Café para todos
Es evidente que el mundo está bien jodido. El nivel de pesadumbre ante lo que nos rodea es inaguantable, y cuando se echa la vista hacia el futuro las cosas no parecen mejorar, sino todo lo contrario. El nivel de conocimiento sobre nuestro presente y las proyecciones sobre lo que nos deparará el paso del tiempo invitan indefectiblemente al pesimismo generalizado, imaginándonos que los acontecimientos que nos aguardan en las próximas décadas nos harán recordar el tiempo pasado incluso con nostalgia, a pesar de sus durezas.
Y, sin embargo, cualquier intento para establecer paisajes venideros ha fracasado de forma estrepitosa. Todos los relatos de anticipación —indiferentemente de su formato— han naufragado en su carácter predictivo, fundamentalmente porque no estaban hablando del futuro, sino retratando el presente en el que fueron forjados. Porque la ciencia ficción es un género alegórico que hunde sus raíces en lo más cercano, denunciando en su carácter distópico los viciados caminos de todo aquello que amenaza con llevarse por delante los rasgos que definen lo mejor de la esencia humana.
Así, es fácil comprender que compartimos los mismos temores con nuestros abuelos, y los de ellos no eran muy diferentes a los de sus antepasados. Porque el miedo hacia lo que no se puede controlar es una constante de la humanidad. Quizás antaño se temía a la fuerza iracunda y vengativa de algún dios, pero desde hace un siglo es el propio ser humano quien más atemoriza a sus congéneres por el poder destructor que ejerce sobre sí mismo y sobre su planeta. Hoy en día puede que la cosa se agrave por la exposición a la sobreinformación, que a veces conduce sin duda a la desinformación. Y es este hecho y la rápida expansión de Internet lo que se aprecia detrás de la obra del director sudafricano Neill Blomkamp, porque su corta obra se forja a partir de los límites y las fronteras, precisamente cuando el uso compartido del espacio virtual está demoliendo los arbitrarios términos de lo divisorio.
Hoy, lo transnacional y lo transmedia son un torpedo contra la línea de flotación de identidades monolíticas y excluyentes, y Blomkamp sabe sacar partido de ello. Así, la presencia del gueto alienígena en su debut, Distrito 9 (District 9, 2009), cumplía la misma función que la estación espacial que da nombre a su segundo largometraje, Elysium (íd., 2013), aunque el primer recinto estuviera ideado para no dejar salir y este esté concebido para no dejar entrar: ambos seleccionan, clasifican y segregan, apuntando sus alambres de espino hacia dentro o hacia afuera, pero siempre con la ambición de que los espacios y sus habitantes mantengan sus respectivos estatus adquiridos.
En Elysium todo el planeta se ha convertido en un gigantesco gueto del que es casi imposible escapar. Ello impone una perspectiva histórica, donde el campo de concentración crece con el paso del tiempo hasta ser mayor que el espacio reservado a la libertad, resolviéndose hacia un área cada vez más difícil de controlar, donde los cuerpos van perdiendo paulatinamente su identidad humana. Será en ese contexto donde (Matt Damon), el protagonista de la cinta, encontrará en la hibridación con lo cibernético el puerto de salida, un punto débil por el que encontrar la vía de escape donde los implantes artificiales capacitan —como en nuestra realidad— para la superación de las limitaciones, percibiendo que la tecnología —huelga decirlo— está al servicio de nuestra esclavitud tanto como a la de nuestra libertad.
No obstante, todo lo que funciona a nivel teórico no siempre aprueba al ponerlo en marcha. Elysium podría haber sido una gran obra, pues su potencial a priori invitaba a ello. En sus primeros momentos se aprecia el mismo gusto por lo tangible que ya desplegara el realizador en Distrito 9, modelando paisajes polvorientos y duros en su configuración, contrastando con la exuberante placidez de una colonia espacial dispuesta en el interior de un gigantesco anillo —y que, por lo tanto, carece de línea del horizonte, un inteligente recurso que configura la falta de perspectiva que domina en sus habitantes, quienes sólo se observan a sí mismos, abundando en el carácter endogámico, cerrado y elitista de su comunidad—. Sin embargo, Blomkamp se limita a reproducir modelos ya explorados, deleitándose por una parte con obtener espacios identificables que no inviten a la confusión en cuanto a la buena o mala suerte de sus moradores —como ya hiciera Fritz Lang con su memorable Metrópolis (Metropolis, 1927), estableciendo un patrón que ha degenerado en productos más recientes como Un amor entre dos mundos (Upside Down, Juan Solanas, 2012)—, y por otra centrando el desarrollo dramático con circunstancias y personajes totalmente estereotipados y sin profundidad, cargando abundantemente la mochila del maniqueísmo para que nadie pueda tener dudas sobre la configuración moral de héroes y villanos.
Porque la falta de matices y gamas tonales es la nota predominante de esta cinta. Su capacidad para tutelar la conciencia del espectador a través de un panorama que no admite medias tintas —el mismo desprecio hacia las clases bajas utilizadas como carne barata en las fábricas, la misma falta de acceso a una sanidad universal y de calidad, y las mismas expeditivas leyes antiinmigratorias que se imponen en los actuales modelos de Estado, todo ello aplicado cada vez con mayor desparpajo— es tan insultante e irritante como el trastorno bipolar que desprenden sus imágenes, donde las escenas de acción están retratadas bajo el complejo de la epilepsia, reservando la cámara lenta para enfatizar el dramatismo de la derrota o la nostalgia de un recuerdo.
Ambos recursos —ideológicos y formales— convergen en su facultad para vehicular los sentimientos del personal hacia una denuncia social razonable en sus ambiciosos y nobles términos, donde la justicia y la solidaridad prevalezcan ante las imposiciones espurias de unos pocos privilegiados. Al fin y al cabo, su puesta en escena parece de pacotilla, pues incluso la alianza entre el gran capital —representado por el magnate John Carlyle (William Fichtner)— y el poder político —personalizado en la iracunda Delacourt (Jodie Foster)— se presenta en un sorprendente primer término, cuando este tipo de relaciones no suelen apreciarse tan explícitamente en la realidad que habitamos. De esta manera se clausura la posibilidad de que el espectador participe activamente en el descubrimiento de una trama oculta que pudiese otorgar profundidad a esta plana conjura del poder.
Neill Blomkamp ha fracasado estrepitosamente a la hora de lograr un producto que aportara algo nuevo al universo sci-fi y que estuviera a la altura de las expectativas generadas por su debut cinematográfico, fundamentalmente porque ha querido hacer buena esa expresión que se forjó durante la Transición española a mediados de la década de los setenta, y que rezaba «café para todos»: lograr un consenso en el que nadie termine descontento. Las cuatro nominaciones a los Oscar con las que se reconoció a Distrito 9 han supuesto a corto plazo un auténtico virus troyano en la carrera de este director, logrando congestionar su talento para lograr un producto convencional y repleto de arquetipos del género, todo ello aderezado con buena voluntad y mejores sentimientos, teniendo cuidado de molestar lo menos posible.
Se antoja extraño que la mano de Distrito 9 sea totalmente responsable de Elysium. Más bien parece que ha adquirido deudas que ha pagado con parte del control creativo de esta película.