Las ficciones son cosa seria #1. O porqué la revolución será taurina

Utilizar el lenguaje como si estuviera siempre disponible e inagotable es despreciar la verdad de las palabras.

Jean Clair

 

Todo lo que necesitamos es música, música dulce

Habrá música en todas partes

Habrá ritmo, movimiento y discos sonando

[…]

En todos los rincones del mundo

Habrá baile

Martha & The Vandellas

Un gesto fundacional entre todos los grandes momentos que contiene la aclamada Holy Motors (íd. Léos Carax, 2012): Oscar ordena detener su limusina cuando pasa por delante del famoso restaurante parisino Fouquet’s. Con un arma en la mano y una mascara en la cabeza, la abandona y se encamina a toda prisa hacia la mesa en la que está sentado el banquero que habíamos visto en la primera escena del filme. Un par de disparos acaban con él. Todo apunta a que la escena intenta racionalizar cierto deseo inconsciente contemporáneo, surgido de la cada vez más dura realidad cotidiana. Estamos en crisis, a los banqueros y a todos aquellos que acaparan un mínimo de riqueza se les ha señalado como culpables de todo lo que nos pasa. No es para menos,  pero por ahí no van los tiros: el gesto de Carax viene a certificar la muerte del sujeto económico que ha definido la condición de cualquier ciudadano en los últimos tiempos. Dicho gesto viene a prolongar otros recogidos en filmes como Shame (íd. Steve Mcqueen, 2011) o Cosmópolis (Cosmoplis. David Cronenberg, 2012). Ambas colocan en el centro de sus narraciones a nuevos ricos que emprenden su particular camino hacia la muerte. Pero no hay que mirarlos de un modo realista como sugiere Ingrid Guardiola en un artículo reciente. No hay que verles propiamente como ricos,  como tampoco hay que hacerlo con los millonarios que pueblan el cine de Hollywood de la década de los años treinta. La riqueza desmesurada, tanto ahora como antes, es una manera de eliminar barreras para hablar de la esencialidad del ser humano. Una persona para la que el dinero ya no cuenta en su vida, tanto por falta como por exceso, presenta de esta manera su situación íntima en un elevado  grado de desnudez.

El sujeto económico apareció tras el crack bursátil de 1929 y compartió cronotopo con el sujeto histórico hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Bien fuera desde lo individual o lo colectivo, el tiempo de la vida y sus condiciones hacían posible la trascendencia de la realidad de lo cotidiano hacia una Historia. Es decir, era posible que funcionara la transmisión de un pasado de manera generacional. Pero después de toda la barbarie que vivió el mundo durante los primeros años de la década de los cuarenta, el Hombre decidió reformular las estructuras de poder. Su gobierno lo entregó a la lógica de los mercados para conseguir un nuevo tipo de progreso. Los Estados tradicionales junto con su rigidez comenzaron a diluirse en la economía. Y esta, a su vez, en cualquier individuo con ojos y necesidades fisiológicas. Esta lógica es la que ha construido máquinas deseantes, cuerpos sin órganos en el famoso término acuñado por Gilles Deleuze. En la cultura del nihilismo, del ligoteo de gimnasio, del centro comercial o de las redes sociales, todo ha quedado reducido a un flujo de intereses. En ellos, un sujeto cualquiera encuentra las inclinaciones hacia formas de vida que se confunden con la propia vida. Formas-de-vida sobre las que se sostiene una sociedad regulada por una economía que es puro proceso de excitación-frustación-excitación. Lo apunta Godard en un momento Film Socialisme (íd. 2010): «Hoy las conexiones nerviosas se convierten en materia prima». Su aplicación práctica la podemos encontrar pasando unas horas delante de cualquier canal televisivo, estudiando el montaje de su programación: de esas noticias que alarman sobre una crisis continua y proclaman a cada instante el fin del mundo, para llevarnos después a un programa de variedades, donde hombres, mujeres y viceversa, atraen la atención con sus cuerpos esculturales. La filósofa Beatriz Preciado en su Testo yonki, siguiendo el rastro a Giorgio Agamben y Michael Focault, ha reflexionado ampliamente sobre este capitalismo que se instala en la mente humana y extrae de su sexualidad la fuerza de trabajo. Lo denomina potentia gaudendi: «la potencia (actual o virtual) de excitación (total) de un cuerpo». Aunque quizás sea Pierre Klossowski el que mejor ha definido la condición del sujeto contemporáneo en La moneda viviente: «La presencia corporal ya es una mercancía, independientemente y además de la mercancía que dicha presencia contribuye a producir».

