El juego de Ender

Nuestra miseria y nuestra grandeza

Explica el escritor de ciencia-ficción John Kessel en su interesante artículo «Creating the Innocent Killer: Ender’s Game, Intention and Morality» que el principal gancho de la novela que aupó a la fama a Orson Scott Card es que viene a ser algo así como una fantasía vengativa para adolescentes, en el sentido de que es «la historia de un inocente perseguido a pesar de su inocencia, o incluso por culpa de ella. De un niño superior cuyas virtudes no se reconocen. De unos adultos que no son capaces de protegerlo. De los violentos matones que lo acosan sin consecuencias», pero que aun así «es superior a todo el resto de personajes del libro: en inteligencia, creatividad, sensibilidad, lógica, comprensión psicológica de los demás, moralidad y, cuando conviene, y a pesar de su falta de entrenamiento y estatura física, combate cuerpo a cuerpo». Y es que, aunque en posteriores novelas de la serie, como La voz de los muertos o Ender el Xenocida, el escritor plantea una exploración más moral y filosófica sobre el universo creado en ellas, es en El juego de Ender —quizás, precisamente, porque no hay tanta intención reflexiva como en aquéllas, porque se deja llevar más por su intuición— donde salen más a la luz la contradicción entre esa inquietud reflexiva y sus, como mínimo, cuestionables ideas políticas, que se cuelan entre las rendijas de esa construcción de ficción juvenil. Tal y como señala Kessel, Card «separa las consecuencias de la violencia de Ender de los actos en sí, reduciendo la posibilidad de que el lector le juzgue en el momento que los comete», con lo que lanza el mensaje de que «aunque intentes matar a alguien, sigues siendo inocente si lo haces por una justificación mayor, “desinteresadamente”, sin motivos personales». Como el escritor pone en boca del propio Ender Wiggin, «el poder de causar dolor es el único poder que importa, el poder de matar y destrozar; porque si no eres capaz de matar entonces siempre estás sometido a los que sí son capaces, y nada ni nadie te salvará». De ahí a justificar la guerra preventiva, sin importar las víctimas inocentes ni la ausencia de justificación moral, sólo hay un paso.

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Card siempre ha mencionado a Robert Heinlein como una de sus referencias a la hora de escribir ciencia-ficción. Y aunque sus novelas no tengan el tufillo promilitarista de obras como Tropas del espacio —por más que pretenda darle un giro a lo narrado con un cierto mensaje pacifista final, no es casualidad que los marines estadounidenses recomienden la lectura de El juego de Ender a sus nuevos reclutas—, la realidad es que sus novelas desarrollan también una ideología conservadora, con esporádicos ramalazos fascistoides ocultos detrás del vaho filosófico propio de la ciencia-ficción. De ahí que la adaptación que ha llevado a cabo Gavin Hood en El juego de Ender (Ender’s Game, 2013) se caracterice por ofrecer una relectura del material original que en apariencia mantiene sus características ideológicas pero, en realidad, las reelabora desde una perspectiva crítica, que no está tan lejos, con todas las diferencias que las separan, de la que realizaran Paul Verhoeven y Edward Neumeier a partir de la obra de Heinlein en Starship Troopers: Las brigadas del espacio (Starship Troopers, 1997). Después de todo, Hood es consciente de estar elaborando un producto para audiencias jóvenes —una especie de Harry Potter en el espacio, si se quiere—, de ahí que no pueda utilizar ese sentido del humor salvaje y cínico que caracteriza las películas del director holandés; aun así, de forma muy sutil, con notable inteligencia, le da la vuelta a los mensajes belicistas de Card, al confrontarlos con la actual política militar del gobierno de los Estados Unidos. No es casual, en ese sentido, que Roberto Orci y Alex Kurtzman estén implicados en el proyecto como productores ejecutivos: como ha señalado en múltiples ocasiones el compañero Roberto Morato, en su obra han explorado, desde perspectivas, eso sí, absolutamente mainstream, las nuevas formas del terrorismo y las políticas para combatirlo —véanse sus guiones para Misión imposible III (Mission: Impossible III; J.J. Abrams, 2006), Star Trek (íd.; J.J. Abrams, 2009) y su secuela, su reescritura de Watchmen (Id.; 2009) o su trabajo en las series Alias (íd.; 2001-2006) y Fringe: Al límite (Fringe, 2008-2013)—, temas fundamentales en esa recontextualización de la novela original que ha realizado aquí Hood.

