Call of Cthulhu: Dark Corners of the Earth fue un videojuego editado en el 2005. En él, el jugador controlaba a un investigador que se ve metido en una trama de mitos lovecraftianos. De cuando en cuando, el protagonista perdía la cordura y tenía alucinaciones audiovisuales, en forma de casi imperceptibles alteraciones de la imagen y de la banda sonora. Cuantas más sensaciones de este tipo, más crecía la tensión y la ansiedad del jugador, que entraba en cada nueva habitación atento a todo movimiento y detalle, con el cuerpo en vilo, escrutando cada rincón. De la misma manera, el secreto de las películas de casas encantadas es inducir un estado de paranoia. En cualquier momento podría pasar cualquier cosa: un jarrón que se mueve un milímetro, una sombra ligeramente más oscura que otra sombra, un ataque fantasmal de sopetón. Al igual que el jugador de Call of Cthulhu está alterado porque ha vivido ya distintas alteraciones de la realidad, la paranoia en el cine de casas encantadas aparece porque el espectador conoce los mecanismos del subgénero, espera que suceda algo porque sabe que va a suceder. Sin esos antecedentes, la efectividad del clima de tensión constante sería bastante menor, ya que dependería en exclusiva del buen hacer de los creadores, un buen hacer que suele estar ausente de estos productos, en general bastante vulgares.
La saga de Insidious no pertenece estrictamente al subgénero de las casas encantadas, pero sus herramientas y sus intenciones son idénticas. Su razón de ser es generar paranoia y mantenerla en cada segundo, mientras que el terror sólo surge en detonaciones concentradas. Para ello, James Wan utiliza la cámara de manera inteligente, con un permanente movimiento de acercamiento lento, que dota a cualquier escena de gran dinamismo. Ese falso zoom, marca de la casa, simula la amenaza que se cierne sobre el personaje encuadrado, un recurso equivalente al plano subjetivo pero sin caer en su obviedad. Aunque todo parezca en calma, algo flota en el ambiente y es expresado así de forma directa, insistente, insidiosa, como si el punto en el que todo va a explotar no pudiera esperar su turno. El segundo recurso magistral es la composición, tan poco antropocéntrica como suele suceder en las películas de casas encantadas. En las dos partes de Insidious, antes que a los actores, la atención del espectador se desvía a lo que les rodea. A la ventana que se sitúa encima de su cama o detrás de ellos, en el contraplano en mitad de una conversación; a la puerta del fondo, agujero oscuro que podría conducir a una inofensiva cocina pero también al núcleo de todo el horror; al pasillo en el que desembocan más habitaciones de las que podemos controlar. Esos elementos de la casa —sus puntos de fuga… o de entrada— ocupan a veces un gran espacio en pantalla, mucho mayor que el dedicado a la figura humana, que se ve desplazada a un lateral. El estado de paranoia no queda en una sombra desenfocada, como quizá sucede en la más clásica (y sin embargo mejor) Expediente Warren (The Conjuring, James Wan, 2013), sino que se adueña de la imagen. Como en el videojuego lovecraftiano del principio, uno se ve confrontado con el entorno. Más que sugerirse la necesidad de mirar con atención para intentar descubrir algo extraño, se impone como obligación ese hallar y anticipar el terror incipiente.
La paranoia es algo que ya ni atañe a los personajes. Fueron inoculados con una dosis suficiente en el primer Insidious (James Wan, 2010). En Insidious: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, James Wan, 2013) están en otra fase, en la que dan por supuestos a los fantasmas y demonios asesinos. Sin embargo, el relato sigue construyéndose en torno a su ausencia y presencia, ahora orientada por completo al espectador. El director apenas se preocupa de elaborar personajes, que son poco más que muñecos de paja que se pasean por la historia como una convención inevitable. No pasaría nada si Insidious: Capítulo 2 prescindiera de ellos y mostrara únicamente los espacios, los cambios audiovisuales que fomentan la tensión. Pensad en esa reinterpretación de los cómics de Garfield en la que se elimina al gato de las viñetas, causando una angustia existencial. Hablar en Insidious: Capítulo 2 de existencialismo sería demasiado, pero la impresión de soledad en el espectador potenciaría los efectos buscados. En lugar de atacar a un marido o a un niño, los espíritus podrían gritar directamente al patio de butacas o al sofá, y la película sólo ganaría con ello.
El ensamblaje de James Wan recrea la mansión del terror de una buena feria, una experiencia de emoción pura y susto desnudo. Por eso, el argumento en Insidious: Capítulo 2 es casi inexistente. Toda la primera parte de la película se aprovecha de ser una secuela, y no pierde el tiempo con la exigencia de construir un mundo. El esquematismo con el que se suceden las secuencias es admirable por su funcionalidad sin complejos. La película se limita a encadenar momentos de, en este orden, paranoia, tensión y susto. Secuencias que provocarían lo mismo si se proyectaran de forma independiente, como las distintas (e inconexas) salas de una mansión del terror en una feria. Después de esta fase a remolque de la primera película, la secuela comienza a elaborar su argumento propio. El guión sigue siendo delgado, y todavía más deudor de Terror en Amityville (The Amityville Horror, Stuart Rosenberg, 1979) de lo que es habitual en el subgénero —ya sospeché en el primer Insidious que el parecido entre Rose Byrne y Margot Kidder no era casual—. Pero, pese a lo débil del contenido del relato, su estructura se va revelando como retorcida y precisa. Esta relativa complejidad no tiene apenas incidencia en el festival de sustos que ya se había montado sobre la nada, aunque es un agradable acompañamiento para hacer más llevadera la duración de Insidious: Capítulo 2.
El buen hacer del equipo creativo y técnico consigue que la simplicidad de la experiencia sea disfrutable. La cuidada ambientación nos muestra a un Wan cada vez más elegante y sofisticado —aunque no tanto como en la terrorífica Expediente Warren—. Los colores tienen una función de extrañamiento similar a la del mejor Argento, crean un vapor onírico que insinúa la lógica y la imprevisibilidad de los sueños; aunque aquí siempre termina pasando lo más previsible. Insidious: Capítulo 2 es una mejora respecto a la primera parte, en el sentido de que sabe mejor lo que quiere y va aún más al grano. Pero también por su virtuosismo visual, creativo aunque haya perdido la ventaja de la sorpresa del primer Insidious. Como pasaba en aquella, tras los créditos la sensación es equivalente a la que se tiene al salir de una mansión del terror: la de haber pasado un buen rato y tener ganas de recomendar la experiencia. Pero es una experiencia de la que apenas se recordarán detalles unas horas después. Aunque en Expediente Warren ha alcanzado ya una gran solidez, bastante mayor que en las dos Insidious, James Wan todavía necesita un empujón de ambición para escapar de la fragilidad de la pura vivencia de ocio. Un perfeccionamiento que parece perseguir de forma encomiable, como prueba que haya filmado tres variaciones seguidas sobre el tema de la casa encantada.