Sentir demasiado el cine

(o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar las películas) (y por qué aún no he visto completa ninguna de Apichatpong Weerasethakul)

Este artículo nace inspirado por Pensar demasiado el cine (o por qué no disfruté con las mejores películas de 2012), de Manu Yáñez Murillo.

I

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Esta historia comienza un sábado. Un sábado indeterminado de una infancia en la que cada sábado se repetía en casa, o así lo recuerdo, el ritual de la peli del oeste de después de comer. Durante muchos años fui un niño que leía mucho —creo recordar que descubrí a Dostoyevski, fascinado, antes de llegar a la adolescencia— y que incluso había aprendido a disfrutar de la música clásica —jamás olvidaré el dulce despertar de otro sábado con la quinta de Chaikovski sonando lejos, en el salón—, pero que detestaba el cine, por culpa de aquellas viejas películas de indios y vaqueros donde me resultaba prácticamente imposible discernir la profundidad o la poesía de la literatura o de la música. Así lo sentía entonces, y es bueno recordarlo porque creo que algo debe influir aquella experiencia, por ejemplo, en que jamás haya logrado reclinarme ante el cine de John Ford.

Sí, claro que me llevaron al cine de pequeño, pero poco y a divertirme. Imagino que como a todos (lo de divertirse, lo de poco no lo sé). Quizá mi primera película en una sala fue una de las partes de La guerra de las galaxias (no logro recordar cuál de las tres y mi familia tampoco, pero la primera no es posible porque tendría solo tres años); la siguiente, con toda seguridad, fue Superman (tenía solo seis años pero guardo vivos recuerdos) y la tercera E.T.: El extraterrestre (tenía ocho años, no sabía quién era Spielberg pero ya entonces no me pareció para tanto; hoy opino que Spielberg es uno de los cineastas más sobrevalorados). A partir de ahí se abre un vacío, quizá porque mi hermano mayor, la persona que me había llevado siempre al cine —y la que me había empujado a la fascinación por la literatura y por la música— se debió marchar de nuestra casa para trabajar fuera de la ciudad; pero dejó sembrada también esa semilla, y el viejo y mítico libro de John Kobal por casa, de modo que poco a poco fui dejando de odiar el cine, al mismo ritmo que descubría que los indios y los vaqueros eran solo una pequeña parte de aquella historia.

Fijar los momentos exactos en que pasé del odio al interés, del interés a la fascinación, de la fascinación a la cinefilia y de la cinefilia a la obsesión resulta ya casi imposible. Pero sí recuerdo que el impacto internacional de Mujeres al borde de un ataque de nervios, de Almodóvar, en 1988, fue un punto de inflexión en mi acercamiento al cine español, como un lugar del que nadie me había hablado y donde se podían encontrar momentos de excitación y de poesía; también puedo contar, porque lo tengo documentado, que mi primera lista de películas se inauguró con tres estrellas (un notable) para Tiempos de gloria, de Edward Zwick, vista en el cine Rex de Soria —ya desaparecido, como todos los cines de la ciudad— algún día de algún mes de 1989; y que en fechas cercanas aproveché una emisión por televisión de 2001: Una odisea del espacio para acercarme —en aquel receptor diminuto de la cocina— a esa maravilla kubrickiana que creo recordar no entendí entonces, a mis escasos dieciséis años, sino intuitivamente, pero que generó en mí tal deseo de saber más que después la he vuelto a ver otras seis veces hasta (creer) entenderla. Así que entre 1988 y 1990, entre mis catorce y dieciséis años, se afianzó en mí ese principio de interés/fascinación por el cine.

