Star Trek: En la oscuridad

Iluminando Star Trek: en la oscuridad

El espacio no está hecho a escala humana. Sin embargo, el futuro alternativo y virtual que propone Star Trek lo presenta como si lo fuera. De hecho, se nos muestra cercano y entrañable aunque también peligroso. Produce la sensación de que podemos vivir en él, con placer y comodidad.

El motor de curvatura nos permite recorrer inmensas porciones del universo en décimas de segundo; la teletransportación nos permite ir y venir en un abrir y cerrar de ojos; las pantallas táctiles, la transmisión inmediata de datos o los intercomunicadores wireless, alimentan nuestra fe en la tecnología y consiguen que nos comuniquemos a distancias de escándalo; la federación de planetas unidos incita a que nos reconciliemos con la especie humana; la sede de la flota estelar, que está en un San Francisco alternativo de la segunda mitad del siglo XXIII, nos sitúa en el lado más progresista y liberal de la cultura USAmericana; y, por último, James Kirk, el doctor Spock y su tripulación, los exploradores más aventajados de la federación, mantienen nuestra imaginación y nuestra capacidad de asombro constantemente activas y predispuestas a mil y una aventuras.

Y es que, en el fondo, todos estos factores transforman el mundo pergeñado por la fecunda mente de Gene Roddenberry en un sitio en el que millones de espectadores querrían vivir.  Y no es para menos. Lo curioso es que, por ejemplo, en la maravillosa Guía de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, no se incluya el mundo de Star Trek como uno de los principales universos imaginarios de la science-fiction contemporánea, como sí hacen, por supuesto, las imprescindibles guías intergalácticas de John Clute, Peter Nicholls, Bruce Ackerman, Phil Hardy o Don D’Ammassa. Este mundo ha venido disfrutando de una ingente marea de producciones cinematográficas, televisivas, literarias, la última de las cuales es Star Trek: En la oscuridad, del director de Super 8.

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Con algún punto de contacto con la carrera artística de Joss Whedon, por ejemplo (pero con más aplicación y menos capacidad de vértigo), la milimetrada dirección y la impresionante producción convierten a J.J. Abrams en el maestro de ceremonias perfecto (como ya lo demostró en la anterior entrega de la saga), en el intento de recuperar todo un mito de la cultura popular contemporánea, el de la primera tripulación de la NCC 1701. Y lo hace por partida triple: como coordinador de una enorme cantidad de dinero (proveniente de la Paramount, Skydance y Bad Robot), como artífice de un film nervudo y muy entretenido (aunque con algún que otro punto muerto rítmico) y como creador de un homenaje respetuoso (que solo suele aflorar cuando se posee un genuino y sincero cariño por el material original) y puntualmente renovador.

A nivel argumental, Abrams ha filmado un episodio de transición. Una aventura que se ensambla cronológica y espiritualmente con la anterior entrega del director. Como dato curioso, conviene saber que los guionistas han reconocido la inspiración de Arthur Clarke y, sobre todo, del Know Space, el mundo espacial creado por Larry Niven. Sin embargo, por otro lado, la historia entronca (y esto no es un spoiler) con el pasado de los personajes de la primera USS Enterprise, antes de sus 3 primeras aventuras (The Motion Picture, La ira de Khan y En busca de Spock). En este sentido, sorprenden algunas de las soluciones que se han tomado para enlazar con toda la serie. Por ejemplo, la forma con la que Abrams explica el sacrificio de Spock en la segunda película original: como una imitación de un sacrificio anterior, como una contraprestación. De esta forma, se potencia la mitad humana, imitativa, del vulcaniano, como imitativo es casi todo el film, por muy respetuoso, ingenioso y bien producido que éste sea.

La naturaleza imitativa se revela a través de múltiples referencias e incorporaciones a y de otras películas anteriores: desde la masacre de El Padrino, hasta Robocop (Peter Weller mediante); desde las ciudades al estilo Blade Runner, hasta el homenaje a 2001: Una odisea del espacio; desde la escena de inicio, replicando la de En busca del arca perdida, hasta la misma presencia del Señor Spock original, Leonard Nimoy.

