Lobezno inmortal

Un lugar para morir

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De la promoción de X-Men: Primera generación (X-Men: First Class, Matthew Vaughn, 2011) muchos todavía recordarán el single Love Love de Take That, un inspirado tema de pop electrónico reforzado por un no menos fantástico videoclip, dirigido por el dúo AlexandLiane. El vídeo amplificaba la de por sí notable presencia de los integrantes de la banda, transmitiendo la energía y el sentido de urgencia de la letra mediante un montaje de cortes rápidos y una coreografía desenfadada. El tono positivo de la canción era un fiel reflejo de la película de Vaughn, sustentada en la química entre James McAvoy y Michael Fassbender —interpretando a unos jóvenes Xavier y Magneto, respectivamente— y en un sentido del espectáculo próximo a esa sinfonía de lo hiperreal que es Battleship (Peter Berg, 2012). Aun financiada por una coproductora diferente, estas cualidades y su ligereza narrativa emparentarían el filme con Los Vengadores (The Avengers, Joss Whedon, 2012) y sus franquicias afines auspiciadas por Disney.

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Como es sabido, a estos modelos «blancos» de cosmogonía marveliana se han querido oponer los propuestos para los personajes de DC, cuyos planteamientos buscan una correspondencia más explícita —que no más exacta— con la problemática global que percibimos. Esta guerra de modas parece haber enterrado aquella tercera vía que iniciara Bryan Singer con X-Men (2000) y X-Men 2 (X2, 2003). La saga no contaba con el desarrollo de personajes en filmes previos como Los Vengadores, ni sus conflictos resonaban tan estruendosamente como los de El Caballero Oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) o El hombre de acero (The Man of Steel, Zack Snyder, 2013); más que en lo filosófico o lo épico, la dialéctica entre mutantes y resto de la sociedad se resolvía a brochazos en el jardín psicológico de cada personaje, derivándose su alineación en el bando de los héroes o los villanos. Los relatos corales y una incómoda cuota de acción no favorecían la profundización en ese aspecto —no necesariamente positivo, como se vio en la ya caduca Superman Returns (Bryan Singer, 2006)—, lo cual tampoco ahorró críticas a Brett Ratner cuando se atrevió a mover las piezas del universo mutante en la película más valiente de la saga, X-Men: La decisión final (X-Men: The Last Stand, 2006), quizá por presentar un cuadro aún más pesimista que el de Singer sin la bula autoral de éste o de las producciones Nolan.

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El peculiar panorama de X-Men solo podía complicarse con la popularidad de uno de sus personajes. Después de que a Gavin Hood se le escurriera entre los dedos el material de X-Men Orígenes: Lobezno (X-Men Origins: Wolverine, 2009), el más resolutivo James Mangold tenía la oportunidad de asentar un tono propio para el superhéroe interpretado por Hugh Jackman, al adaptar del cómic la serie limitada Wolverine (1982) escrita por Chris Claremont con Frank Miller a los lápices. Aunque en la saga cinematográfica el argumento se ubique cronológicamente después de los hechos narrados en X-Men: La decisión final, el arco en el que se basa atañe a los principios del personaje, lo que vuelca sobre él nuevamente todo el peso dramático de la historia. Ésta nos presenta a un Logan autoexiliado en las montañas canadienses, torturado día tras día por el recuerdo de Jean Grey y la tragedia que le apartó de ella para siempre. Inesperadamente otra parte de su pasado se le presenta para traerle de vuelta al mundo, en concreto al Japón donde salvó la vida en la Segunda Gran Guerra al soldado Yashida, quien ahora le reclama en su lecho de muerte. Allí conocerá a su nieta Mariko (Tao Okamoto), expuesta a una amenaza que involucrará a Logan y a Yukio (Rila Fukushima), otra mutante junto a la que hará frente a los yakuza y otros enemigos en la sombra.

