El llanero solitario

Leyendas

En 1880, o tal vez a principios de 1881, un chico paga veinticinco centavos para que le fotografíen delante de un Salón en Nuevo México. Huido de la horca, tras ser condenado por el asesinato de un Sheriff,  el chico regala el ferrotipo de la fotografía a su mejor amigo. Apenas unos meses más tarde, Pat Garrett acabará con la vida del joven forajido. Su imagen, sin embargo, será conservada como un tesoro familiar por los herederos de aquel viejo amigo, Dan Dendrick, hasta que en 2011 un empresario de Florida la compre en una subasta por más de dos millones de dólares. En el paréntesis temporal entre aquellos centavos y estos millones, la vida de Billy el Niño forjará una leyenda tan grande —y, por tanto, nebulosa, ficticia y fantasiosa— como el precio pagado por el ferrotipo. Una leyenda repleta de documentos confusos, fechas sin contrastar y cruces de declaraciones, cuyo principal activo radica en su manera de poner en escena el relato de una sociedad y un tiempo donde los mitos no habían sido opacados por el imparable progreso tecnológico. En definitiva, donde veinticinco centavos eran el precio a pagar por escuchar la narración de una leyenda viva.

La barraca de feria siempre ha sido un buen lugar para desencadenar los mitos, liberarlos del yugo de la razón y dejar que sean los niños, el mejor público posible, quienes decidan el grado de verosimilitud que concederán al relato. Como el de Billy el Niño, el del Llanero Solitario también es otro mito de aquella América polvorienta que no había sucumbido al acero del ferrocarril. Y como el relato de aquel ferrotipo, todo empieza con unos centavos, los que paga un niño para atender al cuento que un viejo indio quiere explicarle.

Tras este pequeño prólogo en la feria, El llanero solitario (The Lone Ranger; Gore Verbinski, 2013) nos introduce en aquella América donde el progreso no había conseguido desencantar el territorio. Un tren se dirige a Colby para efectuar la entrega del criminal Butch Cavendish. Sin embargo, nadie parece preocuparse por él, pues lo cierto es que el avance técnico que supone la locomotora, capaz de unir poblaciones originalmente separadas, infunde más temor que el salvaje Cavendish. Pronto las agrupaciones, confederaciones y sindicatos aunarán esfuerzos y reunirán fuerza suficiente como para que asesinos como Butch dejen de tener sentido en el paisaje del western. Tarde o temprano, el paisaje encontrará un mapa y el mapa construirá una explicación, un sentido y un espacio para toda esa vida que siempre estuvo al margen. No en vano, aquel era el tema principal de Hasta que llegó su hora (Once Upon a Time in the West; Sergio Leone, 1964), película de la que El llanero solitario toma su motivo central: el paso implacable del tiempo, el desencantamiento ineludible de la realidad.

Mientras el niño asiste embelesado a la narración del indio, esa vieja América alumbra a uno de sus últimos héroes, John Reid, el llanero solitario. Precisamente, uno de los aciertos del filme consiste en su forma de dibujar al protagonista: un hombre de leyes, incapaz de manejar un revólver, que incluso convertido en espíritu errante mantiene su confianza en la sociedad del futuro que los obreros forjan con metal en los viejos desiertos. Por tanto, un héroe que solo podrá serlo cuando termine la aventura, cuando se imprima la leyenda y todos los pueblos allende Colby crean divisar entre los muchos espejismos la imagen de un hombre enmascarado a lomos de su caballo blanco. En otras palabras, cuando la fantasía convenza a la razón de que todavía tiene su lugar en ese nuevo mundo que el hombre está creando.

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Durante estos últimos años, Disney ha producido una serie de largometrajes consagrados a mantener con vida cierto espíritu fantástico, a la sazón, aquel que anima cualquier relato oral. Por eso, uno de los gestos más repetidos dentro de sus ficciones recientes es el de preservar ese espíritu. Así sucede en John Carter (Andrew Stanton, 2012), donde su protagonista cede el testigo a Edgar Rice Burroughs para que, mediante la literatura, continúe las aventuras que han sido parte de su vida. O en Tron: Legacy (Joseph Kosinski, 2010), donde el héroe viaja al interior de la creación de su padre para encontrarse con todo un ecosistema virtual tan perfecto que debe luchar para que no desaparezca. De una u otra manera, cada ficción nos exige a modo de pacto la confianza suficiente para creer en lo que nos va a contar. ¿No es ese el tema central de Oz, un mundo de fantasía (Oz the Great and Powerful, Sam Raimi, 2013)? El llanero solitario no es una excepción. De hecho, como sucede en Oz, el filme de Verbinski lleva a cabo esa vindicación de la fantasía a partir del mismo cine. Si Raimi recorría la historia del medio, desde el praxinoscopio hasta la moderna animación digital, para narrar el viaje al mundo de Oz; Verbinski recorre la historia del western, sus estilemas, homenajes, gestos propios y memoria cinéfila, para arribar a esa Ítaca que significa El llanero solitario.

En su anterior película, Rango (2011), Verbinski esgrimía una interesante reflexión a propósito de la identidad cinematográfica y su dificultad para integrar una personalidad propia en el seno del cine comercial. Con El llanero solitario, las sensaciones son diferentes. Si Rango ponía en escena una crisis, aquí todo parece apuntar a una celebración, tan heterodoxa como desprejuiciada, del talento de Verbinski para construir escenas. De ahí las dos extraordinarias escenas de descarrilamiento de locomotoras, pero también su cuidado a la hora de reproducir una serie de ecos cinéfilos que van desde Peckinpah a Leone. De ahí, también, su voluntad por diseñar un artefacto gozoso cuyo objetivo no es otro que exaltar el placer de la aventura, de la identificación y de la confianza en los relatos fantásticos. En fin, esa cadena de narraciones que en algún momento de nuestras vidas empezó con una viñeta de cómic, continuó con la generación de Spielberg y ha culminado en esta nueva camada de cineastas capaces de dar con un cine de atracciones en plena era digital. Una cadena en la que todos y cada uno de sus eslabones tuvieron claro el motor de sus ficciones: dejar en manos del espectador la posibilidad de mantenerlas con vida.

Como era de esperar, el niño termina de escuchar el relato del viejo indio totalmente entregado. El tren del malvado Cole —el auténtico villano del filme, hijo de la revolución industrial— descarrila río abajo, el llanero se convierte en mito y Tonto salda una deuda pendiente, cierra la herida moral que desencadenó la matanza de su pueblo. Ahora ya es un actor anciano, como aquel Wild Bill que paseaba su patética estampa por el circo, cansado de repetir diariamente un relato de otro tiempo. El viejo desaparece, queda el niño abstraído con sus pensamientos, con el oeste salvaje repleto de amaneceres, cañones y relinchos como paisaje de su imaginación. Acaba el trabajo del entertainer y comienza el de la infancia, que no es otro que el de forjar leyendas, la de John Reid o la de Billy el Niño; leyendas que convivan con la realidad, que refuercen con sus argumentos los espacios en blanco que aquella todavía no sabe cómo rellenar. Las luces se apagan, comienza la ilusión. El niño, por una vez, dejará de creer en la nostalgia de los viejos cuentos y se animará a continuarlos con sus propios relatos. Ese es, en síntesis, el espíritu de este llanero solitario, como en algún momento lo fue también el ferrotipo de un muchacho forajido de la ley. En eso consiste la fantasía que anima el cine, ¿no?