Carreras de luz
La infancia es la edad de los exploradores, cuando la curiosidad desborda cualquier límite establecido y nos invita a mirar allí donde laten otros mundos. Tanto da si el plano abarca las dimensiones de un trozo de hierba fresca surcada de insectos, la placa aumentada por la lente del microscopio o las islas misteriosas donde yace la tumba de Robert Louis Stevenson. La promesa de otro lugar, de otra forma de ver el mundo, ha prendido en nuestro interior. Para Steven Lisberg, Tron. El guerrero electrónico (Tron, 1982) fue, ante todo, el viaje alucinante a las entrañas de un arcade. La década de los 80 comenzaba a preconizar una vida virtual y sintética que, más adelante, desplegaría sus numerosas ramificaciones sobre nuestra existencia cotidiana. En este sentido, Tron era la visión optimista, de líneas claras, de ese futuro que el cyberpunk plasmó a través de realidades confusas e inestables; un Oz en versión digital que escondía, tras las líneas de programación y los píxeles, el sentido de la aventura. De ahí que, en su candidez visual -sobre todo en su animación de formas geométricas básicas, incapaz todavía de lidiar con polígonos-, el filme de Lisberger se conformase con plantar la semilla de un mundo que la tecnología desarrollaría ambiciosamente en posteriores expansiones.
Si hay una escena de Tron que ha permanecido en el imaginario cinéfilo, esa es la que presenta una carrera entre motos de luz. Parapetados tras un fondo opaco y envueltos por un entorno de celdillas, los corredores —entre ellos, el humano interpretado por Jeff Bridges— inician una competición a muerte. Pronto la imagen imita el trazado lineal de la pantalla de un videojuego, donde la estela de las motos juega a entrecruzarse en el camino para acabar con su adversario. En paralelo, Lisberger evoca ese futuro improbable a través de los sonidos pesados del moog de Wendy Carlos y los rostros humanos recortados en el interior de unos trajes que parecen tejidos de luz. A ojos de un niño, la experiencia es similar a habitar el vientre inmenso de una ballena. Lo insólito, de pronto, encuentra un mecanismo de expresión a través de la primitiva imaginería digital.
La aventura, como la tecnología, vive de sus futuras expansiones, que son las que garantizan el desarrollo plausible de ese universo. Por eso, a nadie pareció extrañarle que casi treinta años después Disney produjese una secuela de aquel filme pionero, Tron: Legacy (Joseph Kosinski, 2010). Ahora que la Inteligencia Artificial ha añadido un nuevo barniz sensorial a la entidad de los efectos visuales, al facilitar la recreación meticulosa de realidades alternativas, no hay mejor herramienta para volver a penetrar en aquel viejo universo de máquinas recreativas y observar qué ha sido de su vida. Y allí, en lo profundo del arcade, el mundo de Tron había desencadenado una identidad propia.
Steven Lisberg siempre fue un explorador, de esos que saben encontrar el enfoque que, tarde o temprano, otra generación aprovechará. Si sus motos de luz adolecían, principalmente, de una panoplia limitada de recursos y movimientos, los Wachowski nos enseñaron cómo adaptar esa utopía digital en un entorno de curvas y formas líquidas en Speed Racer (2008), quizá el mejor antecedente para leer los hallazgos visuales de Tron Legacy. Así, el filme de Kosinski apuesta por introducir el diseño y la puesta en espacio para configurar, como si se tratase del interior de una vivienda, el universo amorfo de su predecesora. Una ambición estética y formal que cuaja en su visión de la carrera de motos de luz. Donde Lisberger visualizaba un puzzle de geometría básica similar al mejor arcade de la época, Kosinski explora cada aspecto que le permite el espacio: curvas, un trazado visual conectado desde diferentes planos —la acción se intercala a través de varios niveles, según el momento de la competición— y una moto que crece a partir del corredor, como un impulso interior, como una extensión de ese universo de luz y diseño que representa Tron.
Entre Tron y su secuela median más de dos décadas de avances y desarrollos en el software, así como también la pérdida progresiva de ilusión que convirtió la utopía digital en una fantasía escapista para nuestra mediocre presente. La importancia dramática de una escena como la de la carrera de motos se encuentra en su potencial para revelar un mundo que, en la mejor tradición literaria, podía ser habitado. De ahí que el enfoque arquitectónico que imprime Kosinski a su continuación sea toda una declaración de intenciones: antes que redibujar los contornos de la fantasía, ahora la ciencia-ficción busca una manera de acomodarla como otra ramificación más de nuestra vida. El mundo de Tron, con su progresión narrativa y tecnológica, nos enseña que tras las líneas de códigos y los trajes electrónicos late la posibilidad de continuar nuestro mundo por otros medios. Por el camino, el aprendizaje cognitivo que ha permitido que dejemos de ser exploradores para convertirnos en habitantes de esa realidad 2.0. Allí donde perseguimos el rastro de luz que desprenden las motos.