Un paso adelante
Roland Emmerich: El puto amo
Bajo el signo del «renovarse o morir», aquellos que durante muchas décadas creyeron estar en posesión del santo grial —sí, aquellos que nos acomplejaron tanto que estuvimos dispuestos a aprender francés para poder leer sus revistas— se han sacado ahora de la chistera un concepto de lo más moderno y enrollado para atraer a los jóvenes cinéfilos como un viejo pederasta se arrima un caramelo a la bragueta: la «autoría vulgar». Según estos lumbreras, hay una serie de directores que nos gustan, pero que no son lo suficientemente buenos como para ser considerados autores de pleno derecho: les falta trascendencia… y les sobran espectadores. He ahí su vulgaridad: su cine no es ramplón, sino especialmente popular. Su gran pecado —aquello que les hace estar a un peldaño del Olimpo marcado por estos notarios del buen gusto— es que el pueblo llano se vuelve loco con cada uno de sus nuevos proyectos, petando las taquillas. Si no fuera así, otro gallo les cantaría.
Mientras tanto, estos tutores intelectuales siguen pensando que tienen la situación bajo control, y que los demás seguimos mirando a los lados antes de decir con la boca pequeña lo que nos gusta y lo que nos aborrece, lo que nos divierte y lo que nos duerme. Que, por ejemplo, nos encanta cuando un tipo como Steven Soderbergh nos ofrece en su saga protagonizada por Danny Ocean unas películas vibrantes, dinámicas y repletas de tensión argumental, mientras que cuando el muchacho trata de ponerse serio nos parece que le pesan demasiados complejos —quizás los mismos que nos intentan inculcar a los espectadores—, pues jamás llegarán a tomarle en serio.
Mucho peor lo tienen otros. Por ejemplo, Roland Emmerich. Constantemente tildada con términos como «basura» o «deleznable», su propuesta cinematográfica está repleta de sombras en forma de concesiones, sí —cámaras lentas para enfatizar momentos dramáticos, alargamiento innecesario de las escenas de acción, pomposidad musical, un sentido de lo épico que alcanza lo ridículo, una emotividad que se torna en vulgar sensiblería, etc.—, pero también ha sabido otorgar a su cine de unos recursos que lo han llevado a un nivel superior.
A Emmerich no le tomarían en serio como autor ni aunque se enumerasen las múltiples coherencias estilísticas y argumentales de sus treinta años de carrera. Por ejemplo, la perfecta integración del drama personal en un contexto panorámico de dimensiones desbordantes, donde el peligro en ciernes que amenaza a los protagonistas se muestra en su verdadera y colosal magnitud: personajes con sus tragedias a cuestas, engullidos por unos movimientos de masas humanas desplazándose en su desesperada huída, escapando de ejércitos represores —Stargate: puerta a las estrellas (Stargate, 1994), El patriota (The Patriot, 2000), 10.000 (10.000 BC, 2008)—, invasiones alienígenas —Independence Day (íd., 1996)—, monstruos marinos sobredimensionados —Godzilla (íd., 1998)— o cataclismos naturales —El día de mañana (The Day After Tomorrow, 2004), 2012 (íd., 2009)—. Amenazas todas ellas producto de la mala gestión de los recursos —naturales o sociales— por parte del ser humano, sirviendo de advertencia tanto como de denuncia sobre el verdadero enemigo que supone la mentalidad irresponsable y depredadora del hombre, donde lo que afecta a la colectividad acaba dañando a lo personal en un vínculo de indefectible reciprocidad y el necesario contrato social queda expuesto en su fragilidad al acaecer el desastre.
