Ahora me ves…

¡Ay, la magia!

Siempre me ha interesado mucho el cine que convierte su tema principal en un concepto multidimensional, de modo que no solo es su centro dramático, sino que también se transforma en eco de otros temas e incluso en una vía para reflexionar sobre los mecanismos del propio cine como medio de expresión. Cuando además esa idea central reaparece en diferentes películas a lo largo de un periodo de tiempo relativamente corto, el interés se multiplica, porque sin duda los guionistas, con sus historias, nos están queriendo llamar la atención sobre algo importante que está pasando ahí fuera, en el mundo, y aquí dentro, en nuestro interior. El tema principal de la película que nos ocupa es la magia.

Sin necesidad de enumerar las ocho películas que adaptan las siete novelas de J.K. Rowling sobre Harry Potter (y que abarcan el periodo 2001-2011), solo añadiré El truco final (El prestigio) (The Prestige, 2006), del reputado Christopher Nolan, y El ilusionista (The Illusionist; Neil Burger, 2006), como ejemplos de filmes recientes donde la magia no solo es el tema principal sino que, además, pretende dar lugar a diversas reflexiones de mayor calado. En Ahora me ves…, cuatro magos retirados o en dificultades son reclutados por un personaje desconocido que les prepara para perpetrar espectaculares números de magia que, además, son actos de rebelión económica para repartir entre los ciudadanos dinero acumulado por los bancos o por millonarios corruptos; además, el fin último de todo, que solo sabremos cuando se desenmascare el “gran mago” que maneja los hilos, es un bello acto de justicia poética.

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El imaginativo guión de Ed Solomon (Hombres de negro, Hasta que la muerte los separe), Boaz Yakin (Fresh, Safe) y Edward Ricourt (su primer y único trabajo, por el momento), basado en una historia de los dos últimos, encuentra buen acomodo en la habilidad de Louis Leterrier, joven cineasta francés (París, 1973) que en El increíble Hulk (2008) ya demostró sobradamente la capacidad para combinar la espectacularidad lúdica del cine de Hollywood, la búsqueda de sentido más allá de la apariencia y la doblez de los significados mediante el uso de la imagen. El resultado del trabajo de guionistas y director es una película absorbente de principio a fin, que juega abierta y eficazmente con la capacidad de fascinación del espectador, que revolotea sobre ideas como la justicia social y la fuerza de la pasión y, que, además, prepara un final sorprendente y razonablemente bien construido.

Es justo al final, por cierto, cuando la película adquiere su valor definitivo, puesto que incorpora el último y más relevante significado de la magia: el descubrimiento del personaje que está detrás de los cuatro magos/delincuentes y del relato que hay tras él, que es a su vez un truco de los guionistas respecto a los espectadores. Tal como se explica a lo largo de la película, uno de los componentes básicos de la magia es desviar la atención hacia un hecho irrelevante para que el centro del ilusionismo esté lo más lejos posible de la conciencia del espectador, y eso es exactamente lo que hacen con nosotros los autores de Ahora me ves… que, así, hablan de la magia a través de la magia, y nos recuerdan que el cine es, desde su base técnica (ilusionismo óptico) hasta su significado último (superposición de perspectivas) un hermoso homenaje a la magia. De esta manera, el propio carácter grosero del truco narrativo del filme —que en otras películas bien podría ser irritante— adquiere aquí un sentido propio e impulsa el resto del entramado dramático de la película.

Ahora me ves… es también un buen ejemplo de los beneficios que reporta cuidar algunos detalles relevantes como, por ejemplo, el casting. Más allá del acierto en los cuatro magos protagonistas, es fundamental —tanto para el desarrollo de la narración como para el desenvolvimiento efectivo del truco final— la elección de los secundarios: Michael Caine (millonario que patrocina a los magos y que finalmente es engañado por ellos), Morgan Freeman (mago retirado que cree estar por encima del bien y del mal y que trata de averiguar quién hay detrás) y Mark Ruffalo (el responsable del caso por parte del FBI). Sus perfiles personales (de gurús todopoderosos en los dos primeros casos y de torpe y mediocre fracasado el segundo) y el tratamiento cinematográfico que Leterrier hace de sus trabajos resultan fundamentales para el funcionamiento dramático de la película.

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La coherencia entre la forma y el contenido es, en mi opinión, una de las cuestiones clave en la creación artística, muy especialmente en el modo en que la obra llega a su destinatario. Bien se podría acusar a Ahora me ves… de poseer una forma superficial, de constituir una especie de pompa de jabón completamente vacía y de jugar con el espectador frívola y desprejuiciadamente. Pero… ¿Qué es acaso la magia, en qué consiste? ¿No es un juego de ilusiones en la superficie de la realidad mientras en el fondo pasan otras cosas? ¿No es una forma de viajar por un universo inexistente mientras nos olvidamos de nuestra vida cotidiana? ¿No es una burbuja en el tiempo y en el espacio donde vuela la imaginación mientras la realidad física discurre con normalidad? Siendo así, la película encuentra su pleno significado, gracias sobre todo a un final magníficamente ideado y ejecutado, precisamente en todo aquello que normalmente podría ser objeto de crítica razonable. La magia (los trucos de los protagonistas) es aquí narrada por la magia (los trucos de los autores de la película) mediante la magia (el cine como mecanismo de ilusionismo óptico y narrativo).

Aunque el relato que se esconde tras la motivación de quien dirige a los cuatro magos es casi más una excusa para el último truco que un relato en sí mismo, no es menos cierto que adquiere cierta belleza en la melancolía de su justicia poética tardía, y en la descripción crepuscular de un universo, el de los magos profesionales, que, como tantos otros —la propia experiencia cinematográfica en salas, por ejemplo— parece estar en peligro de extinción. En esa triste belleza, que además está relacionada con los nobles sentimientos de la lealtad y el agradecimiento, siempre atravesados inevitablemente por la emoción, la película adquiere un último valor, y es convertirse en reivindicación del derecho a soñar. Del derecho a soñar con la justicia social, con la justicia individual; del derecho a soñar con un mundo diferente en el que sea posible lo aparentemente imposible, y en el que las evidencias puedan ser puestas en tela de juicio; derecho a soñar, en fin, con aquella felicidad que nos es prometida al nacer y que se nos va hurtando a medida que crecemos bajo el peso de las convenciones, de las normas sociales impuestas bajo un orden injusto y de todo aquello que cercena la capacidad de imaginar.