Elegías íntimas
La progresiva implantación de la tecnología digital ha precipitado, sobre todo en términos comerciales, un nuevo impulso para la animación. Sin embargo, más allá de la frontera que han delimitado los grandes estudios, ese impacto no se ha trasladado a visiones más artesanales del medio, donde la panoplia de recursos y técnicas abarca otros usos de la imagen. Ejemplo de esto último son las dificultades económicas que sufren artistas y cineastas para levantar proyectos. El ruso Aleksandr Petrov, como su paisano Yuri Norstein, bien podría reflejar este hecho, puesto que, aunque su estilo se ha beneficiado de las ventajas de los ordenadores en materia de posproducción, aún mantiene el trazo artesanal e íntimo y las duras condiciones de producción. Como resultado de esas circunstancias, la sombra de que su trabajo más reciente pueda ser el último planea sobre cada una de sus obras. Así, su colección de cortos se convierte, vista en retrospectiva, en un catálogo de elegías íntimas.
En 2003, el animador Kihachirō Kawamoto convocó a una nómina de artistas para que compusiesen el ómnibus Fuyu no hi, la adaptación de un renga —una canción o poema encadenado— de Bashou. Si por algo destaca el proyecto es, precisamente, por ser el refugio de técnicas, estilos y creadores progresivamente marginados por el mercado. Una de esas técnicas es la pintura sobre vidrio, disciplina en la que Petrov es un maestro indiscutible. En el filme de Kawamoto, el animador ruso apenas dispone de cuarenta segundos para ilustrar uno de los versos de Bashou, en el que la silueta de un cuervo planea amenazadora mientras una niña intenta encender el fuego para calentarse. En esos pocos segundos, Petrov demuestra tal grado de maestría, de fluidez y detallismo, que inmediatamente nos envuelve la sensación de estar cobijados en una casa abandonada, mientras el frío enrojece nuestros dedos y vuelve aún más torpes los intentos por encender la lumbre.
Desde aquella colaboración internacional, la carrera de Aleksandr Petrov ha lidiado con numerosos obstáculos hasta cuajar nuevos proyectos, el último de ellos Encore (2010), una hermosa miniatura animada dedicada a la ciudad de Yaroslavl, que el equipo de colaboradores de Petrov firmó bajo su supervisión. Por el camino, adaptaciones de la literatura rusa, el reconocimiento de la cultura estadounidense y su consolidación paciente de esa técnica que traslada a la pantalla —o, mejor dicho, nos traslada— el interior de un cuadro de inspiración romántica. Veámoslo con más detenimiento.
Pintar con las manos
Si hay un epítome de la animación rusa, de su sensibilidad singular y de su tremendo caudal creativo, ese es Yuri Norstein. He ahí su bellísimo poema visual Tale of tales (Skazka skazok, 1979). Discípulo suyo, Petrov no es un animador al uso (o sí, depende de cómo definamos en la actualidad el oficio del animador). Situado tras su mesa de trabajo, Petrov emplea tubos de pintura pastel para dibujar sobre el vidrio. La particularidad de su técnica es que, fundamentalmente, toda ella se lleva a cabo con los dedos, que distribuyen, moldean y crean los paisajes y formas que habitan cada plano. Solo los pequeños detalles cuentan con el apoyo de un pincel para refinar y definir sus rasgos. El resto nace de las manos y de la asombrosa tarea que supone animar los más de 25.000 planos con que suelen contar de media las obras del cineasta ruso. Una tarea que, aun con el apoyo de un equipo de colaboradores, abarca más de dos años.
La paciencia y la minuciosidad del trabajo de Petrov se traducen en dos de los puntos calientes de su obra animada: el movimiento y la intimidad. En este último caso, huelga decir que su cine se construye a través de sueños, de deseos frustrados —por ejemplo, el del joven muchacho encantado por una sirena a la que desea retener para siempre—, confesiones a media voz o arrebatos de espíritu romántico. Si tradicionalmente la cultura rusa tiene ese poso de melancolía e identidad tan profundamente hundido en sus raíces, Petrov es tal vez uno de los mejores exploradores de sus sentimientos. Así sucede en My Love (Moya lyubov, 2006), donde su protagonista reparte su espíritu entre el deseo de una mujer construida a través de sus delirios fantásticos y la delicada, sensible, realidad de la mujer que acompaña cada uno de sus pasos a diario. Una fantasía con momentos de una ternura infinita, como escapada de un retrato de costumbres del Siglo XIX, que evoca los humores, incertidumbres y pequeñas pasiones que embargan al corazón hasta que todo ello cuaja en un sentimiento amoroso. Por mucho que, en este caso, la alegre delicadeza del cuadro contraste con su brutal desenlace, cuando la fantasía se evapora y con ella aparece la frustración de un amor que nunca podemos atrapar completamente, al que tarde o temprano resignamos por nuestro bien.