Por otra parte, Roland Emmerich se ha convertido en uno de los mejores iconoclastas de la civilización occidental. Si bien ninguno de sus largometrajes ha conseguido atentar contra los símbolos de nuestra cultura como lo llegó a conseguir Tim Burton con su Mars Attacks! (íd., 1996), el director de origen alemán ha conseguido repartir entre todos sus films una sucesión de brutales embestidas contra determinados iconos, aquellos signos externos que sustentan con fragilidad a nuestra sociedad. Elementos de identidad como la Estatua de la Libertad, las pinturas de la Capilla Sixtina y, sobre todo, los centros del poder norteamericano —su fijación por ver explotar la Casa Blanca y el Capitolio se acerca a la perversión patológica— acaban fracturados, destrozados y volatilizados con tanta frecuencia que, con el paso del tiempo y de las películas, se acaba asumiendo como una pieza de identidad del cine de Emmerich. Un dispositivo que representa su capacidad para despojar de perversiones visuales a la comunidad, un artefacto que dinamita las bases de una sociedad que ha sobrepasado los umbrales de la sofisticación, logrando observar que debajo de tanto oropel poco ha cambiado en la humanidad en los últimos 12.000 años: el miedo domina las vidas de los seres humanos, activando los resortes necesarios para la supervivencia del individuo tanto como la del clan y la del conjunto en general, centrando el concepto de identidad más allá de lo externo para poder poner en tela de juicio aquellos conceptos ligados a la versión oficial —cuyo mejor ejemplo pudiera ser la, por muchos motivos, sorprendente Anonymous (íd., 2011)—.
Y, dado que lo acabamos de citar, no es de extrañar que Emmerich haya acabando por filmar un argumento en torno a Shakespeare, pues la constante aparición de elementos como el honor y la lealtad están presentes en todos y cada uno de sus films, interrogándose en Anonymous sobre las obsesiones políticas y personales de una época convulsa que supo reflejar sobre las tablas de los primitivos teatros los monstruos que atenazaban a aquella sociedad, deviniendo en una constante universal. Al fin y al cabo, lo que puede distraer de su cine es la aparición de aliens, cíborgs y mutantes postnucleares, porque en su trasfondo siempre discurren esas notas de tragedia clásica, donde el ciudadano anónimo se ve arrastrado por las circunstancias a realizar acciones heroicas, exponiendo su integridad y la de su familia al ser su hogar el escenario de una batalla que debe afrontar muy a su pesar. Como vemos, algo tan shakespereano como fordiano, recogiendo tradiciones culturales que, en boca de otros, se tienden a admitir —o, al menos, a perdonar—.
Como decíamos anteriormente, ni siquiera el conocimiento de las claves para poder dar cohesión a su filmografía logrará que Emmerich sea tenido en consideración por parte de la política de autores. Cosa de la que, sinceramente, nos alegramos. Porque ni siquiera cuando se ha puesto serio —véanse los ejemplos de El patriota y Anonymous— ha logrado despegarse las molestas etiquetas impuestas a raíz de sus otros films. Pues de hecho, aquellos a los que nos gusta su cine preferimos todos aquellos ejemplos que caen en la vulgaridad: concepciones escenográficas repletas de espectacularidad, impecables coreografías en las escenas de acción, montajes ágiles y nada confusos, y notas de humor introducidas en su preciso momento, relajando la tensión antes que la cosa pueda ser tomada en serio. Y por eso damos un paso adelante: para decir que no sólo no nos importa, sino que ése es el Emmerich que nos gusta.
El señor presidente les tiene bien puestos
Por segunda vez en pocos meses el presidente ha sido secuestrado, y los asaltantes han vuelto a destrozar su residencia oficial. La mala noticia es que esto no ha sucedido en España, sino en Estados Unidos. Lo peor de todo: ha ocurrido en la ficción.
En mayo dábamos cuenta del estreno de Objetivo: la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, Antoine Fuqua, 2013), y ya entonces nos preguntábamos sobre el estado anímico de una sociedad, la norteamericana, que convierte su necesidad en la autodefensa y sus complejos sobre la imagen que proyecta al resto del mundo en unos productos audiovisuales de dudosa justificación, abriendo esa vía que el cine ocupa al fracasar el discurso de los políticos, pues una imagen vale más que mil palabras: nada como ver tu casa tomada al asalto por tu odioso vecino para querer convertirla en una inexpugnable fortificación. Y, de paso, salir a patear algún que otro trasero.
