La rebelión sin las masas
Recientes estrenos como Trance (Danny Boyle) o Lobezno: Inmortal (The Wolverine, James Mangold) vienen reafirmando la dependencia del thriller actual de la hibridación e infestaciones por cuerpos extraños al género, maridajes en los que prima la química —cómo reaccionan los componentes entre sí— sobre la física —estructuras formales y literarias. La tendencia emerge como alternativa al enfoque más clásico, consistente en revestirse de la dignidad del compromiso con una determinada realidad política o histórica —al modo de Argo (Ben Affleck, 2012) o The Berlin File (Ryoo Seung-wan, 2013)— para al cabo instalarse al calor de las entrañas del sistema que supuestamente se pretendía explorar. En cualquier caso, la mutación del thriller no parece una cuestión de supervivencia, sino de miedo a la enajenación, a encerrarse en ficciones-burbuja sin la capacidad de Walter Hill (Una bala en la cabeza) o Christopher McQuarrie (Jack Reacher) para evitar su estallido.
A primera vista el argumento de Prisioneros parece condenar la película a esta suerte: la desaparición de dos niñas lleva al padre de una de ellas, Keller Dover (Hugh Jackman), a una búsqueda desesperada y violenta que el detective Loki (Jake Gyllenhaal) intenta refrenar mientras indaga en pos del verdadero culpable. Los giros de la trama y el dramatismo inherente a la premisa serían carne de telefilme de explotarse como meros resortes del entretenimiento; sin embargo, gracias a la interpretación de Gyllenhaal, quien va despojando a su personaje de los rasgos tópicos del detective como las capas de una cebolla, empezamos a desovillar un concepto más complejo. A considerar, una vez más, la posibilidad de un virus inoculado a un thriller convencional.
Hablamos de la condición humana, claro. Como sabemos de los mejores noir, ésta no se expresa en perfiles literariamente complejos, sino mediante el curso que describe cada personaje. La dirección de Denis Villeneuve desliga dichas trayectorias de las rutinas psicologistas del texto —padres traumatizados, policías sobrepasados por su trabajo— y las engarza en los mecanismos intrínsecos del género, de manera que estos procesan la vivencia del yo de cada personaje. Como en Incendies (2010), los protagonistas se definen choque a choque con un exterior agreste e inaprensible, obligados a trazar un mapa objetivo de sí mismos para reubicarse en el mundo. Si en aquella película se convertían en turistas de sus propias vidas merced a una trama al arbitrio de la Historia, en Prisioneros ninguno se libra de la condición del título. Todos se ven atrapados en un escenario inmóvil (la desaparición de las niñas) que luchan denodadamente por transformar. Pero ¿no es esta batalla de lo dinámico contra lo estático la esencia del thriller?
Villeneuve tiene su propia visión de cómo se relacionan ambos términos. Los análisis del policíaco a veces recurren a la idea de fauna para ilustrar la integración de los personajes y sus asuntos turbios en un determinado ecosistema moral y político, como si fueran derivados inevitables del mismo. Más allá de la metáfora, no está de más recordar que ningún animal se «integra» en su entorno, sino que resiste a sus continuas adversidades mientras puede. En Polytechnique (2009), basada en la matanza de estudiantes de Montreal de 1989, el canadiense se recrea en la autonomía de aquel infierno respecto a las reacciones de sus víctimas u otras intervenciones. El tiempo transcurre, pero las inclemencias del exterior se resisten a desaparecer. La fotografía de Roger Deakins en Prisioneros, apagada, de tonos contrastados y una profundidad de campo que saca la máxima espacialidad de los movimientos de grúa, parece confirmar esta brecha entre la esfera subjetiva de cada personaje y la realidad externa que la confina de modo inapelable.
La parsimonia con que Villeneuve desarrolla las escenas, por otro lado, sin cortar réplicas o tiempos aparentemente innecesarios, permite seguir las dinámicas reactivas de los personajes contra el nuevo orden. Estas parten del ámbito de control del individuo —la presentación de cada uno transmite estabilidad y fuerza— hasta que se difuminan o se estrellan contra el muro de la desgracia que aspiran a derrumbar. La violencia verbal e incluso física de los encuentros entre Loki y Dover —sin contraplanos equilibrados, siempre invasivos respecto al espacio controlado por el otro, como el coche propio, la comisaría, etc.— manifiesta la imposibilidad de la rebelión de las masas contra el orden que las oprime: solo cabe recorrer el camino señalado para cada uno, aun con la esperanza de algún cruce afortunado con el de los demás.
Si algo cabe reprochar a la película es la falta de exploración de las consecuencias apuntadas, acaso condicionada por la ya larga duración que imponen sus formas narrativas. No obstante, al ver cómo el relato se agota a la par que la vía de la desesperación emprendida por el personaje de Jackman, intuimos el paralelismo entre el extenuante progreso del whodunit y la solidez de la fe de quienes lo transitan. Respecto a la naturaleza de dicha fe, Prisioneros establece una línea entre el creyente en Dios y aquel que defiende únicamente el orden que representaba, ahora trastocado. Respectivamente aluden al azar misericordioso que todos invocamos en nuestras vidas —a fin de librarnos de graves enfermedades, tragedias familiares, etc.— y la humanidad con que a la postre nos resignamos a mejorarlas de manera muy limitada.
En la coda final de la película, un primer plano muestra la expresión dubitativa con que un buen hombre reacciona ante un hecho incierto. Nos anuncia una última e inesperada confluencia entre el azar y la humanidad; entre Dios y su Obra; entre los prisioneros y la libertad que a veces alumbra su solitaria rebelión.