II

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Y después llegó el amor. Cuando más adelante explique mi etapa cinéfila/obsesiva se entenderá mejor por qué lo cuento, pero es este el momento de confesar que muchas de las películas que he visto no las recuerdo con precisión, aunque casi nunca, por no decir nunca, olvido con quién las he visto, dónde… y lo que he sentido. Aquella primera chica, aquel primer beso, tuvo como testigo de excepción la horrible Alien 3 (¿quizá por eso jamás he podido tragar a David Fincher?) que nos torturaba mientras ambos buscábamos el momento para encontrarnos; ella ya no se acordará de esta primera experiencia, pero estoy seguro de que sí recordará que vimos juntos El guardaespaldas, quintaesencia entonces del cine romántico, antes de que Kevin Costner iniciara su descenso a los infiernos hasta llegar a Waterworld; tampoco podré olvidar nunca que me tuve que ir a estudiar a Madrid y que quizá por eso la perdí, aunque luego nos reencontramos ya en una bonita amistad, y tampoco podré olvidar cuánto lloré por ella, solo en la habitación del colegio mayor, escuchado Canción de amor para un vampiro, que ponía el cierre a ese arrebato romántico, sexual y espectacular que fue el Drácula de Coppola, a pesar de todos sus excesos. La semilla del diablo fue la película en que mi mano se cruzó con una mano con la que jamás pensé que se cruzaría, y Las mejores intenciones fue la película en que aquellas manos pasaron a otras cosas que dieron lugar a una de las noches de mayor vértigo y pasión de toda mi vida, aderezada con la música extraordinaria —perfecta para una noche de amor y sexo— de Henry & June, que esa persona por siempre especial sé que tampoco jamás podrá olvidar. Aquello también terminó, cuatro años intensos y maravillosos después y, curiosamente, apenas si recuerdo el cine visto en los dos años siguientes, muy difíciles y muy desconcertantes, porque además ya para entonces la obsesión cinéfila había hecho mella en mí, y me había dado cuenta de que no se podía vivir en una sala de cine casi siempre, por muy maravilloso que fuera a veces, si uno quería amar de verdad, saber de verdad, vivir de verdad. La siguiente persona con la que compartí mi vida fue quizá eso que llamamos «de transición», sin que le reste un ápice de excitación ni de profundo sentimiento ni de experiencias inolvidables, pero curiosamente no guardo en mi memoria un momento especial de cine compartido, lo cual es muy significativo. En 2001 —Kubrick siempre profético—, a la misma hora en que caían las Torres Gemelas en Nueva York, yo comía en Madrid con la mujer que acababa de conocer unos meses antes, con la que compartiría tres años de mi vida y con la que recuerdo llegar tarde, con la película ya empezada y quizá discutiendo por alguna razón absurda, al interior del emblemático Cine Capitol en la Gran Vía de Madrid, para ver Amelie; no olvidaré la sonrisa que aquella película dibujó en nuestras caras, y la energía positiva que nos transmitió, y que hizo que se nos olvidara la agitación de las prisas y el mal humor de la discusión. Cuando otros tres años después aquello concluyó, conocí a la mujer con la que comparto hoy mi vida, y con quien he visto horas y horas de cine de todo tipo, y a la que probablemente he torturado injustamente con cine de autor de nacionalidades ignotas; y siempre recordaré —ella estoy seguro que también— el esfuerzo que tuvimos que hacer para vivir nuestras primeras pasiones secretas bajo el divertimento sin fin de Chicago, de Rob Marshall; solo hubo risas y complicidades ya avanzadas pero fue el comienzo, o uno de los comienzos, de todo.

III

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Si me detengo en esto —que el lector puede considerar legítimamente relato rosa de mi relación con el cine, y que yo prefiero proponerlo en el ámbito de la crónica sentimental—, es para enmarcar, y al mismo tiempo contraponer, lo que aún me queda por contar. Entre mi primer apunte sobre una película, allá por 1988, y aproximadamente finales de 1998, transcurrieron diez años en los que el cine se convirtió en una pasión desbordante y desbordada, centro de casi todas mis preocupaciones y objeto de estudio teórico, racional y casi científico; en ese periodo se enmarca mi licenciatura en lo que hoy se llama Comunicación Audiovisual y el magnífico, inolvidable descubrimiento —la verdadera escuela— de la Filmoteca Española. Y el relato, lógicamente resumido, de esos diez años que pasaron como un suspiro y en los que sustituí virtualmente la realidad por el cine, es la clave de bóveda de lo que quiero expresar en este artículo.

