero que o no se incorpora conscientemente al personaje o no se trabaja lo suficiente.

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Un flashback dentro del flashback general sirve para que el propio Gatsby nos cuente la historia de su relación con Dan Cody (Henry Hull), un marinero con el que, por decirlo así, comienza su aventura de la vida siendo un adolescente. Esta veta narrativa adquiere en la versión de Nugent una importancia capital, en cuanto que se convierte en el origen de la fascinación de Gatsby por el dinero («Lo mejor que el dinero pueda comprar», es lo que pide para decorar su casa) y de su relajación moral en cuanto a cómo conseguirlo («Hay reglas especiales para los inteligentes […] Yo te mostraré los valores reales y prácticos», le dice Cody); su filosofía de vida provendrá directamente del aprendizaje adquirido con él. Y esto resulta del máximo interés, en cuanto que en el resto de versiones apenas si se le dedica relevancia a esta cuestión, que sin embargo sí adquiere un peso relevante en la novela. Es curioso, porque no cabe duda de que una de las preguntas que puede hacerse el lector/espectador es de dónde proviene la forma de ver la vida de un personaje tan singular, algo que Fitzgerald describe desde diversas perspectivas y que el filme de Nugent trata de resumir mediante este relato dentro del relato, convirtiéndose en una de las particularidades más interesantes de la película.

Otra de las perspectivas que no pueden soslayarse al hablar de esta versión es su integración dentro de lo que podríamos denominar clasicismo romántico de Hollywood, muy definido ya al final de la década de los cuarenta. La historia de amor entre Gatsby y Daisy se convierte no solo en el centro de la narración a partir de un cierto momento, sino en el único motor de la misma; esto, que ocurre en mayor o menor medida en las otras tres versiones también, es en mi opinión uno de los errores más graves de todas ellas, en cuanto que la novela de Fitzgerald trasciende con mucho esa idea, y trata de profundizar en el retrato moral y emocional de una época mediante la narración de Nick y las vivencias de Gatsby, que no acaba de verse completamente reflejado en la pantalla en ninguna de las adaptaciones. Esa historia de amor, y la ausencia de valores éticos que la definen, podría concentrarse en el piropo que Daisy le dedica a Gatsby («Jay, eres tan bueno… por eso te amo») cuando el espectador ya conoce de su estilo rufianesco; el problema es que para ese momento ya resulta difícil distinguir si la frase trata de reflejar la ausencia de valores que define la novela o más bien es un síntoma de ese tontorrón romanticismo hollywoodiense que domina la película de Nugent.

Además de la historia de Cody, existen algunos aciertos más en la película que deben ser reivindicados: la descripción del personaje de Nick que recoge bien ese hombre de perfil bajo, desorientado y pusilánime («Todos estamos perdidos», dice en algún momento, en una buena síntesis del contexto histórico que describe Scott Fitzgerald), perfecto para quedar fascinado por Gatsby; también merece destacarse la atención a algunos detalles, como las cenizas cerca de la casa de los Wilson o la espesa niebla fuera de la mansión del protagonista, que tratan de ofrecer esas sensaciones fundamentales en el libro y que la ausencia de color no facilita.

Entre las estrategias narrativas más discutibles de esta versión de Nugent hay que destacar, sin duda, la obviedad con la que se conduce el filme, respecto a la elegante elusión con que la novela narra e incluso describe. Esto adquiere carta de naturaleza en la escena del accidente en el que el coche conducido por Gatsby y Daisy arrolla a Myrtle, que en la novela ocurre fuera del hilo narrativo y que aquí nos es mostrado de manera frontal, para lo cual es necesario, por cierto, acudir a unos efectos especiales no del todo logrados. Casi todo lo obvio, y el accidente no es una excepción, va en la dirección de potenciar ese tono romanticón que caracteriza la película, siendo por ejemplo innecesariamente explícita la historia entre Daisy y Gatsby; lo mismo ocurre con la escena en que matan al propio Gatsby, que tiene poco que ver con la que escribió Fitzgerald, y que en este caso sirve para potenciar un cierto suspense también muy necesario en el cine estadounidense comercial del momento.

