El cine de Ulrich Seidl

Enmarcando la vida oculta de los vecinos

El cine de Ulrich Seidl no es austriaco; pero tampoco universal, a lo que él mismo confiesa a veces aspirar. Es occidental. Por eso nos pica por igual a los del norte que a los del sur de Europa, a todos los pueblos de raíces cristianas en general. Es verdad que la (infra)cultura austriaca aparece en los imaginarios actuales como fea y sórdida, de ahí que lo que Seidl filma se identifique, en un primer momento, con ese hábitat en particular. Pero que venga el director a España y nos grabe con las mismas técnicas; quizá nos sorprenderíamos de encontrar mucho menos colorido, despreocupación y sonrisas de lo esperado. Cualquier cosa puede afearse, lo que es prueba de la falta de especifidad centroeuropea de sus películas. En cualquier caso, más que un informe sobre la decadencia de nuestra civilización, su cine es un síntoma de la misma. La clave no es el retrato de lo peor y su exhibición de la manera más desagradable, sino la elección de sacar a la luz lo feo. Seidl inventa poco y lo que vemos está ahí, pero es falso porque naturaliza el marco mediante el que selecciona las porciones a mostrar de nuestro mundo. Su cine miente al presentarse como espejo de la psicología oculta de sus espectadores, porque no es un documento. Seidl dice que sus obras duelen porque ponen ante nuestros ojos lo que reprimimos de nosotros mismos, nuestros auténticos deseos y miedos mezclados con nuestras fantasías más inconfesables. Él nos señala cuáles son aunque no queramos saberlo. Pero difícilmente puede hallarse entre sus imágenes ninguna revelación clara, puesto que estetiza tanto la realidad que la despoja de conexión real con lo que pasa. En definitiva, lo que hace Seidl es coger elementos desagradables o directamente dolorosos que en efecto existen, pero los dota de tal barniz de repulsión que se quedan en puro cuerpo, en piel que tapa otros órganos —en los que sí se escabulle la oscuridad de nuestra civilización— sin llegar a tocarlos. Su impacto es intenso pero sólo físico, se diluye cuando se pasan las agujetas. La resaca que deja es mucho más a nivel estomacal que moral. Manipula tipos humanos con tanta grosería que le da igual que sean personajes o personas: y no hay diferencia porque es su aspecto lo que cuenta. El tamaño de su barriga, la suciedad de sus uñas y las ganas con que pasean los esqueletos de su armario. Más allá de eso, lo que hay son contradicciones de brocha gorda, prejuicios y una mirada cruel. Esa actitud ególatra y controladora sí se acerca más a la maldad y estupidez que ocultamos. No estamos en los personajes. Estamos en la manera de regodearse en sus defectos y locuras y en el deseo de verlos así, vaciados de dignidad, expuestos a una humillación de la que no parecen ser del todo conscientes. Lo que saca el cine de Seidl es nuestro sadismo casi infantil, no nuestros fantasmas personales. Es el Callejeros del comprometido lector de fotorreportajes de dominical.