Al principio fue un juego. Se trataba de emular lo que otros hacían, y de anotar las películas que veía con una calificación aproximada a modo de estrellas o números, de cero a cinco. Pero enseguida aquello fue insuficiente, puesto que había películas incomparables entre sí, lo que me llevó a desarrollar un sofisticado modelo matemático de pesos y promedios que me diera la cifra perfecta, el número dorado que podría ofrecer la medida exacta de la calidad de una película. Era el momento de aprender a valorar lo que cada ámbito del cine aportaba al conjunto, todavía sin entender que el conjunto estaba muy por encima de las partes y que la emoción merecía un peso que la razón no entiende. Afortunadamente, algunos colegas de obsesión —cinéfilos compañeros de licenciatura o de colegio mayor— me fueron enseñando lo que pocos profesores trataban de enseñar, y es que el cine, como cualquier otro arte, es algo que va mucho más allá de la técnica. Pero mucho, mucho más allá.

Por supuesto que libros y profesores aportaron luz y elementos cruciales para pensar y sentir las películas. Pero el gran descubrimiento para mí fue el Cine Doré de Filmoteca Española. Recuerdo perfectamente que la primera película que vi allí, algún día de octubre de 1993, fue Cielo amarillo, de William A. Wellman; y lo recuerdo perfectamente porque me resultó fascinante que aquella película entonces semidesconocida para mí, de 1940, pudiera ser proyectada en una gran sala de cine en su formato original de 35mm., y que yo pudiera verlo; ¡y que eso podría ocurrir con muchas y muchas  más, con casi todas las películas, y que incluso algún un día la odisea espacial de Kubrick la podría ver en aquella incomparable sala de cine! Así, la primigenia obsesión por valorar las películas, que siempre se acaba convirtiendo en un compulsivo deseo coleccionista, unida a los primeros conocimientos adquiridos en las clases y con los compañeros, se fusionaba ahora con la experiencia definitiva, que era poder ver tal como se concibieron todas aquellas películas que ni siquiera había soñado nunca con poder ver. Fueron años de una intensidad desmesurada, en los que vi más de dos mil películas, entre ellas filmografías completas como las de Otto Preminger, Jean Renoir, Wim Wenders, Yasujirô Ozu o Robert Bresson, por citar solo algunos. Siempre, por supuesto, en pantalla grande, en formatos originales y en versión original con subtítulos (o traducción simultánea, durante una época). Mi vida, así, se convirtió en clases de mañana o tarde escuchando a profesores y compañeros hablar de cine, miles de horas en una sala oscura viendo películas, unas cuantas horas estudiando cine para los exámenes de la licenciatura, y largas y largas —y enriquecedoras, inolvidables a veces— conversaciones cinéfilas.

