Una legión de mujeres sufrientes
Un problema generalizado
Ya llegaban lamentos desde otros lares. Ya se escuchaban quejas de otros festivales a través de las redes sociales. Y, como bien dice el refrán, «cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar».
No se puede hablar de maltrato. Ni siquiera el término preciso sea desprecio. La sensación que algunos tenemos es la de estar molestando, la de ser un mal menor —muy menor: al fin y al cabo, águilas no cazan moscas— a los que tienen que seguir soportando por el qué dirán, por no ser tachados de censores y represores, y porque es muy cool mostrarse abierto con las nuevas tecnologías y con las nuevas formas de consumo de la información. Porque no deja de ser una paradoja —por no decir directamente una hipocresía, todo un alarde de sucio cinismo— que se organicen mesas redondas con twitteros y blogueros, rindiéndoles merecido tributo por su labor en la difusión del certamen, cuando los comunicadores freelance ya llevamos varios años soportando un gravamen económico por nuestra acreditación —algo que suena a impuesto revolucionario— que, como bien ha dicho algún compañero desde Sitges, «se ha convertido en un bono más a un precio razonable para no escribir ni una sola línea, ni decente ni indecente».
¿Una forma de siniestra selección natural? A los grandes medios y sus profesionales todo esto poco les afecta, pero con la paulatina accesibilidad a la comunicación digital empieza a haber una gran masa de informadores —verdaderamente independientes, sin presiones de ningún grupo mediático que condicione nuestras opiniones— a los que nos cuesta mucho esfuerzo y sacrificios realizar nuestra tarea. Porque hay decisiones que pueden ser simplemente cuestionables —sus razones tendrán los responsables del festival al haber desplazado algunos pases de prensa vespertinos a unos cines bastante alejados del núcleo de sedes, modificando los planes de muchos de nosotros para poder cuadrar los visionados—, pero hay otras que denuncian su sentido estratégico, su afán por ir separando el grano de la paja a través de algo tan sucio como es un gravamen económico.
A muchos nos gustaría saber si este tipo de decisiones parten de la dirección del festival o de la del patronato —de cuyo presidente, a la sazón alcalde de la ciudad, el bocazas y brabucón Francisco Javier León de la Riva, cualquier cosa se puede esperar—, pero parece que todo respondiera a un plan para configurar a toda una nueva hornada de espectadores: atraer a las salas al público más joven —es para agradecer y celebrar que se dediquen espacios a los niños y los adolescentes a través de ciclos específicos, como han sido MiniMinci y Seminci Joven—, que compartan sus experiencias a través de las redes sociales… pero que no den el paso hacia posturas más críticas que puedan perjudicar los intereses de productores, distribuidores y exhibidores. En cualquier caso, y de nuevo parafraseando a otras voces de esta misma publicación, no queremos aburrir… pero no debemos callar.
Identidades cinematográficas
Desde hace algunos años, existe una voluntad de interrogarse sobre aquellos elementos temáticos y estilísticos que otorgaban consistencia física y espiritual a obras de un pasado más o menos reciente —fundamentalmente, el cine de los ochenta—, del cual no se acaba de entender en qué consistía su personalidad. Se podría errar con cualquier intento por rastrear los orígenes de este diagnóstico, aunque parte de la culpa la pudieron tener el tándem Quentin Tarantino / Robert Rodríguez y su programa doble de Grindhouse (2007) —con aquellos memorables sucedáneos en forma de tráileres de Eli Roth, Edgar Wright y Rob Zombie—.
Aquel ensayo resultó estimulante por su frescura y desparpajo, pero algo lastrado por su manierismo. Desde entonces, un buen puñado de realizadores se ha propuesto la tarea de indagar la esencia de formas, temas, formatos y géneros que definieron aquellos años un tanto despreciados. Algunos lo han hecho con una enfermiza nostalgia, fracasando en el intento. Otros con buen ojo clínico, elaborando materiales que cuestionan tanto lo ajeno como lo propio, imprimiendo tanto a sus imágenes como a sus personajes de un afán por hallar esas raíces perdidas que les enuncien quiénes y cómo han sido.