Todo esto da como resultado una película discreta, que apuesta más por el lado brillante de la vida de Gatsby sin ser capaz de reflejar esa brillantez en la pantalla, y que se desliza por un romanticismo rosa que tiene poco que ver con la idea que sobrevuela la relación entre Gatsby y Daisy en la novela. Sus limitaciones son más poderosas que sus fortalezas, los intérpretes no desmerecen las descripciones de Fitzgerald pero tampoco dotan de alma a los personajes, y en todo momento predomina una sensación de acartonamiento y frialdad que no facilita ni la fascinación del espectador —y la fascinación es un concepto esencial en este caso— ni la captación de la esencia del relato de Scott Fitzgerald. Casi ausente por completo ese tono melancólico que tan bien trabaja el novelista y que tan determinante resulta en la descripción del ambiente de una época, el filme termina siendo un intento interesante de acercamiento a la novela (sobre todo por su radical elección de libertad narrativa respecto a la estructura original), pero definitivamente decepcionante.

En 1974, el británico Jack Clayton (1921-1995) dirige la segunda de las versiones que se conservan, la tercera en total hasta ese momento, y la primera en color, también producida por la Paramount. Clayton no tiene nada que ver con Nugent, siendo de hecho un cineasta todavía no suficientemente ponderado y quizá uno de los grandes autores de siempre: su extraordinaria ¡Suspense! (The Innocents, 1961) venía precedida de un más que estimable intento de free cinema, Un lugar en la cumbre (Room at the Top, 1959); después realizaría otras grandes películas en torno al universo infantil —A las nueve cada noche (Our Mother’s House, 1967) y El carnaval de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1983)— y, sobre todo, en torno a la atormentada represión sexual femenina —Siempre estoy sola (The Pumpkin Eater, 1964) y La solitaria pasión de Judith Hearne (The Lonely Passion of Judith Hearne, 1987)—, ambas líneas magníficamente engranadas en su obra cumbre, ¡Suspense! Ciertamente, la adaptación de la novela de Scott Fitzgerald es una rareza en su filmografía, en cuanto que conecta con sus intereses solo de manera tangencial y no encaja completamente en su universo fílmico, ni en el fondo ni en la forma.

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Sin embargo, es precisamente la pericia de Clayton como cineasta —a pesar de ese maldito zoom tan típico de los setenta— lo que mejor define esta versión, que posee una primera hora de película magníficamente narrada, gracias a esa capacidad de Clayton para sintetizar significados en pocos planos. Entramos en el filme a través del exterior e interior de una vacía mansión de Gatsby —lo que introduce ya hábilmente, con la ayuda de una primera canción, sin necesidad de aspavientos, esa sensación de melancolía que ya he citado en varias ocasiones—, de su coche amarillo —importante en la trama— y de la brillantez y grandiosidad que definen al personaje que conoceremos más tarde; el lento movimiento de la cámara con que están narradas estas primeras escenas, y en general toda la película, emula esa especie de pereza que invade a los personajes casi siempre (magnífico el momento en que entran en la casa de Tom y las dos mujeres permanecen tumbadas en los sofás), y con la que quizá un cineasta como Antonioni habría sabido rodar también un gran Gatsby. Se podría decir, pues, que el guión escrito por Francis Ford Coppola para este filme de Clayton es el mejor de todas las versiones conocidas, y desde luego el más fiel a la novela. Los personajes están incorporados en esta ocasión por Robert Redford (Jay Gatsby), Mia Farrow (Daisy Buchanan), Sam Waterston (Nick Carraway), Karen Black (Myrtle Wilson), Scott Wilson (George Wilson), Bruce Dern (Tom Buchanan) y Lois Chiles (Jordan Baker).

Coppola y Clayton escogen la misma focalización narrativa que en la novela, de modo que el personaje de Nick Carraway adquiere en esta versión más relevancia que en ninguna otra, ya que, siendo rigurosos, debería aparecer en todas las escenas pues todo lo escrito en el libro es visto por él; el filme está hábilmente construido para respetar la lógica de esta focalización sin caer en excesivo artificio. Otro detalle importante en el que se desvela el talento de guionista y director es la forma en la que se nos van presentando los personajes, muy bien incluidos en el contexto (Tom jugando al polo, por ejemplo, que es lo que más le caracteriza en la novela —por la clase social a la que pertenece, lo cual no es en absoluto banal— y que se encuentra ausente en otras versiones), por la definición indirecta del entorno social (los recortes de prensa nos recuerdan que el círculo de Gatsby está repleto de personajes del papel couché, algo que se relaciona con su frivolidad y que tampoco se destaca en las otras adaptaciones del libro), o por el hecho de que la cámara se preocupa en principio más por las “cosas” (la mansión, la ropa lujosa) que por las personas (de hecho, Gatsby es definido, antes que nada, por sus pertenencias, incluidos los recuerdos de la Primera Guerra Mundial). En general, Clayton logra describir muy bien los espacios y las definiciones visuales de Fitzgerald, y quizá es la adaptación donde mejor se perciben la relación de vecindad entre Gatsby y Nick, así como imágenes poéticas del estilo de la que describe cómo la casa de Gatsby “se enciende” en mitad de una noche; también es destacable la forma en que Clayton narra los fastos en la mansión del protagonista, en cuanto que logra captar muy bien una idea que no es sencilla y a la que no llegan otras adaptaciones, como es el hecho de que esas grandes fiestas, en el fondo, no significan apenas nada para quienes las viven.