IV

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Hay muchas personas que se instalan ahí. Que convierten su vida, el resto de sus vidas, en eso. En hablar de cine, en ver cine, en leer sobre cine, en escribir sobre cine, incluso en hacer cine. De hecho, es probable que para ser una eminencia, en eso o en cualquier cosa, sea imprescindible esa dedicación absoluta con un punto obsesivo. Y estoy seguro de que muchas de esas personas son inmensamente felices así. Yo no pude. Llegó un momento en que comencé a sentir que me estaba perdiendo personas maravillosas solo porque eran ajenas a ese entorno; que todas aquellas ficciones extraordinarias y fascinantes estaban construyendo en torno mío una especie de muro asfixiante que me alejaba de la realidad que vivía el 99% del resto del mundo; que comenzaba a hablar un lenguaje, incluso, que solo un círculo muy cerrado de personas entendía; que la acumulación de imágenes y lecturas sobre las películas comenzaba a estragar la frescura de las propias películas, convirtiéndolas en mero objeto de disección, en una especie de materia muerta esperando la autopsia; que la endogamia propia de quien recibe estímulos de fuentes muy limitadas (un grupo reducido de personas, un grupo reducido de contextos) estaba empobreciendo no solo mi capacidad de análisis de la realidad, sino también mi capacidad de análisis del propio cine, muchas veces afectada ya por tediosos lugares comunes; que, en fin, lo que empezó siendo una fuente de placer inmenso y un cielo abierto a un nuevo mundo, estaba corriendo el riesgo de convertirse en una pequeña cárcel que me aislaba de ese mismo mundo.

Años después he ido descubriendo que realidades aparentemente antagónicas tienen sorprendentes parecidos. Mi creciente interés por la realidad social, que se fue convirtiendo en una atención especial hacia la acción política, me hizo descubrir que el encastillamiento de los dirigentes políticos es muy parecido al de los analistas cinematográficos (o de cualquier otro arte): ambos pasan la mayor parte de su tiempo rodeados de las mismas personas y de los mismos estímulos; ambos poseen espacios que les aíslan de la realidad (la sala de cine, el despacho); ambos utilizan un lenguaje de jerga que pocos entienden en su totalidad; ambos acaban logrando mayoritariamente lo contrario de lo que se espera de ellos (el analista cinematográfico convierte en un objeto intelectual lo que se espera sea un objeto de deseo; el político acaba tomando decisiones muy lejos de la voluntad desde la que fue elegido); ambos carecen de la conciencia de su aislamiento y de su progresivo empobrecimiento intelectual; ambos acaban construyendo en torno suyo grupúsculos de interés que les permitan convertir lo que empezó siendo su pasión en un medio de vida pecuniario; ambos, definitivamente, pervierten de raíz la sustancia de su dedicación.

Estas certezas me hicieron llegar a la conclusión de que el cine forma parte de la vida, pero no es la vida; una parte maravillosa, pero una parte. Y lo que es más importante, que todo el tiempo que se quita de pisar la realidad para transitar las ensoñaciones de la ficción, es tiempo robado al propio cine, pues es de esa misma realidad de la que se nutre. Como le ocurre al político, que si no pisa la calle para conocer la realidad que debe gestionar jamás alcanzará sus objetivos, el cinéfilo apenas si pasa de ser un compulsivo consumidor de imágenes si no conoce de primera mano la realidad de la que se nutre el cine. Equilibrios difíciles, de la misma complejidad de la que se reviste todo lo humano.

Fue entonces, en algún momento entre 1998 y 2002, cuando empecé a dejar de preocuparme, y comencé a amar realmente el cine. Asumí entonces algo inasumible para quien se supone que quiere vivir de postular su valía como analista, y es que cada visionado de una película es singular e irrepetible, y que la relación existente entre cada espectador y cada filme es única e inasible. Comprendí que tratar de apresar algún tipo de esencia entre los fotogramas de una obra cinematográfica era un proceso tan personal como el que supone descubrir el deseo o el amor en la mirada del otro. Y llegué a la conclusión, por tanto, de que leer, pensar y sentir el cine es un proceso tan complejo como inequívocamente personal, en el que es tan respetable el goce por el goce como la disección matemática del cuerpo fílmico, siempre y cuando se entienda como parte de una experiencia singular e intransferible en su totalidad.

Todo esto no solo es perfectamente compatible con el pulcro respeto que el análisis fílmico merece, sino que es complementario. El goce por el goce, por ejemplo, al observar una experiencia fílmica tan inmensa como el Nosferatu de Murnau, se incrementará exponencialmente si conocemos la fascinante intrahistoria de la película, y aún más si hemos visto la filmografía completa del maestro alemán; del mismo modo que la mera concepción racional de ese monumento cinematográfico llamado Ordet, y que ya de por sí genera un placer intelectual de primer orden, aparecería fría y con poca vida, si no somos capaces de sentir, cada uno con su bagaje, la pulsión del amor por el ser humano que emana del filme.

