After Earth

Salto al vacío

La poderosísima metáfora que habita en el mismo centro del último largometraje de Manoj Nelliyattu Shyamalan le confirma como un cineasta del máximo interés para leer algunas pulsiones del tiempo contemporáneo y, al mismo tiempo, dota de una extraordinaria fuerza evocadora el significado último de la propia After Earth. Esa figura poética se produce cuando Kitai Raige (Jaden Smith) se enfrenta a la decisión de su vida: debe desobedecer por primera vez a su padre, Cypher Raige (Will Smith, su padre también en la vida real), que ha sido siempre su modelo y su héroe, o renunciar a demostrarle que ya no es un niño; una opción es desandar el camino andado abortando una misión que salvaría la vida de su padre (además de servir a los intereses generales del planeta del que proviene), y la otra saltar literalmente al vacío —en una inmensa cascada— y arriesgar su vida para intentar culminar esa misión que ya parece imposible. La metáfora del salto al vacío (literal en el filme y figurado en nuestro imaginario) es, a su vez, polisémica: primero, se trata de un salto al vacío personal, en cuanto que Kitai no conoce las consecuencias de desobedecer a su padre ni el incierto y peligrosísimo final del camino emprendido con el salto; segundo, se trata de un salto al vacío generacional, en cuanto que el filme plantea de diversos modos la importancia que en el planeta Nova Prime tiene el aprendizaje que se transmite de los mayores a los jóvenes; y, en tercer lugar, es una metáfora con claras resonancias en nuestro mundo real, donde ya existen pocas dudas de que estamos experimentando un verdadero cambio civilizatorio y estamos urgentemente necesitados de «héroes» que salten al vacío para tratar de solucionar lo que no podrá solventarse desandando el camino andado.

Esta idea es, en mi opinión, la síntesis de todo el valor que atesora el filme y, como adelantaba, es ejemplo de una buena parte del interés que despierta en mí el propio Shyamalan. Cineasta sin duda singular, este indio de 43 años ha conectado con la sensibilidad de una generación a la que le ha tocado —nos ha tocado— vivir un momento histórico de vertiginoso cambio en múltiples aspectos; su capacidad para aprehender el sentido último de algunos de esos cambios, así como la sensación generalizada de miedo, incertidumbre y desorientación que inunda su cine, le otorga a su obra un valor añadido que va agrandándose a medida que se empequeñece la mitificación cinéfila a la que fue sometido en sus comienzos, más debida a la fascinación generada por sus triquiñuelas narrativas que a su habilidad como constructor de significados. Desde la más individualista El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999) —interesantísimo análisis, el de la contraposición individualismo/colectivismo en su cine—, donde finalmente un hombre se enfrenta a la más radical de las soledades, Shyamalan reflexiona seriamente, entre otras cosas, sobre el lugar que nos ha tocado ocupar en el mundo; mucho más significativo resulta el pánico que lleva al protagonista de Señales (Signs, 2002) a asumir la destrucción del otro como única solución para sentirse seguro; qué decir de El bosque (The Village, 2004), donde la construcción de límites imaginarios de la realidad, que acaban resultando casi físicos, es elemento esencial para mantener unida a la comunidad; o los ecos de la rebelión de la naturaleza contra el ser humano, que pueden encontrarse en varias de sus películas, muy especialmente en El incidente (The Happening, 2008).

Algo de todo esto encontramos en After Earth que, sin ser la mejor de sus películas —no se caracteriza el autor indio por ofrecernos películas redondas, lo cual resulta prescindible cuando en su interior brillan ideas valiosas—, sí puede resultar enormemente útil en el futuro para analizar retrospectivamente su filmografía. Comenzando por la encrucijada a la que es sometido el ser humano, continuando por el componente de relevo generacional y terminando por el enfrentamiento de los personajes a sus miedos y su soledad, la columna vertebral de After Earth es la columna vertebral de la poética de su director. El resultado, al «empaquetar» todo esto, es una película de mixtura genérica complicada para el gran público, puesto que no encaja en absoluto dentro de los cánones de la ciencia-ficción convencional, ni presenta el contexto habitual del filme de aventuras, ni es fácil definirla bajo ninguna otra etiqueta; en mi opinión resulta, ante todo, una película de aventuras donde el rito iniciático se convierte en bisagra de un drama personal, familiar y generacional, y como tal creo que funciona aceptablemente bien, pero no cabe duda de que su planteamiento desorientará a más de uno.