En lo que se refiere a los personajes, el Gatsby interpretado por Robert Redford llama mucho la atención por su presentación ante Nick, en la que aparece y desaparece ante sus ojos, de modo que no sabemos si realmente es una imaginación del otro personaje, lo que nos coloca indirectamente ante esa idea de fascinación con la que lo rodea el novelista; sin embargo, se insiste —quizá por contagio de la versión de Nugent— en un personaje en exceso serio, también con el ceño fruncido, ajeno al aire lúdico y extravagante que posee en la novela, quizá algo más dulce (por la fisonomía de Redford) pero demasiado altivo y, por cierto, más aparentemente cercano en edad, aunque el Robert Redford de 1974 tenía 38 años, más que el Ladd de 1949, y algo por encima de los 31 o 32 del personaje de Scott Fitzgerald. En cuanto a Daisy, quizá es uno de los grandes aciertos del filme, porque Mia Farrow es la perfecta Daisy: frágil, enfermiza y profundamente dolorida por la vida (como muestra la magnífica escena en que le cuenta la historia de su parto a Nick, superando incluso la intensidad de la novela en este pasaje). Me gustaría destacar especialmente el personaje de Jordan Baker, ninguneado en general por las diferentes versiones aunque tiene su importancia en la novela, y que aquí genera una fascinación impresionante gracias a la voz y la gestualidad de una deliciosa Lois Chiles, quien no tendría después, incomprensiblemente, una carrera cinematográfica destacable.

Uno de los recuerdos más permanentes de esta adaptación es, sin duda, la fotografía de Douglas Slocombe, que refleja esa belleza tenue, siempre a punto de estallar pero siempre contenida, incluso amenazada por una cierta oscuridad siempre acechante, lo que facilita paladear la mezcla de felicidad y melancolía que posee la obra de Scott Fitzgerald; juega muy bien con los colores, especialmente con el del crepúsculo —de gran importancia en la estrategia metafórica de la novela— o en la escena de las camisas de Gatsby esparcidas por la habitación, así como con el brillo (literal, por ejemplo, en los reflejos de la vajilla de plata); también resulta muy acertado el juego entre el silencio coyuntural, aunque profundo, y las permanentes melodías de jazz y foxtrot que amenizan las vidas de los personajes. 

El leitmotiv de esta versión es la idea de vuelta al pasado como motor que conduce la vida de Gatsby en lo que se refiere a su relación con Daisy, otorgándole especial importancia a la razón por la que ella renuncio a él («La niñas ricas no se casan con chicos pobres»), aunque finalmente la película cae en lo mismo que la versión de 1949, acudiendo a un romanticismo en exceso tópico al servicio del paradigma de Hollywood (la escena de ambos en el jardín, con los destellos sobre la copa de champán, por ejemplo); no existe en la obra original ese romanticismo dulce y rosa con que Hollywood ha pretendido adornar siempre El gran Gatsby.

Esta versión tiene más momentos memorables que la anterior, como aquel en el que Nick y Jordan quedan derrumbados en el sofá tras presenciar la discusión entre Gatsby, Tom y Daisy, que refleja magníficamente esa indolencia melancólica de la clase alta tan bien reflejada en la novela y tan difícil de recoger en imágenes; o aquella en que bailan solos Gatsby y Daisy, y sus contornos se van difuminando hasta convertirse en una mancha de colores, pasando de lo concreto a lo abstracto, que es más o menos lo que ocurre en la novela, ya que pasa del relato de unos personajes al relato de una época; también resulta magnífica la escena en que se desata la tormenta de celos entre Gatsby y Tom, y Daisy le ruega a Gatsby que no le pida demasiado, en un momento de interpretación ciertamente magistral. Como apunte curioso, merece la pena destacar la singularidad de que se presenta a los personajes masculinos casi siempre sudando, recogiendo así un par de referencias que no llaman especialmente la atención en la lectura de la novela (se describe el calor a lo largo de casi toda la narración y, efectivamente, los personajes sudan habitualmente), y con las que se pretende, parece, tensar aún más el ambiente irrespirable de algunas escenas y, en general, de una época, aunque no es seguro que la obviedad del recurso vaya a favor de su eficacia.