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Si la sinopsis que acabo de contar le sugiere al lector un desarrollo rutinario, ha acertado. Lobezno inmortal es predecible como thriller y discreta en lo que se refiere a la acción, a excepción de una secuencia a bordo de un tren bala digna de figurar en cualquier entrega de Misión Imposible. Sin embargo, este es el menor de los problemas para un trabajo con la responsabilidad de afianzar una de las franquicias más importantes del género, aún por detrás de los logros de la competencia. El director es consciente de ello y concentra su apuesta en un retrato del héroe doliente, desde los rasgos más obvios —el aspecto desaseado de Logan, la violencia injustificada— hasta detalles formales que sugieren un cuadro de depresión, como su relativa pasividad respecto al avance de la trama o los sueños y recuerdos en narrativa circular. ¿Cómo encajar este estudio íntimo del personaje en la exótica aventura que plantea el guión?

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Lamentablemente Mangold no parece haberse hecho esta pregunta, habida cuenta de que uno de sus rasgos habituales es la fidelidad al concepto de la producción sin mayores análisis previos. Esta característica ha contribuido a la solidez de algunos de sus proyectos, capaces de dejar huella en medio de una ola de productos similares (Identidad, 2003), pero también a la irrelevancia de otros, como la extemporánea Noche y Día (Knight and Day, 2010). En el que nos ocupa, dicho concepto parece ser el de combinar al personaje más cool de los X-Men con un orientalismo trasnochado, si se me disculpa el pleonasmo.

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Artísticamente puede no ser un pecado presentar un Japón de cartón piedra (aun habiendo utilizado algunas localizaciones reales) o anclado en el imaginario occidental de ninjas, samurais o chicas Harajuku: encontramos ideas similares empleadas exitosamente en Ninja Assassin (James McTeigue, 2009), El último samurai (The Last Samurai, Edward Zwick, 2003) —en la que Hiroyuki Sanada bordaba otro papel secundario con escasos matices—, los Kill Bill de Tarantino o algunos Bond. La dificultad estriba en conciliar este enfoque festivo de serie B (nada infrecuente en el Hollywood de hoy, por otro lado) con la pretendida gravedad del personaje. Pese a que ésta invitaba a la continuidad del tono grisáceo establecido en X-Men: La decisión final, la puesta en escena de Mangold parece tener más en mente la reciente película de Vaughn, buscando el dinamismo en contradicción con un Lobezno errabundo al que apenas parecen preocuparle los giros de la trama. Tampoco las dubitativas pinceladas de humor o la inexistente química entre Jackman y Okamoto se concilian con el déficit de asertividad del protagonista, quien finalmente parece reactivarse de mala gana con el ruido de fondo atronador de los acontecimientos, por supuesto lejos de cualquier iluminación zen.

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Sin duda el marco brindaba otras posibilidades. De San Francisco Javier a YOHIO, pasando por Lafcadio Hearn o Paul Schrader, Japón ha hecho las veces de punto de fuga para conciencias en stand-by, atrapadas en un fin de la Historia autorenovado incesantemente desde la Revolución Industrial. En la era Edo la decadencia de la clase samurai coincidió con el esplendor teórico del bushidô, y mientras las élites soñaban con la muerte los barrios populares bullían de vida no oficial. Desde entonces nadie parece saber cuál es el Japón real, y entre las fantasías que proyecta suele hallarse la de un lugar para morir, o mejor dicho, para dejarse morir. El archipiélago se ha convertido en L’Apollonide de Occidente, una casa de tolerancia en permanente víspera del fin de los tiempos; la última parada después de haber realizado todas las hazañas, cometido todos los errores, amado a todas las mujeres que merecía la pena amar.

Filmar esto desde el punto de vista de un personaje como Lobezno, que se sabe incapaz de morir, hubiera precisado de un director fuera de la horquilla conservadora de Marvel. Se habla de madurez del género, pero la protección de la Casa de las Ideas hacia sus vástagos cinematográficos no hace más que incubar el síndrome de Peter Pan.