¿Qué queda entonces cuando desaparece la economía o pierde parte de su fuerza? Lo que yo llamo sujeto ficcionado. Esta nueva condición es la que trata de identificar Holy Motors en el recorrido descrito por el señor Oscar a través de las situaciones donde debe actuar. Él representa el paradigma de un individuo cualquiera hoy: debe adoptar una de esas formas de vida intercambiables para poder operar en unos escenarios (públicos) reducidos a una serie de códigos heredados del pasado. El dinero, siguiendo con Klossowski, «representa el equivalente de innumerables vidas humanas». Antes era capaz de conferir una cohesión social a la vida pública y construir un estado ánimo de optimismo generalizado. Presentaba un futuro, aunque fuera falso. No parece casual entonces, que la mayoría de las manifestaciones ciudadanas que ahora tienen lugar en España, no tengan como objetivo un cambio verdadero, sino una vuelta atrás y hacia un sistema social que no vuelva a ver cerrado el grifo monetario. Se anhela, por supuesto, una seguridad ante el abandono y reconquistar unos derechos que ha costado décadas conseguir. Pero también un estatus con el que pueda volverse a consumir con desahogo. Las protestas contra los recortes están pidiendo, en su fondo, recuperar las estructuras que sostenían los parámetros con los que un individuo conseguía orientarse dentro del mundo. En el tiempo del después, el sujeto ficcionado entra en situaciones vaciadas,  dentro de las que se desenvuelve atendiendo a una absoluta desorientación. Como no sabe a qué atenerse, intenta repetir aquello que recuerda. Sin mucho éxito, además. Ahí tenemos, por seguir con el ejemplo de las manifestaciones y como ha apuntado Santi Pagés en estas mismas páginas, a los diferentes actores políticos interpretando los mismos papeles que hace cincuenta años. Intentado alzar la voz desde la consigna, la pancarta, la huelga. Utilizando las viejas recetas sindicales de los sesenta para alimentar el marco de ficción en el que se producen los sucesos del mundo. El sujeto ficcionado es lo más parecido a un actor obligado a interpretar un papel siguiendo un guión que no puede leer.

Cuando desaparece el dinero, solo queda la ficción que ha puesto en la realidad para desplegar y sostener su condición equivalente. Podíamos pensar en imágenes de felicidad propagadas durante años por cine y publicidad.  Pero, desde luego, también deben aparecer aquellas de miseria, guerra o desolación que sostenían, a modo de contrapeso, la crítica al sistema. Aquellas que identificaban UN Imperio al que culpabilizar cuando toda la lógica respondía a un orden tan múltiple como anárquico. UN Imperio que, paradójicamente, había logrado cumplir los sueños del viejo proyecto comunista, con un sistema público y social justo, donde todo estaba disponible para todos: La sanidad, la educación, el transporte. El padre inventado ha desaparecido y como todo es ficción, como todo son imágenes de la ficción, el mecanismo transmisivo tradicional aparece roto: ya no funciona por jerarquías generacionales, sino por contagio, por infección, como si fuera un virus. Todo, entonces, se presenta proyectando la sensación de que ha quedado detenido en una capa de eterno presente, sin salida, sin ningún tipo de futuro hacia el que caminar. Este es, precisamente, el Apocalipsis personal al que hacen referencia buena parte de los filmes más interesantes de los últimos años: 4:44 Last Day on Earth (Abel Ferrara, 2011), Melancolía (Melancholia. Lars von Trier, 2011) El caballo de Turín (A torinói ló. Bela Tarr, 2011), Take Shelter (íd. Jeff Nichols, 2011) y dos de las últimas películas de Bertrand Bonello hasta la fecha: De la guerre (2008) y Casa de tolerancia (L’Apollonide, Souvenirs de la maison close. 2011).

Si todo es ficción, entonces la cinefilia puede entrar en escena para reformular la potencia de las imágenes con la que trabaja habitualmente. El trabajo será difícil, claro está. En primer lugar deberá de abandonar sus círculos cerrados y territorios de servidumbre, para pasar a reinventar el lenguaje y los lugares comunes por los que le hace circular. Como, por ejemplo, la utilización de los adjetivos que tratan a las películas y sus imágenes como objetos de consumo de los que estamos completamente inmunizados, separados, en lugar de utilizarlos como un punto de partida para construir una posibilidad de lo común. Para ello deberá entender que la cinefilia es un género literario como otro cualquiera. Es decir, una ficción que no puede hablar ni de un modo realista ni científico. Las imágenes son afección pura que traspasan y sacuden a los cuerpos, que los golpean, que les hacen vivir un acontecimiento íntimo. Desde la relación con esa intimidad, la cinefilia puede utilizar las imágenes y trazar una serie de distancias con la realidad que la rodea: con el arte, con la política, con el resto de imágenes del audiovisual. Se trata, en definitiva, de medir las distancias del cine a la manera que sugiere la obra de Jacques Rancière.