De entre estos últimos, muchos veteranos y reconocidos directores han rebuscado en su pasado aquellos elementos que un día les hicieron tan reconocidos como reconocibles. De entre los más recientes, podríamos citar a Brian De Palma y su Passion (íd., 2013), una obra que desarrolla a la perfección ese anhelo de descubrir los vericuetos más profundos de la memoria para afirmar una personalidad que acaba siendo el collage de una mirada poliédrica, tan recurrente en toda su filmografía.
En esta 58ª edición de la SEMINCI, varios han sido los realizadores que han abordado dicha cuestión. No sólo a través de sus protagonistas —algo que, al fin y al cabo, no deja de ser una constante en todo argumento, pues todo personaje siempre tiende a realizar un trayecto que le aclare de alguna manera quién es en realidad— sino, y sobre todo, a través de sus estilos. Ahí nos hemos encontrado con Paul Schrader —a quien se le ha dedicado un ciclo, un estudio y una Espiga de Honor como reconocimiento a toda su carrera— y su última obra, The Canyons (íd., 2013), una vuelta a sus orígenes, retomando el estilo que le definiera a finales de los setenta y principios de los ochenta. Un universo constantemente cambiante, con personajes en perpetuo movimiento y condicionados por las relaciones que mantienen y han mantenido entre ellos, provocando una sucesión de emparejamientos que hacen que cada segmento de sus vidas sea como un pequeño y sempiterno renacimiento. Unos seres forzados a realizar acciones que no desean, condicionados por la voluntad de un otro manipulador, encerrados en laberintos de secretos inconfesables, oscuras pasiones y compromisos a corto plazo, con el telón de fondo de un paisaje urbano en el que el soporte físico del cine —las salas de proyección— acaban por ser testigos mudos de un antiguo esplendor perdido. Una aguda y dura reflexión sobre un panorama en el que directores como Schrader, con aún mucho que decir, no saben cómo encajar.
Otro director de los veteranos que ha recurrido a ajustar cuentas con su pasado fue Andrzej Wajda, quien a sus 87 años ha vuelto sobre sus pasos para observar con esa objetividad que imprime la distancia los acontecimientos que desarrolló hace más de treinta años en El hombre de hierro (Czlowiek z zelaza, 1981). Walesa, la esperanza de un pueblo (Wałęsa. Człowiek z nadziei, 2013) fue la encargada de cerrar el festival en su gala de clausura, y en ella Wajda retrata al líder del sindicato opositor Solidaridad con gratitud por su labor, pero con una mirada nada condescendiente: sus actitudes chulescas, sus bravuconadas y el divismo que le poseyó al ser el objetivo de los focos de la prensa internacional son aspectos que lastraron la imagen de este hombre, pero que lo ayudaron a liderar el clamor de una sociedad que sufría una brutal represión en su propio nombre. Las imágenes del film van mutando en concordancia con la tecnología que las imprime —tomavistas, cámaras de televisión, vídeos caseros, etc.— y con la fuente que las utiliza —ciudadanos anónimos, la televisión oficial polaca, canales extranjeros…—, otorgando al conjunto un aspecto poliédrico, casi de collage histórico, que acompaña a los cambios personales del protagonista absoluto de la cinta.
La mejor película a concurso —por algo se llevó la Espiga de Oro del festival— fue Una familia de Tokio (Tokyo kazoku, 2013), obra del japonés Yôji Yamada. Con este proyecto, realizado para conmemorar el 110 aniversario del nacimiento de Yasujirô Ozu —cada vez son más extrañas las cifras que se escogen para los homenajes póstumos—, Yamada vampiriza el estilo de su maestro hasta el punto de que el término remake no hace justicia a lo que se puede observar en pantalla: el producto es un clon que reproduce en su estilo y planificación el clásico de Ozu Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953), remozando el paisaje urbano e incluyendo algunos elementos de la actualidad nipona —nuevas tecnologías, referencias al terremoto del 2011 y la catástrofe nuclear de Fukushima, etc.—, para transmitir el mismo mensaje que su referencia: la descomposición de la unidad familiar y el lugar que a los ancianos se les reserva en una sociedad hiperproductiva.