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Su método es una lógica mezcla de racionalismo y demencia. Por un lado, es creación artística desbocada, trabajando a todo trapo por la destrucción del hombre. Por otro, lo más característico en la obra de Seidl son sus tableaux vivants, planos trazados con perfección matemática. Arrebatan toda vida a sus protagonistas —lo de vivants es un decir— y, aun así, logran capturar la espontaneidad que ha llevado a ese momento, algo así como el niño que se está quieto a regañadientes en una foto en la que tiene que salir arreglado y repeinado. El crío al final sale bien, lo que no impide que en la imagen resultante lata su incomodidad, doblegada por el fotógrafo, un sádico que sabe sacar todo el partido estético a nuestra tendencia a la sumisión. Seidl hace lo mismo: coloca a sus actores, les dice que pongan cara grave y, al mismo tiempo, les incita a ser ellos mismos en un contexto opresivo y hostil, ante la cámara, en sus momentos más íntimos. En esta tensión está seguramente el mayor logro de su cine, una rendija por la que podemos ver el proceso de reducción de las personas retratadas para que quepan en la imagen que de ellos tiene Seidl, un proceso que no se puede cerrar porque las personas no son maniquíes ni robots (en su cine documental) y porque los personajes son actores y, por tanto, personas (en su cine de ficción). Su hiperestetización de la realidad nunca consigue ahogar la realidad, y mira que se esfuerza. La estiliza convirtiéndola en experiencia artística. Al final es un documento del mundo contemporáneo, si bien de una manera distinta a la que parece creer serlo. Su colaborador Michael Glawogger lleva este método al paroxismo en las películas que ha dirigido, al dotar de intensa belleza publicitaria a algunos de los contextos más deprimentes que en el mundo puedan imaginarse. La diferencia está en que Glawogger filma —con un espíritu tirando a neocolonialista— a un supuesto Otro lejano y muy distinto a nosotros, mientras que Seidl graba a sus vecinos, a los que no duda que son como él, lo que le permite ser más despiadado. Sea como sea, Seidl debe muchísimo a la fotografía, emparentado por ejemplo con Diane Arbus. Sin embargo, sus películas son útiles para ejemplificar con claridad que un elemento distintivo del cine es el tiempo. Sus composiciones, aunque no se muevan mucho, se desplazan y cambian. La duración de la contemplación no la pone el espectador de una foto que, cuando se aburre o se ofende, se da la vuelta y a otra cosa. Al contrario, la permanencia en pantalla de imágenes hermosamente sórdidas, falazmente naturalistas, es impuesta de antemano en la sala de montaje. Siempre queda la opción de apartar la mirada, pero sabes que la estás apartando, no puedes ir a ningún sitio. La pantalla sigue ahí y la imagen que molesta sigue ahí, se oye, se ve su luz reflejada en dondequiera que uno haya optado por desviar sus ojos. La foto, en cambio, se puede ignorar con mucha mayor facilidad. Se huye de ella y, además, se cambia la atención por otro objeto, quizá otra fotografía menos áspera o la conversación de tu acompañante. En cambio, cuando estás viendo una película no puedes sustituirla por nada —puedes escoger irte de la sala o apagar la tele, pero son opciones radicales que provocan un choque y, sin duda, una pregunta sobre el porqué se ha hecho—. Como pasa en el cine de sus tíos Werner Herzog o Les Blank, o de su primo Haneke, las imágenes de Seidl siempre tratan de aguantar un poco más de lo que uno espera o quiere que aguanten. La fuerza de su impacto seguramente está más ahí que en la propia naturaleza de lo mostrado. Seidl obliga a enfrentarse al contenido de sus imágenes, sea el que sea y suponiendo que haya alguno. No es fácil desecharlas y eso es un poderoso mérito.

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El talento de Seidl para el encuadre y la composición sugestiva es incuestionable. Pero sus habilidades para cambiar de tono son otro tema. Porque filma todo igual, todo aparece como una representación en una iglesia o hace respirar el aire viejo de una habitación cerrada. Sus planos funcionan plenamente cuando retratan escenas religiosas, cánticos espirituales o cuando los personajes se sitúan en un templo, como en Jesus, You Know (Jesus, Du weisst, 2003). La geometría y la sobriedad luchan con un toque asimétrico, chillón y sensacionalista, similar al que podemos encontrar en muchos diseños cristianos. Sin embargo, las escenas de sexo, las entrevistas, las conversaciones vulgares, todo es recogido de la misma forma por la cámara. Las canciones interpretadas con seriedad dan tanta vergüenza ajena como el hombre que retoza más con su perro más allá de la decencia en Animal Love (Tierische Liebe, 1996). Siempre la misma sensación. La capacidad estética de Seidl consigue que las imágenes funcionen individualmente la mayoría de las veces, de nuevo como fotografías, aunque a costa de transmitir un ritmo y un tono planos. Es una manifestación formal de la superficialidad que muy a duras penas superan sus películas. Algunos de sus trucos retóricos son ingeniosos, como esa composición recurrente en la que una persona en primer plano habla acerca de otra persona que espera, al fondo de la imagen. Ya aparecía en su primer corto, One-forty (Einsvierzig, 1980), y lo desarrolló al máximo en la interesantísima The Last Real Men (Die letzten Männer, 1994), donde machos austriacos llenan la pantalla hablando de lo maravillosas, sumisas y serviciales que son sus esposas asiáticas. Estas escuchan, en un segundo plano, empequeñecidas, pero tan contentas de su lugar en el mundo como sus hombres esperan de ellas.