V

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Por todo lo expresado hasta aquí, me sentí seriamente concernido cuando leí el artículo del compañero Manu Yáñez, a quien por otra parte tengo gran respeto y consideración profesional. En el texto se vislumbran, cuando no se hace alusión directa y significativa a ellas, todas aquellas cosas que me alejaron de la dedicación exclusiva al séptimo arte: la endogamia; la locura a veces sin sentido de los festivales de cine (donde se degluten del orden de dos a cuatro películas  diarias —entre tres y ocho horas de cine normalmente denso— durante diez o quince días consecutivos); la obsesión por las clasificaciones, listas o estrellas, que solo tienen verdadero sentido como algo lúdico y meramente comparativo; la parcial y reduccionista fijación por el trabajo de los directores —la ya mítica “autoría”, a la que Manu denomina «método supremo de análisis cinematográfico»—, obviando casi siempre el fundamental trabajo de fotógrafos, guionistas o directores de arte, por poner solo algunos ejemplos, y sin mencionar a los intérpretes, quizá quienes lograron que el cine se convirtiera en algo suficientemente popular como para ser rentable y que así pudiera sobrevivir; la necesidad de marcar diferencia de élite mediante el uso de una jerga particular repleta de anglicismos innecesarios, que refuerza el objetivo endogámico y que convierte en estéril cualquier intento de ejercer función social por parte del análisis cinematográfico. El propio Manu se llega a preguntar si tiene sentido la figura del crítico; pregunta que adquiere aún mayor sentido en el nuevo mundo interconectado, donde puede llegar a haber casi tantos críticos como espectadores, y no solo las habituales referencias autorizadas bajo el prestigio —a veces falso— de una marca o una alianza editorial.

El compañero Yáñez habla de entrar en una sala «atenazado por las expectativas» (¿hasta qué punto el placer y la reflexión son compatibles con esa presión?); de pasar las películas al lado de un «cuaderno de notas» —habla de «vomitona de notas»— (esto lo hemos hecho muchos, pero ¿se piensa bien una película separando la vista de sus imágenes cada cierto tiempo, o al menos el pensamiento, para acudir al cuaderno?, y lo que es peor, ¿se disfruta?); de «revelaciones cinéfilas» o «verdadero milagro» (la jerga religiosa, curiosamente, emparenta mucho con la cinematográfica); menciona un texto donde Quintín y Flavia de la Fuente dicen literalmente que «hay que ser muy necio» (¡¡!!) para resistirse al atractivo de Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul; Manu se cuestiona sus razones «para no bailar al son de la cinefilia mundial» (magnífica expresión que revela hasta qué punto en ocasiones el complejo de separarse de la opinión mayoritaria genera quebraderos de cabeza, o lo que él mismo define como «neurosis crítica»); habla de fetichismo, de que se descubre «fuera de juego», y define su artículo como «acomplejada crónica de traumas cinéfilos de 2013».

Lo verdaderamente interesante del artículo de Yáñez Murillo es que su franqueza le enfrenta y nos enfrenta a todos a la contradicción que casi nunca se quiere reconocer por parte de los analistas fílmicos, y para cuya expresión más descarnada he querido aportar aquí mi propia experiencia. Esa contradicción consiste en que el crítico de cine profesional (y es importante lo de «profesional», es decir, que vive de ello) no puede aceptar que las sensaciones que él recibe sean menos valiosas, ni tan siquiera «tan» valiosas como las de cualquier otro, puesto que entonces, ¿cuál es el sentido de su existencia, es decir, del prestigio que le permite ser él y no otro quien merezca el sueldo? Y eso provoca que las sensaciones acaben marginadas a favor de explicaciones eminentemente racionales que, como es lógico, son siempre insuficientes.