Pero, en todo caso, ¿por qué Abrams escarba en el pasado de los personajes de Star Trek, tal y como ha hecho George Lucas con su desinflada trilogía fantasma? ¿Por qué no continúa con sus aventuras a partir del momento en que quedaron en Nemesis? Pues se me ocurre una respuesta. Porque, quizás, vivimos en una sociedad que ha perdido sus referentes y, por eso, está obsesionada con sus orígenes. Y, como decía Michel Foucault (a propósito del Nietzsche genealogista), buscar el origen es intentar desvelar la esencia exacta de una cosa, “su más pura posibilidad, su identidad, cuidadosamente replegada sobre sí misma”. Es decir, buscar los orígenes es obsesionarse con algo que es casi una quimera, de pura contingencia. De ahí que se deba recurrir a la invención, a los juegos de manos, al artificio. Siguiendo la teoría de Platón, que consideraba a las creaciones artísticas como copias degradadas de una Idea universal, nuestras imitaciones han cedido el paso, ahora, a los simulacros, a las repeticiones. De ahí también que se deban periclitar algunas de las características que no son más que convenciones que han olvidado que lo son. En este sentido, algunos rasgos identitarios, algunas líneas de guión, algunos lugares comunes se repiten de forma redundante por la trama, lo cual no desagradará a los neófitos pero sí supone un martilleo innecesario para los más familiarizados con la saga.

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Por otro lado, los actores plasman con corrección sus personajes aunque les cuesta un poco entrar en nuestro corazón para ocupar el lugar que llenaron los originales, algo parecido a lo que pasó con The Next Generation, aunque se trataba de nuevos personajes. En especial, siento bastante desubicado al nuevo Sherlock Holmes, Benedict Cumberbatch: su físico y su expresión no encajan con su rol. Y mucho menos comparándolo con el actor original. Simon Pegg tampoco me parece particularmente apropiado para un personajes tan recio y honorable como el de Scottie. Aunque sus escenas de humor son bastante estimables. Por otro lado, nadie duda de que Zachary Quinto vaya a convertir a su Spock adulto en un personaje admirable, ni de que Chris Pine deba controlar su musculatura y sus hormonas en favor de la mirada sabia y la sonrisa irónica de William Shattner. Karl Urban le extrae el cinismo exacto a su Doctor Bones mientras que John Cho y Anton Yelchin parecen los descendientes de Sulu y Chekov, respectivamente. Las chicas, por su parte, ayudan a feminizar y a erotizar una trama ya de por sí bastante masculinizada. Lo cual se agradece, por supuesto.

Desde el punto de vista estético, la película se mantiene con rotundidad en un nivel de sorprendente creatividad. El diseño de producción consigue varias novedades en la apariencia de las naves, los trajes y las armas y, por tanto, varios aciertos visuales que hacen, sin duda, las delicias del espectador. Otro acierto evidente es el carácter oscuro y amenazador que se le ha conferido, por fin, a los Klingon. Las escenas en las que aparecen ayudan a vislumbrar lo que de Darkness tiene este Star Trek. Es como esa oscuridad que potencia la refulgencia y la belleza de la estética japonesa, tal y como explica Tanizaki en El elogio de la sombra. Los FX, sorprendentemente, están muy bien fusionados con la acción (como en el caso de Iron Man o Los vengadores, por poner solo dos ejemplos recientes). Lo cual es un motivo de regocijo, habituados como estamos a simples fuegos de artificio en tramas anodinas e infantiloides. La iluminación se va solapando con los diferentes estados anímicos que va produciendo la trama: sus tonalidades reflejan vida y verosimilitud espacial. Por último, hay un trabajo de planificación extraordinario y, de hecho, algunos travellings son turgentes, otros casi épicos. Es verdad que hay un par de escenas un poco alargadas (la del hospital con la niña enferma, por ejemplo); es verdad que hay algunas referencias a acontecimientos recientes (como el 11 de septiembre), que surgen como una muestra de la obsesión por la seguridad nacional (disfrazada de homenaje) más que como una incorporación original al guión; y es verdad también que algunas frases y líneas de diálogo (como ya he dicho) parecen un poco machaconas. Por último, hay que reconocer que, en alguna ocasión, los personajes se mueven por el argumento con ese grado de inconsciencia y arrojo, propio de los héroes clásicos, aunque a la manera en la que los protagonistas de determinadas producciones made in USA intentan extenuar a millones de espectadores del mundo entero: es decir, à l’américaine y pese a quien pese. Algo que recuerda, muy a nuestro pesar, derivaciones ramplonas como Battleship o Transformers. Pero, en todo caso, todo ello forma parte de las virutas que podrían haber caído al suelo al manufacturar este precioso mueble, un mueble que no desentona con nada que hayas visto con anterioridad pero que tampoco te sacude en la butaca. No hay novedad: no hay riesgo. Pero sí placer y comodidad. Un placer que dura cerca de dos horas.