Para realzar ese sentimiento, la paleta de colores de Petrov encuentra una luz, como la de los cuadros campestres de Renoir, que acompaña las peripecias de su protagonista. Porque, y ese sería el otro detalle central, la intimidad, los sueños y los sentimientos siempre se transmiten a través del movimiento. Las imágenes de sus cortos adquieren cuerpo a través del movimiento continuo, de las enormes posibilidades que la pintura sobre vidrio permite para integrar fondos y jugar con las características de sus personajes. Por eso, no resulta sorprendente que su homenaje a la ciudad de Yaroslavl sea puro movimiento, dinamismo y alegría de animar. En apenas un par de minutos, el dibujo se mueve a través de las calles de la ciudad al ritmo de una canción tradicional rusa, a veces desde una óptica en primera persona a veces describiendo el paisaje. No importa. Encore es prácticamente una celebración de la animación, un hermoso homenaje a sus recursos, que en algún punto del camino se encuentra con la celebración de la ciudad. Es tal la arrolladora confianza en su técnica que su conclusión tiene algo de tristeza, de obligación de interrumpir el baile de unas formas animadas que, si por él fuera, no se detendrían jamás. Entre ese dinamismo alegre, en constante movimiento, uno puede intuir cómo la mano del animador se resiste al temblor del inevitable final, donde toda la felicidad encajada en una preciosa miniatura debe detenerse. Hasta entonces, la animación ha sido una delicia musical, un movimiento ininterrumpido en estado de gracia.
La raigambre literaria
Hablamos de la cultura rusa y esta es un fundamento habitual en la obra de Petrov, pues la mayoría de sus trabajos son adaptaciones de autores como Dostoievski, Pushkin o Platonov. A través de ese poso literario, el animador ruso confiere a sus personajes el espíritu y la idiosincrasia, el alma del lugar. Ejemplo de ello es La vaca (Korova, 1989), donde la reflexión se centra sobre una condición humana demasiado acostumbrada a la exigencia y demasiado poco a la obligación sobre uno mismo. Así, la vaca sobre la que gira el cortometraje tiene unos rasgos más humanos que sus propios dueños, puesto que su entrega, cercanía, los sentimientos que dibuja en su relación con los humanos, nunca piden una contrasprestación. Mientras, la preocupación de los humanos parece centrarse sobre las posibilidades de exprimir todo cuanto puede dar de sí el animal. También La sirena (Rusalka, 1997) indaga en esa suerte de meditación sobre la humanidad al presentar, a caballo entre la realidad y el sueño, a dos hombres obsesionados por una sirena que habita en el lago helado de un pueblecito ruso. Donde uno, el más joven, encuentra en esa mujer una llave para acceder a una realidad menos mediocre, más cálida, en mitad del crudo invierno; el otro, el anciano, recuerda el pasado al que tuvo que renunciar, temeroso de que apenas fuese una evasión sin futuro. Así, Petrov muestra a partir de esos dos movimientos, temporales y psicológicos, el poco diámetro que la fantasía, el sueño y las aspiraciones románticas tienen en una realidad cortada bajo el patrón más espartano.
Con todo, esa raigambre literaria también supo traducirse en el contexto del relato de Ernest Hemingway El viejo y el mar (The Old Man and the Sea, 1999), quizá el trabajo más conocido de Petrov, donde los órdagos de su autor —plasmar el aliento, el sentimiento de pasear por lo salvaje e integrarse dentro de ese microcosmos aventurero— conviven armoniosamente con esa nostalgia tan rusa volcada en manifestar todo aquello que se echa de menos. Porque es esto último el pegamento que hace tan singulares, y al mismo tiempo permeables, las obras rusas; ese sentimiento de perenne nostalgia que embarga los paisajes, los dilemas y conflictos, las actitudes de los personajes. He ahí, pues, otra manera de entender el desenlace de My Love, tan crudo —por la renuncia que representa— y tan hermoso, por su manera de fijar un sentimiento imperecedero.
Elegías íntimas
El cine de Petrov, como el de Sokurov, es una elegía íntima que hibrida técnica y sentimiento para representar una de esas despedidas que uno nunca quiere que llegue. Entre la parodia y la admiración, Petrov lo simbolizó en su primer trabajo, Marathon (Marafon, 1988). En él narraba la carrera en paralelo de una especie de Mickey Mouse y del niño que crecía junto a él. Mientras el ratoncito de Disney mantenía el pulso firme y continuaba su marcha, el niño comenzaba a renquear, a ganar en años y avanzar desde la adolescencia hasta la senectud. En un momento dado, el anciano ya se veía incapaz de aguantar el ritmo y el personaje animado quedaba solo en el horizonte. Así, un personaje, reflejo del capital y de la asimilación cultural, nunca decae en el imaginario colectivo; en cambio, el otro tarde o temprano debe capitular, ahorrar fuerzas y entregar la cuchara. Cada paso puede ser el último.
Desde el estreno de Fuyu no hi, las cosas no han ido muy bien para ciertos animadores. Satoshi Kon murió sin poder acabar su película, Masaaki Yuasa ha lanzado una campaña de crowdfunding para financiar su siguiente proyecto y, en el caso de Petrov, no son pocas las veces que ha manifestado su interés en poder realizar un largometraje. Así, el esfuerzo de Kawamoto fue lo más parecido a un monumento/canto del cisne para una animación al margen de las composiciones digitales y el mercado comercial (esto último, para qué obviarlo, no por voluntad propia). Quedémonos con esa visión, corregida y aumentada, de la obra de Petrov que es Encore, donde el movimiento nunca tiene fin, como si realmente la técnica pudiese garantizar que toda esa belleza no acabará jamás.