Manu Yáñez se pregunta que «cuando uno ha quedado fuera de la propuesta por motivos personales, ¿cómo hacer justicia a las intenciones del director?». Pero ante esto habría que abrir varios interrogantes complementarios y contradictorios: ¿Cómo conocer con certeza las intenciones del director? ¿Cuánta relevancia tienen esas intenciones respecto al resultado final? ¿Justicia? ¿Qué justicia, respecto a qué leyes universales, con qué tribunales? ¿Motivos personales? ¿No es la creación artística, así como el interés por ella, un cúmulo de motivos personales, no están emisor y receptor inevitablemente determinados por sus motivos personales? ¿Quedarse fuera «por motivos personales» o… por la ineficiencia de los creadores de la película? Más adelante dice que «El problema surge cuando el crítico no consigue trascender su condición de miembro del tribunal del gusto: nuestro deber consiste en adiestrar nuestra autoritis fabricando argumentos, pensando el cine… ¿quizás demasiado? […] Y visto por otro lado: ¿tiene algún sentido tratar las películas como si fueran entes autónomos (o solo el fruto de una sintomatología social), carentes de pasado autoral o artístico?». La respuesta, para mí con toda evidencia, es que una película es todo eso y mucho más, y que cualquier pretensión de reduccionismo es una operación instrumental para la comodidad del analista en cuestión y de su ego; claro que un filme tiene entidad artística y cualidades autorales (no solo del director), y claro que es fruto —casi inevitablemente— de una sintomatología social, y claro que nunca es un ente autónomo aislado de su contexto, y claro que el crítico no puede basarse solo en su gusto (aunque también en su gusto), y claro que la vida de una película se enriquece con los argumentos lúcidos de analistas brillantes. El problema, en mi opinión, surge cuando se pretende que una película sea solo alguna de esas cosas, o solo alguna de otras muchas que nos dejamos en el tintero tanto Manu como yo, seguramente por necesidad de síntesis.

Aún más interesante es la siguiente afirmación: « […] las filias pueden ser verdaderas trampas para el crítico, que bajo su supuesto temple analítico suele esconder a un pipiolo temperamental, apasionado y proclive a los fanatismos». ¡Claro! Pero… ¿Por qué «trampas»? ¿Cuál es realmente el problema? Cuando un creador realiza el esfuerzo de concebir y ejecutar una obra de arte o —en el caso del cine— una parte de una obra de arte, una de las cosas que espera es que se generen esas filias, es decir, concernir profundamente al receptor de su trabajo, afectarle en lo más íntimo, obligarle a reflexionar, removerle y, ¡claro que sí!… ¡¡apasionarle!! Yo, por ejemplo, no conozco todas y cada una de las motivaciones que llevaron a Stanley Kubrick a rodar cada una de sus películas, y a diseñar cada uno de los planos en la forma en que lo hizo, pero sí sé que me siento hondamente concernido por casi todo su cine, incluso por aquel que o bien me interesa menos intelectualmente o bien logra menor implicación emocional; pero tengo la sensación, imposible de certificar —del mismo modo que son imposibles de certificar sus intenciones precisas— de que comprendo por qué coloca la cámara donde la coloca, por qué elige la música que elige o por qué se obsesiona hasta tal punto con determinados detalles; eso produce un hilo de comunicación muy directo entre su forma de crear y mi forma de ver, que se provoca en contadas ocasiones, y que me hace tener, claro que sí, una predisposición positiva ante su cine; eso dice mucho en su favor —tener la capacidad de crear esas complejas conexiones sentimentales e intelectuales— y mi mérito como analista será no tanto negar esa predisposición, como tratar de que ese elemento no embarre por completo el análisis, y me impida reconocer las limitaciones que poseen algunas de sus películas. Lo verdaderamente grave, eso sí, es la actitud crítica que consiste en tratar de justificar con argumentos exclusivamente racionales el completo fanatismo por determinadas películas o directores, cuando tal apasionamiento contiene siempre elementos irreductiblemente subjetivos (muchos intelectuales, pero otros también emocionales). De ahí que Yáñez reconozca, por ejemplo, en The Master, un filme quizá «imposible de descodificar», sobre todo cuando «descodificar» —añado yo— supone hacerlo mediante unas normas preestablecidas y supuestamente científicas u objetivas, que se aplican por igual a todas las películas, con el objetivo de llegar a una conclusión totalizadora, definitiva e indiscutible: un vano propósito en el arte, incluso en la ciencia a veces.

