Aquí huele a nuevo… ¡Pues yo no he sido!

Siempre he tenido un especial interés hacia el concepto de límite y en especial dentro de la comedia. ¿Cuál es el límite por el que un gag pasa de ser humor a sobrepasar los límites del buen gusto? ¿Cómo podemos delimitar que una película forma parte de la Nueva Comedia Española y no se trata de un residuo de tiempos peores, de épocas paleolíticas sin acrónimos creadores de tendencias? ¿Cuál es el límite del bien y del mal? ¿Y el límite racional de escuchas para la canción de La Frontera? Quizás mi predilección hacia el término viene provocada por la creación de neologismos y artificios críticos con los que agrupar una serie de películas sin tener en cuenta sus características, tendencias o las condiciones en las que fueron concebidas, que al fin y al cabo son rasgos más definitorios que la simple coincidencia espaciotemporal.

El término nuevo dentro del contexto histórico español nos obliga a retrotraernos a La Transición Española. Algo tan manido y agotado que uno ya no sabe si subrayar su fracaso, señalar su importancia o simplemente negar su existencia por aquello de crear una nueva tendencia. Lo que no cabe duda, y aunque solo sea por el simple hecho de la desaparición del organismo de censura, es que conviene hacer una distinción de la comedia española, antes y después. Si el franquismo creó y configuró a su medida monstruos cómicos como Paco Martínez Soria o Alfredo Landa, la industria española empezó a replicar dicho proceso creando películas que se adecuaban a los procesos de cambios sociales de la época. De la mano de productores como José Luis Dibildos, se introducirían los primeros elementos veladamente políticos en la comedia, creando lo que se conocería como “La Tercera Vía” —término del que el propio Dibildos renegaría hasta el fin de sus días—. Un modelo de cine que trataba de intelectualizar el género con respecto a precedentes como Lazaga o “Tito” Fernández, añadiendo temas de actualidad tales como las dinámicas en las relaciones de pareja, los movimientos migratorios del campo a la ciudad o la introducción de la democracia en la sociedad. Gracias a la aparición de películas como Tocata y fuga de Lolita (Antonio Drove, 1974), Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (Antonio Drove, 1975) o Vida conyugal sana (Roberto Bodegas, 1974) permitió cierto relevo generacional que estuvo encabezado por nombres como los de Antonio Drove, Roberto Bodegas, José Luis Garci, Antonio Mingote —ambos en condición de guionistas— o José Luis Sacristán, que tomó el relevo de Alfredo Landa como protagonista absoluto y acabaría por representar cierto compromiso político de este cine por la ideología izquierdista. Pese a enclavarse dentro del género, ninguna de estas películas acentuó especialmente el componente cómico y se limitaron a utilizar ciertos registros en beneficios del éxito comercial. El humor, en este caso, era un elemento secundario.

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Quizás esas ansias por dejar atrás ciertos aspectos lúdicos de la comedia del franquismo perjudicaron a la hora de tener una visión crítica clara del llamado “cine del destape”, que como su propio nombre indica estaba basado en buena parte en la necesidad del público de contrarrestar a décadas de represión sexual y por mostrar un amplio catálogo de desnudos en la gran pantalla. Cogiendo algunos de los postulados cómicos del landismo —no en vano, Mariano Ozores, uno de sus grandes decanos, ya había dirigido previamente alguna comedia tanto con Alfredo Landa como con José Luis López Vázquez—, es un cine marcado por su carácter desenfadado, por la naturalidad de sus intérpretes, humor basado en los intercambios de diálogos y por el planteamiento desenfadado de unas tramas, que pese a la creencia popular, recogían algunas de las pulsiones de la sociedad de los primeros de los ochenta. Las penurias económicas, la llegada de los partidos políticos de izquierda al poder se mezclaban sin ningún pudor con todo un desfile de tetas, pezones, papos y culos en aventuras donde los protagonistas se erigían en antihéroes surgidos de la más pura tradición de la picaresca que les enfrentaban al sistema y representaban en buena medida los deseos de su público. Una de las grandes características de esta época era su marcada incorrección política, nada era sagrado para guionistas y directores, de ahí que por ejemplo, se permitiesen jugar no solo con temas que parecen tabúes en una joven todavía sociedad democrática, sino que se atreviese a romper las barreras de los géneros cinematográficos con algunas de sus propuestas o que incluso llegasen a revisionar la historia en tono paródico. Mientras las salas se llenaban de público, las películas iban creando su propio star system. Fernando Esteso, Andrés Pajares, Antonio Ozores, Juanito Navarro, Quique Camoiras… la mayoría de ellos procedentes del teatro de variedades, iban saltando desde papeles secundarios hasta roles protagonistas a medida que su popularidad iba creciendo. De esta etapa, nos han quedado títulos inmensamente populares como Los bingueros (Mariano Ozores, 1979), Los liantes (Mariano Ozores, 1981), Agítese antes de usarla (Mariano Ozores, 1983), Los autonómicos (José María Gutierrez Santos, 1982), Al Este del Oeste (Mariano Ozores, 1984) o Brujas mágicas (Mariano Ozores, 1981). Durante años, este cine sufrió de un gran descrédito crítico, pero hoy podemos decir sin rubor alguno que el cine español conoció un antes y un después de la escena de la báscula en Yo hice a Roque III (Mariano Ozores, 1980).