Yamada, por lo tanto, asimila la personalidad de otro, poniendo en escena un estilo ajeno pero reconocible. Ni mucho menos airoso sale de un experimento similar el marroquí Nour-Eddine Lakhmari, que con Zero (íd., 2012) logra crear un batiburrillo de géneros y referencias cinéfilas, instalándose sin complejos en los tópicos del cine negro de los setenta y los ochenta. Su propuesta tiene todo el sentido: en Marruecos existe la censura, y al tratar un tema de notable impacto —la implicación de las élites policiales, políticas y judiciales en el escabroso tema de la prostitución juvenil y la trata de blancas— hace parecer los acontecimientos mostrados como algo que sucede en otro sitio, en un lugar irreconocible sin correspondencia con la realidad diaria. Pero su abigarramiento formal y esa acumulación de clichés usurpados a otros creadores de otras épocas acaban lastrando un producto final que —mucho nos tememos— está condenado a ser mejor entendido en clave interna que para espectadores de otras partes del planeta.
Abnegaciones femeninas
A pesar de que la SEMINCI vallisoletana no enuncia jamás un tema monográfico que aúne las propuestas de su Sección Oficial, siempre se pueden rastrear ciertos componentes ideológicos y argumentales que dan coherencia a las distintas miradas proyectas por los diferentes realizadores seleccionados. Si en pasadas ediciones ya habíamos observado este carácter unificador, teniendo a la crisis de la familia tradicional como eje vertebrador —concretamente, en la edición de 2010 ya dimos cuenta sobre ello—, en este 2013 ha sido dominante el retrato de mujeres sufridoras, agredidas por un entorno hostil que nos les permite desarrollarse con plena autonomía, siendo en muchos casos —y para más inri— tuteladas por poderes y voluntades incapacitados para tal labor.
Más allá de los criterios para valorar cada una de las propuestas —pues el juicio no deja de estar condicionado por determinadas éticas y morales, sensibilidades, emociones, ideologías, culturas y formaciones intelectuales—, lo cierto es que todos estos personajes femeninos —ya sea como protagonistas o cumpliendo un rol más secundario dentro de sus respectivas tramas— han emocionado por sus condicionantes vitales y su lucha por reivindicarse en el mundo, adquiriendo una voz propia necesaria para reclamar sus propias necesidades e invitando a reflexionar sobre el actual estado de la sociedad. Mujeres del pasado que traen su voz a nuestro presente, como la protagonista de Papusza (íd., Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauze, 2013), cinta que retrata la azarosa vida de la primera poetisa polaca de etnia gitana. O Vanetia, esa esposa y madre que en Run & Jump (íd., Steph Green, 2013) debe mantener en pie un hogar al sufrir su marido un ictus, sin tomarse el lujo de perder la sonrisa. O todas y cada una de las mujeres que aparecen en una de las más agradables sorpresas del festival, aquellas que habitan los paisajes de la francesa Al final del cuento (Au bout du conte, Agnès Jaoui, 2013), donde los estereotipos, las conductas y las situaciones más prototípicas de los cuentos infantiles se hacen carne para reflexionar sobre qué tipo de modelos son aquellos con los que tradicionalmente se ha educado a las mujeres, conviviendo en la pantalla diferentes generaciones femeninas que retratan distintas posturas ante lo que de ellas espera la sociedad.
Pero, sin ninguna duda, ha sido en los films españoles seleccionados donde estos retratos femeninos mejor han brillado. Para la inauguración de esta 58ª edición se escogió Todos queremos lo mejor para ella (Tots volem el millor per a ella, 2013), de la realizadora Mar Coll, donde la insoportable tutela que, después de haber sufrido un accidente, debe soportar su protagonista por parte de su entorno más cercano, termina por ahogarla de tal manera que decide huir un buen día sin dar ninguna explicación, tratando con ello de recuperar su independencia y su autoestima. Sin embargo, y a pesar de que la atmósfera opresiva y asfixiante está presente, esta propuesta no está del todo conseguida, pues requiere de un plus de empatía por parte del espectador, ya que la drástica medida que toma Geni —una Nora Navas cuyo trabajo fue reconocido con el premio a la mejor interpretación femenina— puede ser fácilmente tomada como algo caprichoso, tornando sus necesidades vitales en algo voluble y antojadizo por la decisión de Coll de distanciar excesivamente la cámara de su personaje.