El peso dramático recae sobre la pareja formada por Will Smith y su hijo Jaden, lo cual es, al mismo tiempo, defecto y virtud. Es una ventaja porque se refuerza retóricamente esa idea combinada de relevo generacional y drama familiar/social a la que me refiero, y porque además la empatía emocional entre los dos que necesita el relato se instala más cómodamente en la mente del espectador; el problema proviene, sobre todo, del propio Will, que nunca ha sido un buen actor y al que este personaje con ciertas aristas delicadas —aunque, por su naturaleza, gran parte de la interpretación consiste en permanecer frío e impasible— le viene decididamente grande. Curiosamente, la química necesaria entre los dos personajes no se acaba de producir nunca como sería deseable, aunque la habilidad de Shyamalan en el casting provoca que al menos funcione en la imaginación del espectador que, para el caso, es lo mismo; esta cierta disfuncionalidad provoca que la mayor parte del peso del filme, por transferencia, acabe sobre las espaldas de Jaden, que lo sobrelleva con la suficiente solvencia.

Otro de los desajustes importantes de la película está relacionado con una de las más graves limitaciones del Shyamalan «autor» (director/guionista de todas sus películas), y es que casi siempre condiciona la globalidad de sus filmes a la lucidez de una idea, al peso semántico de una escena o a la pregnancia de una imagen; eso supone que, en el mejor de los casos, cuando en una misma obra se dan varias de estas circunstancias (El sexto sentido, El bosque), logre sus mejores resultados, pero siempre con la sensación de que existen vacíos por rellenar en el relato o, como mínimo, un desequilibrio desconcertante para el espectador; en el peor de los casos, cuando en la película brillan por su ausencia esos logros (Señales, La joven del agua, Airbender, el último guerrero), se produce una inquietante y hasta irritante sensación de calma chicha que acaba por conducirnos a ninguna parte. Es cierto que casi ninguna película de Shyamalan carece por completo de interés, gracias a su talento para la creación de imágenes y a su capacidad para trascenderlas con significados evocadores —aunque sean de vuelo corto en algunos casos—, pero no es menos cierto que ninguna de ellas nos ofrece un relato sólido, contundente y definitivo. After Earth no solo no es una excepción, sino que bien podría ser el ejemplo paradigmático de su filmografía, en cuanto que ese magnífico momento, esa escena crucial y poéticamente poderosa del salto al vacío, aparece como el elemento para el que parece estar pensada toda la película, sin que el guión consiga reunir cimientos suficientes para sostenerse durante todo el metraje.

La última película de Shyamalan, pues, es Shyamalan puro, con lo mejor y lo peor de su cine, y confirma que su interés como cineasta se irá consolidando a raíz de la coherencia entre los significados sinónimos de sus películas, que van construyendo, transversalmente, un interesante relato sobre el tiempo que le ha tocado vivir. Su capacidad para generar narraciones subyugantes seguirá animándonos a ver sus películas, su infatigable búsqueda de la singularidad y la sorpresa continuará logrando que nos sintamos impactados por ideas concretas o hallazgos aislados, y su talento para construir imágenes inolvidables instalará en nuestra memoria retazos hermosos de buen cine, pero si este artista indio pasa a la Historia del séptimo arte no será por nada de esto, sino por la lucidez a la hora de hilar a lo largo de su carrera una historia sobre nosotros mismos: sobre cómo sufrimos en soledad la necesidad de «matar al padre» para poder, así, ser útiles en la construcción de una nueva sociedad que nos ha planteado retos que jamás habíamos imaginado.