Sin embargo, si en el guión del film de Fuqua estaba claro ese componente de violación del sacro espacio familiar —aquellos coreanos que querían hacer bailar a los Estados Unidos su particular Gangnam Style—, el elegido para realizar el argumento del caso que nos ocupa, James Vanderbilt, ha preferido trazar un complejo juego de enemigos interiores, explorando las múltiples posibilidades que se abren en torno al enmarañado reparto de poderes de la administración norteamericana: civiles y militares tratando de coexistir, intentando —como los buenos bomberos— no pisarse la manguera los unos a los otros, pero todos ellos dependientes de un solo hombre, pues todo el peso del poder —materializado en códigos de lanzamiento de misiles, maletines nucleares y demás— reposa sobre la solitaria mano del señor presidente.
Es este factor el núcleo que da entidad y cohesión a un producto como Asalto al poder (White House Down, 2013), pues más allá de la tensión dramática que se produce entre lo interior y lo exterior —la Casa Blanca por una parte y el Pentágono y el Air Force Two por la otra— y los distintos niveles de representatividad que habitan en cada uno de ellos —las diferentes plantas y habitaciones de la residencia oficial del presidente, las distintas salas del control de mando militar, etc.—, Emmerich se interroga sobre los elementos que sostienen materialmente el poder —ya sean objetos o personas— al declararse éste huérfano de soporte. Para ello, integra perfectamente en la acción las nuevas tecnologías de la comunicación —teléfonos de nueva generación, plataformas de vídeo, blogs, redes sociales, etc.— para cuestionarse sobre nuestra actual dependencia de lo transmedia digital, donde no responder a una llamada puede interpretarse como un signo inequívoco de muerte cerebral —los tonos de espera se acompasan entonces al ritmo cardiaco— y un vídeo subido a YouTube por una adolescente puede ser la pieza que de sentido a toda una conspiración que no supo ser vista a tiempo por los —supuestamente— servicios secretos más preparados del mundo.
Asalto al poder es un Emmerich en estado puro, donde el director retoma esos signos de identidad que hacen su cine tan reconocible y que lo sitúa un peldaño por encima de otros ejemplos parecidos —sin ir más lejos, el mencionado film de Fuqua— para crear un espectáculo en el que el disparate es la clave para dejar de tomarse en serio su delirante argumento. Pues, de hecho, que su título remita de una forma tan evidente a aquel esperpento fascistoide rodado por Ridley Scott la década pasada, Black Hawk derribado (Black Hawk Down, 2001), nos hace pensar en una especie de redención del género, en un reverso luminoso que trata de dejar en evidencia las perversiones ideológicas de aquella sociedad —la del incipiente reinado de George W. Bush—, tratando de desnudar la de hoy en día —la del incierto, por cada vez menos reconocible, Barak H. Obama— a través de un striptease político, humanizando a sus protagonistas por medio de un sentido del humor que se acaba por agradecer. Y es que la presencia en la pantalla de Jamie Foxx, interpretando a un presidente Sawyer con demasiados parecidos al actual inquilino del 1600 de la Avenida de Pensilvania, es el núcleo a través del cual se desarticula cualquier tipo de indignación, pues su puesta en escena, repartida a partes iguales entre lo estereotipado y la caricatura, desplaza la atención hacia el territorio de la representación, trasladando la mirada de lo particular a lo general: el drama personal se inscribe en un contexto de orden superior, vinculando el destino de toda una nación a los avatares de un sólo hombre.
Un montaje clarificador —a pesar de los numerosos escenarios, sabemos exactamente en cada momento dónde nos encontramos—, bromas hilarantes —ver al presidente comer compulsivamente chicles de nicotina o pelearse con un terrorista por sus zapatillas de deporte resulta impagable— y plomo a mansalva. Acción en estado puro para reflexionar sobre los mecanismos del poder. Éste es el Emmerich que nos gusta: vulgar, sí… pero no banal.