Una buena película, marcada por el gran trabajo de Coppola en el guión y el talento de Clayton en la dirección, pero que quizá contenga su peor defecto en lo que también es su mejor virtud, pues la fidelidad a la novela acaba por dar la apariencia de una mera ilustración, sin dejar demasiado resquicio ni a la creatividad del cineasta ni a la naturaleza del relato original de Fitzgerald; ya sabemos que la esencia de las historias no puede ilustrarse mecánicamente, sino que requiere una profunda interiorización y una intuición acertada en su expresión final.

En 2000, el realizador estadounidense Robert Markowitz (nacido en 1935), especializado en telefilmes, lleva a cabo la cuarta versión de la novela, tercera que se conserva, tercera sonora, segunda en color y primera realizada para televisión, titulada en España El gran Gatsby: su historia, para Granada Entertainment y la BBC. El lenguaje televisivo determina completamente una versión plana, roma, gris y apenas sin vida, más allá de la mera transposición de pasajes de la novela.

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Quizá la música, que adolece del convencionalismo propio de los telefilmes, sea el elemento más interesante de la película, puesto que es utilizada como recurso para transmitir esa nostalgia teñida de melancolía que tanto caracteriza el relato de Scott Fitzgerald, aunque a medida que avanza el filme vaya adquiriendo una estridencia que la aleja de sus logros iniciales.

La gama cromática baja, repleta de grises, marrones y blancos no tiene nada que ver con el tono general de la novela ni con su espíritu, y desaprovecha completamente el uso del color que, como ya he indicado anteriormente, es crucial en la captación de la obra original. Lamentables resultan recursos típicos del formato de telefilme, como los congelados de la imagen (sobre el rostro de Gatsby, por ejemplo, para describirlo mientras tanto) o los ralentíes (cuando se recuerda el pasado, al final de la película). El escalado desde el romanticismo hacia la sensualidad hace todavía más demencial el tratamiento de las relaciones de pareja respecto al libro, siendo omnipresentes los besos y muestras de cariño, cuya elusión en la novela es mucho más significativa en ocasiones que su presencia; la relación entre Nick y Jordan se evidencia más, lo cual es en principio un acierto (en la línea, sobre todo, de aprovechar más el jugoso personaje de Jordan), aunque la descripción de la relación acaba cayendo en similares convencionalismos.

El reparto no parece en principio muy desafortunado, pues tanto Nick (Paul Rudd) como Tom (Martin Donovan) encajan bien en sus respectivos perfiles; George Wilson (William Camp) y su mujer, Myrtle (Heather Goldenhersh) resultan menos adecuados que en otras versiones, especialmente ella, cuyo carácter neurótico apenas se vislumbra aquí; Daisy es una Mira Sorvino muy ramplona, que no alcanza ni de lejos ninguno de los registros del personaje de Fitzgerald. Finalmente, Gatsby (Toby Stephens) le otorga un aire londinense (el actor lo es) completamente alejado del carácter literario, fisiológicamente muy lejos de todas las versiones anteriores y de la descripción del novelista, e insufriblemente frío; aunque en 2000 clavaba la edad exacta del Gatsby pensado por Scott Fitzgerald, es sin duda el Gatsby más gris y desafortunado.

Película completamente prescindible, que apenas aporta nada positivo a las versiones anteriores, y que desluce gran parte de la potencialidad del relato original.

La adaptación recién estrenada en este 2013, producida por la Warner y dirigida por el australiano Baz Luhrmann (nacido en 1962) es la quinta y de momento última, cuarta que se conserva, tercera pensada para la pantalla cinematográfica y tercera en color, cuarta sonora. En mi opinión es la mejor de todas ellas, al menos la que mejor capta la esencia de la novela y la que mejor expresa sus conceptos fundamentales. Con guión de Luhrmann y Craig Pearce, una de las claves de esta versión es el reparto compuesto por Leonardo DiCaprio (Jay Gatsby), Carey Mulligan (Daisy Buchanan), Tobey Maguire (Nick Carraway), Isla Fisher (Myrtle Wilson), Jason Clarke (George Wilson), Joel Edgerton (Tom Buchanan) y Elizabeth Debicki (Jordan Baker).

