Le voyage dans la lune / The Matrix

Una bala perdida

Imaginemos que un arma detona, y el proyectil tarda cien años en llegar a su destino. Podría ser el argumento de uno de los mejores cuentos de Borges o de algún fracasado proyecto de Tarkovsky. Y, sin embargo, nos encontramos ante la visión deformada y paranoide de la historia del cine durante el siglo XX.

1902. La época es irreal: consejos de sabios instalados en un tiempo impreciso —¿la Francia de la Edad Media? ¿La Flandes del Barroco?—, una exposición universal decimonónica… Unas dicharacheras señoritas colocan en un enorme cañón una bala del tamaño de una caravana. Las magnitudes extrañan: la desproporción entre objetos y humanos hacen parecer a estos últimos como los enanitos de Liliput —crónica de otro viaje extraordinario en los tiempos de la proto sci-fi—. El ingenio es disparado hacia una luna con cara de torta. El azar —o la mejor de las punterías— hace que el obús cósmico impacte en su ojo. El artillero exclama: “Donde pongo el ojo, pongo la bala”. Fin de la cita.

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1999. Año 2170: las pulidas superficies reflejan un mundo deformado. El neonato Neo se planta ante un impersonal Mr. Smith, reproduciendo el más famoso de los duelos: Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). La realidad no es lo que parece. Cuerpo y mente se confunden, logrando lo imposible: dominar el espacio y el tiempo, maleándolos a su antojo. Uno dispara, el otro esquiva: su cuerpo se flexiona en una postura imposible, como un soldado del Ejército Rojo bailando el kasachof en perpetua gravitación universal. “Donde pongo mi ojo, pones tu bala”. Fin de la cita.

Así, como la flecha del relato de Martin Amis —aquella que activó la inquietud de los hermanos Nolan para que pariesen su Memento (Id., 2000)—, podemos hacer un alarde de analepsis, donde la retrocausalidad nos permita corregir la historia, reescribiéndola: aquella bala no debía haber impactado sobre la superficie de la luna, sino haber viajado por el vacío del espacio, superando las barreras del espacio y el tiempo, desplazándose más allá de su época impulsada por el genio de su creador. Haber superado las fronteras del sistema solar y de la vía Láctea, introducirse por un agujero de gusano para salir a finales del siglo XX —o en 2013, o en 2170, o más allá—. Y que en ella viajara Méliès, el viejo maestro, con su ajado cuerpo y su cerebro de niño pequeño y juguetón, para saber las maravillas que hubiera hecho con otras herramientas más acordes con su desbordante e imaginativo talento: estropearse… quizás.

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De los telones negros a las cgi, del montaje artesanal en una moviola a la mesa de mezclas en un teclado, del cinematógrafo a las cámaras digitales… La trayectoria fragmentada de la bala en Matrix (The Matrix, Andy y Lana Wachowski, 1999) es la distancia que la separa de Viaje a la luna (Le voyage dans la lune, Georges Méliès, 1902). Un itinerario de casi cien años —los que se paran a ambas obras y a sus respectivos creadores—, que se puede recorrer hacia delante y hacia atrás —como en un Cinexin, delicia de la infancia en tardes de inocencia— o hacer un bucle para que la bala no sólo no llegue jamás a su destino, sino para que nunca salga del arma, en un alarde de gif infinito, en un eterno trayecto de ida y vuelta. La memoria como forma de entender el pasado del cine, solapando con su sombra nuestro presente audiovisual: el valor de la magia frente a la verosimilitud digital.