En el principio fue la cámara de cine. La primera ciencia-ficción que llegó a las pantallas era muy distinta a la literaria. En los libros abundaban las descripciones coloristas y las teorías maravillosas, los diálogos chispeantes y los giros de guión. Pero en la pantalla la imagen (la técnica) lo domina todo. La cámara de cine es un ingenio contemporáneo que cambia el juego. Y además de ser un ingenio ella misma, inventa otros ingenios, en lugar de crear universos como la literatura. Una parte de aquella protociencia-ficción cinematográfica se dedicaba a activar complejos mecanismos de relojería, máquinas humeantes y temblorosas, engranajes oxidados… Son técnicas integradas en la historia, pero en ellas (y no en el argumento) está el sentido último de aquellas películas: necesidad de descubrir y compartir el asombro ante el progreso tecnológico, unido al espíritu del feriante. Es el caso de Méliès y Segundo de Chomón o, un par de décadas después, de La casa eléctrica (The Electric House, Buster Keaton, Edward F. Cline, 1922) o El castillo de los fantasmas (Au secours!, Abel Gance, 1924).
Poco a poco, la ciencia-ficción del cine se fue acercando al modelo literario. Las películas se convertían en novelas, acumulando clichés y héroes a partes iguales. Dejó de ser un juego técnico o de ingenio, transformándose en (retrotrayéndose a) género. La máquina demiurga no era ya la cámara ni la moviola, sino el guión. Los arquetipos y las historias juliovernescas hacían rodar las películas. La técnica seguía siendo protagonista, pero ya no de un modo fundamental sino acccesorio. Si antes la cámara estaba en la base misma de la posibilidad de la película, ahora los efectos especiales pasan a ser esclavos de las historias. Sí, vendían entradas, pero lo importante era el héroe, el amor, la aventura. Lo que décadas antes había sido sorpresa ante el avance de la técnica, devino en conformismo novelesco e infantiloide. Esta segunda ciencia-ficción se fosilizó sin dejar de dominar el panorama, sólo animada por nuevos efectos especiales, una excusa para seguir contando lo de siempre.
Los efectos especiales, finalmente, se hicieron con el poder. Casi toda la ciencia-ficción actual se fundamenta en ellos, bajo el lema «hagámoslo porque se puede hacer», un eslógan que habrían firmado los primitivos. Y llegó la cámara digital. Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), que la utiliza con virtuosismo, sintetiza las distintas tendencias anteriores de la ciencia-ficción: sentido de la maravilla inocentón, argumento sensiblero y novelesco de estructura decimonónica, efectos especiales espectaculares… Pero, sobre todo, recupera el ingenio, de nuevo condición y gozo. Una invención puramente técnica, la cámara digital, permite a la película existir, de la misma manera que la ciencia-ficción cinematográfica prehistórica existió gracias a las primeras cámaras. Monstruoso utiliza el nuevo recurso para elaborar una nueva ciencia-ficción, absolutamente contemporánea y original. La cámara digital borra la distancia con el espectador, situando la película a su mismo nivel de percepción, inimaginablemente cerca de la acción y de la tecnología que la posibilita. Volviendo cien años atrás, la ciencia-ficción cinematográfica deja de ser un género y vuelve a convertirse en un estilo. En una técnica pura, capaz de elaborar set-pieces que, sin ser innovadoras, se sienten como vividas (y creadas) por primera vez, porque la técnica no lo había posibilitado antes.