Estamos, de lejos, ante el mejor Gatsby. Leonardo DiCaprio logra recoger a la perfección el tono equilibrado entre altanería y simpatía, entre profundidad melancólica y entusiasmo por la vida, entre su despreocupación y su pasión por Daisy, entre la fascinación que es capaz de generar en los demás —elemento en el que Scott Fitzgerald se detiene en varias ocasiones y que ninguno de los anteriores actores lograron encarnar— y la voluntad de alejarse del resto del mundo para calmar sus propios tormentos. DiCaprio trabaja los dos elementos que el novelista destaca implícita o explícitamente, la sonrisa y la mirada, que son ya de por sí sus puntos fuertes, y logra transmitir exactamente esa idea que Fitzgerald define como la capacidad de hacer sentir a los demás que mientras los está mirando son las personas más importantes del mundo. El actor cuenta en el momento de rodar la película con 39 años, es decir, el mayor de todos los actores que han encarnado al personaje y, sin embargo, parece con diferencia el más joven y el más vital.

La primera hora de esta versión de El gran Gatsby es sencillamente magistral por su habilidad para convertir el relato en esa mezcla de color y oscuridad que delata la novela, una especie de vértigo entre lo carnal y lo siniestro, que caracteriza sin duda la época que relata el novelista, y que supone la gran contradicción de sensaciones que atenazan a los personajes. El empleo del color y del ritmo convierte esta primera hora de película en un tobogán de sensaciones, de modo que no es que Luhrmann consiga rodar las mejores fiestas de la mejor mansión del mejor Gatsby, sino que logra casi literalmente que nos sintamos dentro de esas fiestas, dentro de esa mansión y al lado de ese personaje. Es el mejor ejemplo de cómo alcanzar la esencia de un relato sin ser necesariamente fiel a la estructura narrativa original.

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Desde esta perspectiva, la de la fidelidad a la novela, quizá el mejor ejemplo para ilustrar la habilidad de Luhrmann sea la música, que mezcla temas propios de la época en la que transcurre el relato —propios de las versiones anteriores también— con canciones contemporáneas, de manera que logra, por un lado, trazar el ambiente en el que transcurren los acontecimientos narrados por Fitzgerald y, de otro, implicar emocionalmente al espectador coetáneo a través de sonidos que le son más familiares y con los que se siente más identificado; la mixtura musical, extraordinariamente combinada, es el elemento clave para que nos sintamos no espectadores sino casi partícipes del relato. Por lo demás, el acercamiento a la novela resulta muy equilibrado, siendo casi siempre fiel pero casi nunca literal, respetando más el tono que la forma y, en fin, recogiendo los hitos narrativos fundamentales para incluirlos en una estructura audaz, convertida en un nuevo paradigma sin que los lectores se sientan necesariamente agredidos por la transformación estética.

Del resto del reparto es justo destacar la dulce y vaporosa debilidad de una Carey Mulligan que dota a Daisy de un aire poético quizá algo excesivo pero que no se aleja demasiado del original ni resulta chirriante; también Tobey Maguire parece encajar bien en la piel de un Nick quizá más pusilánime que en otras versiones pero también más vital, y más capaz de compartir los valores y las experiencias de su amigo Gatsby. Respecto a todas las versiones anteriores, es quizá aquí donde los actores (a excepción de DiCaprio) tienen menor peso, ya que este recae en mayor medida en otros elementos formales como la música, el montaje y la fotografía. Esta última, precisamente, debe ser destacada por el uso del color, mucho más brillante y menos atenuado que en la adaptación de 1974 y, por eso mismo, más en la línea de la descripción literaria y del espíritu de una época que ha pasado a nuestro imaginario como la del desenfreno y la excitación permanente; es bajo esta óptica donde Luhrmann creo que alcanza un tono fotográfico y un ritmo en el montaje perfectamente adecuados durante la primera hora de película.

Al igual que le ocurre a la obra de Clayton —la más interesante tras la de Luhrmann, en mi opinión—, la película adolece de un metraje excesivo difícil de justificar para una novela de unas doscientas páginas cuya densidad narrativa no es precisamente su cualidad más destacable; eso hace que en ambas versiones, a pesar de ser las dos mejores, sobren minutos en sus segundas partes, y acentúen cierta debilidad que también está presente en la obra de Scott Fitzgerald, mucho más brillante en sus primeras cien páginas que en las segundas. Así, el filme de Luhrmann, que además logra una primera parte vertiginosa, genera una fuerte cesura en su mitad, bajando abruptamente la intensidad y decepcionando algunas de las expectativas generadas hasta ese momento. Eso no le impide convertirse en la más certera adaptación de El gran Gatsby hasta la fecha, pero sí alejarse de lo que, hasta el minuto sesenta, parecía que podría ser una película redonda.