Card escribió El juego de Ender durante los últimos coletazos de la Guerra Fría, y, aparte de toda la subtrama política que transcurre en la Tierra y que protagoniza el hermano psicópata de Ender, Peter —y en la que se alude a un Segundo Pacto de Varsovia que llevaría a los rusos a rebelarse contra la Flota Internacional—, todo el argumento está impregnado de esa sensación de peligro constante, de paranoia, que todavía conservaba la sociedad estadounidense: hay que recordar que, a principios de los 80, Ronald Reagan creó la famosa «Guerra de las Galaxias», la Iniciativa de Defensa Estratégica que quería proteger el territorio americano de posibles ataques termonucleares. Desde esa perspectiva, la tercera guerra contra los Insectores —un conflicto preventivo, pues en la novela la raza extraterrestre lleva décadas sin actividad bélica— puede leerse como una proyección de ese pavor a un posible ataque de la antigua URSS, y que dio lugar a largometrajes de filiación política tan ultraderechista como Amanecer rojo (Red Dawn; John Milius, 1984) o Invasión USA (Invasion USA; Joseph Zito, 1985). Hood, pero también Orci y Kurtzman, han entendido perfectamente que esa paranoia obsesiva, ese miedo irracional, ha resurgido en la población estadounidense, pero ahora redirigido hacia el terrorismo islámico, tras el atentado contra las Torres Gemelas —sin calmarse siquiera con el asesinato gubernamental de Osama bin Laden—. Y El juego de Ender hace un esfuerzo consciente para proyectar esa idea del terror reaganiano a nuestra contemporaneidad, evidenciando a través de personajes como los del coronel Hyrum Graff (Harrison Ford) o el de Mazer Rackman (Ben Kingsley) la tendencia de las altas esferas políticas y/o militares hacia la manipulación ya no sólo de la información que reciben sus conciudadanos, sino sobre todo de su formación, de su relación moral y emocional con su entorno. La Escuela de Batalla no es una institución inocua, idealista, como el Hogwarts de las novelas de J.K. Rowling, sino que no anda tan lejos como pudiera parecer de la Lebensborn creada por Heinrich Himmler: está enfocada a crear líderes militares amorales, desapasionados, de mentalidad fría y táctica… De hecho, desde el momento en el que Ender (Asa Butterfield) pone el pie en la misma, todos los adultos que le rodean empiezan a asfixiarlo, a aislarlo de sus compañeros, con el único objetivo de eliminar su inocencia, su visión positiva del mundo —lo que le acerca más a su hermana Valentine (Abigail Bresling) que a Peter (Jimmy Pinchak)—, para, en definitiva, destrozar su humanidad.

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De hecho, Hood adapta a sus propios intereses el retrato de Ender que hace Card en la novela, humanizándolo y, sobre todo, suavizando su carácter, haciéndolo menos agresivo. A ello contribuye, claro está, el propio Butterfield, que con la expresividad de sus ojos y su físico desgarbado, de preadolescente, ya dota al personaje de un aspecto frágil que lo acerca al espectador… Pero, además, el director reduce sus arrebatos violentos —no es baladí que ni Stilson (Caleb J. Thaggard) ni Bonzo (Moisés Arias) mueran, al menos en pantalla, y que no le llegue a romper el brazo a Bernard (Conor Carroll), que acaba integrándose en el grupo— en parte para facilitar que el público simpatice con él, pero sobre todo para alejarse de las tesis proagresión de la novela, marcando, de esa manera, un importante giro moral a lo que nos está contando: su visión del pequeño de los Wiggin no es la de alguien que se impone a los demás a través de la violencia física, sino a través de la empatía, de la capacidad de conectar de forma natural, y a un nivel visceral, con todos aquellos que le rodean. Le retrata, pues, como un líder militar de carácter más humanista que en la novela original. No sólo eso, sino que enriquece su retrato aportando detalles ausentes en el libro, y que le añaden cierto naturalismo a su retrato de teenager, como los conatos de romance que se producen entre Ender y su compañera Petra Arkanian (Hailee Steinfeld): la obra de Card, en cambio, se caracteriza por la asexualidad de sus personajes principales, lógica cuando tienen seis años, inexplicable cuando ya superan los diez… Ahí el mormonismo del autor pesa más de lo que a él le gusta reconocer.

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Pero, más allá de sus planteamientos ideológicos, El juego de Ender también resulta especialmente estimulante por cómo Hood, a partir del paso de sus protagonistas por la Escuela de Batalla y por la Escuela de Comandantes, integra el lenguaje de los videojuegos en la narración de los sucesivos entrenamientos —claro que también es especialmente interesante la escenificación del juego personal al que tiene acceso el personaje de Butterfield, y que ofrece una reproducción 3D tanto de él como de Bresling que se aproxima al aspecto de las cinemáticas de las consolas de última generación—. Si bien, a nivel de diseño de producción, es evidente que el director sudafricano se ha inspirado en las imágenes espaciales de 2001: Una odisea del espacio (2001: An Space Odyssey; Stanley Kubrick, 1968) —cfr. el aspecto de las estaciones orbitales en las que se mueven los personajes, incluso el diseño anacrónico, hiperestilizado, de los trajes que llevan—, donde su imaginación se ha disparado ha sido en los combates de entrenamiento. En los de la Escuela de Batalla, que se producen con gravedad cero, y que vienen a ser una especie de versión high tech de los famosos circuitos de laser tag, realiza un planteamiento visual que se caracteriza por la sencillez, con muchos elementos rectilíneos y cierta uniformidad en el color que recuerda, de forma voluntaria, a videojuegos primitivos como Asteroids, Space Invaders y similares. De esa manera, cuando Ender y su equipo dan el salto a la Escuela de Comandantes y acceden a un equipo de entrenamiento más sofisticado, Hood también introduce una evolución visual paralela a la vivida en la industria del videojuego —y, de alguna manera, representando los cambios que se han producido en la forma de crear juegos en los últimos 30 años—. Ahí la referencia son los juegos de estrategia, de los que, añadiendo la tecnología táctil a la que Steven Spielberg se adelantó con Minority Report (íd.; 2002), recoge la capacidad del usuario para girar la pantalla, acercar y alejarse de los objetivos, reagrupar sus fuerzas… Adaptando con mucho acierto las sugerencias que hizo Card en la novela original, mucho antes de que la tecnología permitiera hacer realidad todo aquello que él soñó en su momento.