Unos parecidos derroteros son la base de la huída en forma de cul de sac de Julia (Marta Etura), la protagonista de la muy misteriosa e inteligente Presentimientos (Santiago Tabernero, 2013). Argumento lleno de idas y venidas —tanto en el espacio como en el tiempo—, los oníricos paisajes que recorre este personaje femenino conforman un laberinto en espiral, siendo presa de sus sueños, frustraciones y anhelos más profundos mientras su marido, a este lado de la realidad, trata de averiguar quién es en realidad su esposa. Un film misterioso, repleto de osadías —destacar las continuas referencias kubrickianas que, lejos de molestar, son para celebrar— y con un guión muy bien construido —escrito a cuatro manos entre el propio Tabernero y su actor protagonista, Eduardo Noriega—, pero que podría haber sido impecable de no haber recurrido a un convencional formato melodramático y un falso happy end que trata de emular al de Eyes Wide Shut (íd., Stanley Kubrick, 1999) sin conseguir la mala leche de aquel.
También brilló con luz propia El miedo (La por, Jordi Cadena, 2013), uno de los más acongojantes y lúcidos retratos de ese drama cotidiano que es la violencia en el hogar. Su arranque es memorable: diez minutos sin palabras, con una planificación de lo más sencilla y reveladora, donde podemos observar los expectantes rostros de una madre (Roser Camí) y sus hijos (Igor Szpakowski y Alicia Falcó) mientras el padre (Ramon Madaula) realiza sus abluciones matutinas, a la espera de que se largue a su trabajo para normalizar sus vidas. Las consecuencias más visibles del acojone general que se vive en esa casa lo vemos a través del comportamiento de los hijos, quienes poseen graves problemas de comunicación y para relacionarse con su entorno. Pero el gran peso dramático recae sobre la madre, quien debe soportar tanto los malos tratos físicos como ese silencio con el que trata de solventar el día a día de su existencia. A pesar de lo precipitado de la resolución final de su argumento, este film emociona y sobrecoge, siendo uno de los mejores ejemplos que se hayan realizado sobre un tema tan escabroso.
Conclusión
Desde que Javier Angulo y su equipo se hicieran cargo de los mandos, la Semana Internacional de Cine de Valladolid parece haberse encarrilado en una dirección más que aceptable. Después de la enorme impronta ejercida por Fernando Lara y aquellos años de desastrosa gestión de su sucesor, el ya fallecido Juan Carlos Frugone, el veterano certamen está sorteando los vaivenes de la crisis con solvencia y pericia, consciente de su situación dentro del panorama nacional e internacional de los festivales cinematográficos. Sin grandes pretensiones, pero orgullosa de su bagaje, la SEMINCI recalca año a año su interés por radiografiar el estado del individuo y la sociedad a lo largo de todo el planeta, escogiendo ejemplos significantes y significativos que den muestra del estado de las cosas.
Si el año pasado terminó la Semana con la sensación de que se había asistido a una muestra que oscilaba entre lo aceptable y el notable —sin ver ninguna gran película, tampoco hubo motivo para queja alguna por no haber grandes fiascos—, en este 2013 el consenso no ha sido tan generalizado. En Valladolid el público habla, y no solamente al salir de la sala de proyección, pues, al empezar a desfilar los títulos de crédito finales, una buena parte del respetable puede aplaudir, mientras otro sector comienza a patear el entarimado del patio de butacas. Así, conviviendo con algunas de las mejores películas que se hayan podido ver en los últimos años, se han presentado otras propuestas mucho más discutibles, despertando a público y prensa especializada de la comodidad con la que nos adormecimos el año pasado. Esta edición se ha discutido mucho más, con pasión e, incluso, con vehemencia. Y eso, al fin y al cabo, es de agradecer, pues no hay nada como la sensación de estar despierto para saber que se está vivo.