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Por su obra pasan todo tipo de sujetos como mínimo chocantes, algunos de ellos curiosamente felices y despreocupados: solitarios enamorados de sus animales de compañía (Animal Love), enanos egoístas y cabroncetes pero buenos (One-forty), modelos desquiciadas que viven en un puro presente (Models, 1999), adolescentes y profesores que preparan un rancio baile de debutantes como un rito de paso ya sin contenido (Der Ball, 1982), algún medioburgués que se pasa de listo o que sobreactúa su bohemia ante el arte contemporáneo (Pictures of an Exhibition; Bilder einer Ausstellung, 1996), omnipresentes enfermeras y cuidadoras próximas a variedades de dolor y muerte y, en definitiva, un amplio catálogo de habitantes de los suburbios occidentales. Depravados, descastados, anómicos, lelos, a veces desesperados, casi siempre medio analfabetos. Lo mejor de cada casa y recogido, además, en su mejor momento. Gente que, juzgando por las imágenes, se diría que es gentuza pero que, tomando un poco de distancia del método Seidl, se puede comprender que es simplemente gente. Algo distintos aparecen los personajes religiosos, en cuyo retrato sí hay matices y hasta una empatía casi paternalista, propia del cínico que lamenta no poder creer ya en nada y envidia a quienes se entregan a una fe potentísima. La vida de los fanáticos cristianos es la única que tiene sentido, aunque desde fuera sea tan absurda como las demás. Aunque Seidl parece esforzarse igualmente por ridiculizarlos, no lo consigue, atado por un respeto aún más poderoso que su desencanto.

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En sus películas hay una clara manipulación de los protagonistas, a la que ellos mismos se prestan, no se sabe si por ingenuidad, por afán de exhibicionismo o por algún deseo de catarsis. Pero el director se aprovecha de esa falta de barreras a su cámara para convertirlos en carcasas de aspecto extravagante, cuya única razón de estar en el mundo parece ser posar para los fabulosos planos del autor. En el fondo, quizá por su deuda con la fotografía o simplemente para explotarlos, Seidl elimina buena parte del contexto y con él toda humanización. Por aquí cerca puede radicar la principal diferencia entre su obra documental y su obra de ficción, tan similares en apariencia. Se diría que el director salta con Models a la ficción, nunca pura, para tener el control absoluto sobre los personajes, para obligarlos a que hagan todo lo que él quiere que hagan sin prestar resistencia. Para filmar sexo explícito con mayor libertad o justificación. Para transmitir una idea de la realidad que no se puede sacar de la auténtica realidad cotidiana, porque siempre se escapa por algún lado al molde —el marco del plano— que se le quiere imponer. La ficción de Seidl parece nacer para cumplir una tendencia autoritaria. Y, sin embargo, pese a que los escándalos que acompañan a sus películas se han ido multiplicando —el cine documental llega a menos público—, al pasar a trabajar con actores desaparece una de las cuestiones centrales que planteaba su obra: ¿hasta qué punto es justo manipular, exprimir o humillar públicamente a esta gente para hacer mi película? ¿Qué derecho tengo a usar sus vidas como prueba de nada? Por mucho que quienes participan sean más o menos conscientes de lo que hacen, no dejan de ser personas reales que están funcionando más como medio que como fin. En cambio, profesionales o no, los actores son actores. Curiosamente, al superar en gran parte estos problemas metacinematográficos, la ficción de Seidl funciona mucho mejor como presentación de ideas. El poderío simbólico de Import/Export (2007) o del tríptico Paraíso (Paradies, 2012-2013) es muchísimo mayor que el de su cine documental, también porque se va quitando peso al diálogo y desaparecen las entrevistas. Al presentarse como ficción, se da por hecho que es una visión particular del mundo y cabe enfrentarse directamente a ella. Los dilemas deontológicos son sustituidos por increpaciones abiertas al espectador para que reflexione sobre el contenido de lo que se le cuenta, ya no sobre su verdad. La fuerza estética y artística de su obra anterior continúa intacta. Si bien por el camino se ha dejado buena parte de las tiranteces entre realidad y creación, a cambio su discurso social y humano ha ganado en eficacia y capacidad alegórica.

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Una última pregunta: ¿para qué sirve el cine de Ulrich Seidl? Es decir, ¿qué aportan estos paseos por el infierno suburbial? ¿Por el primitivismo originario occidental, que todavía se desborda hoy por algunos agujeros? ¿Quién querría pasarse dos horas delante de una pantalla sufriendo, avergonzado ante las miserias de las que sus vecinos están orgullosos, siendo molestado con bastante gratuidad, aburrido por una narrativa plana? El interés de Seidl, si es que lo tiene, está en la contradicción. Asquea con lo mostrado en sus planos, al mismo tiempo que una iluminación naturalista consigue ofrecer estampas de un muy personal valor estético. Incita a mirar pero provoca que se aparte la mirada. Enfada su extracción de hasta la última gota de sordidez de personas reales, a muchos de los cuales sin embargo seguiríamos repartiendo abrazos —o haríamos un crowdfunding para pagarles un buen psicoanalista— con mucho gusto. Las tensiones sin respuesta pueden ser en el fondo un truco de feria, pero mueven el cine de Ulrich Seidl.