La contradicción íntima adquiere toda su crudeza en el final del texto, cuando afirma: «¿Puede que todo esto sea un simple problema de pensar demasiado el cine? Me temo que esta dolencia no tiene cura y, en todo caso, estoy convencido de que el cine nunca se llega a amar lo suficiente». Si el cine nunca se llega a amar lo suficiente, y la hipótesis es que el problema puede ser pensarlo demasiado… ¿por qué no resolver la «dolencia», es decir, la contradicción? Manu realiza perfectamente el diagnóstico, evalúa y hasta propone tratamiento, pero parece negarse a aplicarlo… ¿acaso amar es sinónimo de pensar? La pregunta sería: ¿por qué no dejar de preocuparnos y amar el cine?, ¿por qué no reconocer que nuestro criterio, para determinados temas está más autorizado que otros criterios, pero hay ámbitos donde nuestra opinión no vale más que la de cualquiera?, ¿por qué no asumir que por muchas horas que hayamos dedicado a pensar el cine, a leer el cine, a estudiar cine o a ver cine, no tenemos todas las respuestas a todas las preguntas? ¿por qué no interpretar que la vida de una obra de arte tiene un comienzo pero nunca un final —sometida como está al escrutinio de infinitas generaciones— y que intentar clausurar su significado es un intento las más de las veces estéril y en ocasiones patético? Nada de esto significa que no merezca la pena «pensar el cine», todo lo contrario: el vértigo y el placer que provoca un filme se intensifica al pensarlo, y repensarlo, pero eso no supone que haya que imponer nuestro deseo por pensarlo, nuestra forma de pensarlo ni nuestro mismo pensamiento.

Claro que «pensamos» a las personas que amamos, y ese pensamiento, teñido de admiración y de respeto… ¿no enriquece la pasión? Sin embargo… ¿puede haber pasión sin amor?

Nota: No he visto completa ninguna película de Apichatpong Weerasethakul porque los fragmentos a los que me he acercado no me comunican nada, me aburren, me parecen pretenciosos y epatantes, me irritan y en ocasiones me resultan ridículos y completamente vacíos de ideas y de emociones; pero son solo fragmentos, claro. También porque suelo rehuir de los dogmas cinematográficos —culturales, en general— durante el mismo momento en que surgen, a no ser que me apasione algo de lo que les rodea, que no es el caso; prefiero revisarlos pasado un tiempo, cuando el contexto que rodea los filmes es algo más limpio y neutro. Así que, sí, veré algún día completa alguna película de Apichatpong Weerasethakul, pero el no haberlo hecho no me supone ningún trauma; entre otras cosas porque entiendo probable que haya algún cineasta desconocido, probablemente muchos, de mayor interés que él, aunque no hayan sido pontificados por la crítica internacional ni hayan ganado premios. Y que a mí no me interese, por el momento, Apichatpong Weerasethakul, no quiere decir, huelga decirlo, que no  tenga el máximo interés, del todo respetable, para otros; del mismo modo que el hecho de que tenga tanto interés para algunos no impide que dentro de cien años todo el mundo se pregunte por qué diablos algún día le importó a alguien este tipo tailandés.