Afterparty

Beliebers vs Directioners

Cuando los norteamericanos intentaron acercar el slasher a sus raíces cinematográficas mediterráneas, un subgénero tan pasional y tan imprevisible como el giallo, acabaron pariendo, merced a su mentalidad mecanicista y un tanto cuadriculada, una serie de películas tan fuertemente formulaicas —con la broma/accidente que provoca el trauma del psychokiller, el salto temporal que elimina las posibles pistas, la calculada frigidez de la final girl…— como El tren del terror (Terror Train; Roger Spottiswoode, 1979), Prom Night (íd.; Paul Lynch, 1980), San Valentín sangriento (My Bloody Valentine; George Mihalka, 1980) o El asesino de Rosemary (The Prowler; Joseph Zito, 1981), entre otras. De la misma manera, cuando los directores españoles contemporáneos han intentado acercarse a los parámetros del slasher, o lo han hecho de manera, precisamente, demasiado previsible e hipercalculada —como las insalvables School Killer (Carlos Gil, 2001), La monja (Luis de la Madrid, 2005) y La central (Francesc Giró, 2006)—, o casi sin quererlo, se han filtrado, entre sus grietas genéricas, características del giallo provinientes, seguramente, del carácter latino de sus responsables —pienso, por ejemplo, en Tuno negro (Pedro L. Barbero, Vicente J. Martín, 2001) o XP3D (Sergi Vizcaíno, 2011)—. Incluso cuando sus responsables han intentado crear un producto diferente —ahí están la fantasmática El arte de morir (Álvaro Fernández Armero, 2000) o la insulsa Más de mil cámaras velan por tu seguridad (David Alonso, 2003)—, la sombra de Mario Bava y Dario Argento planeaba sobre sus encuadres y sus soluciones visuales… Así que no es de extrañar que las mejores incursiones en el subgénero hayan acabado siendo las que, directamente, abrazaban la herencia italiana del mismo —para mí, las dos aportaciones más brillantes a Películas para no dormir, Cuento de Navidad (Paco Plaza, 2005) y Para entrar a vivir (Jaume Balagueró, 2006), y la muy reivindicable Buenas noches, dijo la Señorita Pájaro (César del Álamo, 2012)—.

spanish slashers

¿Dónde encaja, dentro de ese contexto, un producto patrocinado por Telecinco como Afterparty (Miguel Larraya, 2013)? La participación de la «cadena amiga» en la financiación del largometraje puede dar una impresión equivocada de un proyecto que, curiosamente, carga bastante las tintas contra la televisión basura de la que tanto bebe el canal de Paolo Vasile. Y es que la ambición de Larraya, como director y como coguionista, es la de juguetear con las reglas del subgénero para ir más allá de lo habitual, para transformar su propio artefacto en un retrato generacional mucho más sórdido, más escalofriante, de lo que sus propias imágenes pueden dar a entender al primer vistazo —no hay prácticamente ni un solo personaje redimible entre sus protagonistas: todos son igualmente egoístas y manipuladores, obsesionados con sus propios intereses—. Ahí choca, por desgracia, con un obstáculo difícilmente salvable: un grupo de actores que, con la excepción de Luis Fernández —que entiende que debe aplicar sobre su personaje su propia experiencia como ídolo teenager gracias a Los protegidos (2010-2012)— y Rocío León, no está a la altura de la propia propuesta. Sin contar a la protagonista de Manic Pixie Dream Girl (Pablo Maqueda, 2013), hay una grisura, una falta de personalidad, en las interpretaciones de las chicas que rodean al protagonista que, si bien en principio puede achacarse a un cumplimiento de las reglas del género —donde es habitual que la carne de cañón apenas esté desarrollada dramáticamente—, más adelante, cuando se les exige una mayor intensidad, saca a relucir sus notables limitaciones. Lo que, quizás de forma inconsciente —no parece casualidad, en ese sentido, que todas ellas hayan pasado por todo tipo de culebrones y series de sobremesa—, no deja de ser un retrato de la propia generación de las actrices, no tanto desde el punto de vista profesional como el personal: son puros ni-nis.

La clave de Afterparty, y donde radica su auténtico interés —que lo tiene, obviando las prestaciones de sus actores—, está, como antes apuntaba, en la manera en la que Larraya se dedica a romper su propio relato, y a darle al espectador, sin que este se de cuenta, una clave figurativa para prever sus giros dramáticos: las pérdidas de consciencia del personaje de Fernández. En torno a esos puntos de la trama, el director organiza, en realidad, una puesta en escena que va variando de forma sutil, adaptándose con inteligencia a lo que cuenta en cada momento. El primer segmento de la película, más que en el cine de terror, parece inspirarse en comedias teen con fiestas pasadas de vueltas como Supersalidos (Superbad; Greg Mottola, 2007) o Project X (íd.; Nima Nourizadeh, 2012), pero una vez su protagonista queda inconsciente por primera vez, se convierte ya en un slasher con asesino enmascarado (y enguantado), en el que, sin embargo, la limpieza de los homicidios —ni una de las muertes se produce ante la cámara, sino que se utiliza el off visual como recurso principal— es una opción formal mucho más reflexionada de lo que aparenta, muy autoconsciente, que deja entrever la realidad a cualquiera con un poco de experiencia en el género: que sus referencias son ficciones como Inocentada sangrienta (April Fool’s Day; Fred Walton, 1986) o, en otro sentido, gialli como Rojo oscuro (Profondo Rosso; Dario Argento, 1975). Es solamente cuando «El Capi» vuelve a perder los sentidos, y la película se reinicia, cuando realmente Larraya aborda el género en toda su intensidad: a pesar de que no se recrea excesivamente en el gore —de hecho, sigue dejando los detalles más escabrosos en off—, las muertes son mucho más físicas y más explícitas y, lo que es más interesante, se impone un tono caótico, imprevisible, mucho más giallístico, que rompe definitivamente con las expectativas del espectador.

afterparty 2

Porque, si algo hay que reconocerle a Afterparty, es que, con todos sus defectos, que los tiene, al menos se resiste a darle a cada uno de sus públicos potenciales lo que espera. Las fans que vayan a ver a Fernández luciendo palmito se encontrarán con un retrato muy desagradable de ellas mismas; y los aficionados al terror se toparán con un slasher que se resiste a serlo, que se salta conscientemente las reglas del género y que, al final —y sin ánimo de revelar nada—, incluso se esfuerza por evitar la figura convencional del serial killer, optando por una solución que recuerda, con todas las lógicas diferencias entre ambos largometrajes, a la de Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express; Sidney Lumet, 1974).