«Tenemos que hablar», apuntaba Carlos Losilla a propósito de esta cinefilia que estamos definiendo, en la que se confunde espectador con crítico, y donde la figura de uno sin el otro ya no tiene sentido. Lo que queda del cine es una opinión personal a la que nadie atiende. Hablamos, efectivamente, para nosotros mismo como si estuviéramos delante de un espejo. Y claro, es necesario salir de nuestro ensimismamiento para lograr una comunicación con el otro. Pero Carlos Losilla se equivoca. Por lo menos en parte. Es cierto que se debe construir un cierto espacio de presencia con el otro. Pero desde luego, ya no puede hacerse desde las palabras. A lo largo de la historia han sido el instrumento comunicativo preferente para ordenar, someter, educar o engañar. De hecho, todavía hoy, se sigue hablando mucho pero sin decir nada. (¿Culpabilizamos a las redes sociales?) Las palabras, por lo general, comunican poco. Por lo tanto, hay que buscar un plan B: tenemos que bailar.

Israel de Francisco indicaba en esta misma sección que «Hay algo perturbador en los bailes de masas. Las coreografías salidas de un megahit a ritmo de un soniquete embobador hacen que, por algunos momentos, un grupo de personas que se acaban de conocer, y que en apariencia no tienen nada en común, reaccionen al unísono, haciéndose cómplices los unos de los otros en su afán por crear una cierta uniformización, desterrándose las diferencias que individualizan a cada uno de sus miembros.» Aunque estas coreografías produzcan sonrojo en quien las mira y no participe, en ellas puede encontrarse un ejemplo práctico de la manera en que funciona la transmisión que se ha apuntado un poco más arriba. El texto aparecía cuando estaban de moda los flashmob al estilo Gangnam Style. Después le tocó el turno al Harlem Shake. El éxito de estos bailes nace de la profunda perversión de los imaginarios que toman como motivo. Se agitan y chocan para dar un nuevo sentido a signos heredados que todavía detienen a los sujetos ficcionados en una idea económica, pese a que esa idea está en retirada. Con estos bailes se consigue otorgar una presencia a un cuerpo con la cercanía de otros cuerpos, entablando una serie de vínculos que materializan un estado de ánimo comunitario. Sacuden por un momento los imaginarios que visibilizan y que dan forma a una vida, para colocarlas ante el abismo de la presencia. Pero el baile acaba pronto: los que bailan deben detenerse por agotamiento. Bailar de esta manera cansa. Sin embargo, el propio baile deja una posibilidad: la desvinculación tras el encuentro. Esta es la clave para la comunidad que viene. Probablemente por este motivo, entre otros, han fracasado movimientos recientes como el 15M: por pretender estar siempre presentes, disponibles, visibles. Lo que está viniendo deberá aprender la retirada, al descanso, a bailar con la sombra.

Llegados a este punto, tiene que aparecer una figura fundamental para la tarea de intentar resolver esta aporía de lo social: el torero. Cuando se queda a solas con el toro durante la faena escenifica un curioso baile, equiparable al de algunos palos del flamenco. Didi-Huberman ha reflexionado sobre esta relación en el impresionante El bailaor de soledades. Comparando a Israel Galván con Juan Belmonte, cada uno de los gestos que despliegan en su arte, encuentra un vínculo en el baile de su soledad. Sobre él componen un ritmo que convoca y desvía aquello que esconde la incandescencia de la experiencia interior: los fantasmas, las imágenes, toda la tragedia del mundo que la rodea como su sombra. Algo así como un torero cuando se encuentra cara a cara con un toro, con un animal que le sobrepasa en tamaño y fuerza. Los gestos del baile flamenco no cesan de desviar toda la fuerza inconsciente que contiene cada una de sus formas porque, de lo contrario, acabaría con la potencia del cuerpo que baila. El pase del torero se equipara de esta manera al paso de baile. Se musicaliza el encuentro con el toro mediante un juego en el que las manos no deben fingir su movimiento, hacer trampas. Sino dejar que aparezca lo imprevisto para fundar la disyunción que une separando y separa uniendo la intimidad del espectáculo. Esa disyunción es la misma que aparece entre el fin preciso del viaje a las soledades y la estética visual de un baile grupal en cualquiera de sus formas.

Didi-Huberman, en realidad, está identificando un gesto que no tiene valor como experiencia en si misma. Más bien por aquello que abre pero no agota. Un gesto que es capaz de construir una intimidad que no está sometida a la voluntad de ningún soberano, como en los bailes grupales antes apuntados. (Las imágenes, la crítica que contienen, etc…) Apuntan a un nuevo género de vida como el que identifica José Luis Pardo en Políticas de la intimidad: un género «que no es privado ni público, y que constituye la forma peculiarmente humana de ser animal. […] La intimidad carece de existencia política: parece vivir en una relación directa e inmediata con el poder, pero no con el poder político (potestas), de cuyo ámbito está excluida, sino con la potencia “salvaje” de la naturaleza». Y esta intimidad es de la que carece, precisamente, el sujeto ficcionado.

Las distancias del cine con el arte y la política que debería trazar la cinefilia pueden partir de aquí perfectamente. Poniéndolas en relación con el baile flamenco y este arte despreciado por su mala imagen como es la tauromaquia. En futuros artículos bien podríamos comenzar a bailar sobre estas distancias.