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En paralelo al inmenso auge del humor ozoriano surgió un movimiento de carácter localista que parecía la continuación natural del cine producido por Dibildos y que reflejaba los ideales culturales e intelectuales de una juventud criada mayormente en los núcleos urbanos. Así, Tigres de papel (Fernando Cólomo, 1977), la ópera prima de Fernando Colomo, inauguró un pequeño ciclo de películas enclavadas en Madrid que tenían la frescura, inmediatez y sentimiento generacional como mayores valores frente a la escasez de medios con la que contaban. Fue la respuesta nacional por parte de jóvenes realizadores, en su mayor parte socialistas o con tendencias de izquierdas, a la moda cinematográfica americana de la época, el cine de Woody Allen, empeñándose en convertir la capital del reino en una versión idealizada del Nueva York alleniano, a la vez que intentaban otorgar una patina de prestigio europeo a sus producciones, fijándose en modelos del cine francés. Personajes desnortados, ciudades y situaciones que se tragan a sus protagonistas, desparpajo en sus situaciones, rostros frescos, humor nuevamente basado en los diálogos, en este caso lleno de situaciones cotidianas a las que sacar punta, con la gran diferencia que esta vez, el director es la estrella y el centro autoral de la obra. A la película de Colomo, le seguirían títulos como ¿Qué hace una chica como tú en un lugar como este? (Fernando Colomo, 1978), la reivindicable La línea del cielo (Fernando Colomo) u Ópera prima (Fernando Trueba, 1980).

Aunque hoy negada en muchos ámbitos, La Movida madrileña también supuso otra bocanada de aire fresco para el género en España con la irrupción de Pedro Almodóvar en el panorama. Sus películas, reminiscentes de los derivados artísticos de Andy Warhol y con una realización mucho más visual y lograda que las de Colomo o de Trueba, desafiaban constantemente las concepciones sociales del espectador y tenían un gusto más cuidado por el gag visual que sus precedentes. Poco se puede decir que no se haya escrito sobre películas como Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (Pedro Almódovar, 1980) o Entre Tinieblas (Pedro Almodóvar, 1983). La influencia de la comedia madrileña en la industria española fue tal, que no sólo propició en buena medida la decadencia y hundimiento de los residuos del Landismo durante más de una década, sino que aglutinó buena parte de la producción cómica del país, llegando a su cénit con la consolidación artística y crítica de Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1988) y con la aparición de figuras como Emilio Martínez-Lazaro y Manuel Gomez Pereira que continuarían el legado de Colomo o de Trueba, dominando gran parte de la década de los 80 y de los 90 gracias a sus comedias “de qualité” y que se han prolongado hasta nuestros días, gracias a figuras como David Serrano o incluso Borja Cobeaga.

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Mientras se consolidaba la figura del director-autor de comedias, la implantación de la cultura televisiva en España y la llegada de las televisiones privadas, crearon un nuevo ecosistema de humoristas catódicos que no tardarían en dar el salto al cine con productos hechos a su medida. A diferencia, de la época de Landa, Ozores, Pajares y Esteso, su procedencia influyó decisivamente en la configuración de sus comedias, supeditando la narración a favor del gag más puro, aunque ello conlleve cierta perdida de calidad para la película. Así dúos cómicos como Martes y Trece —Aquí huele a muerto… ¡Pues yo no he sido! (Álvaro Sáenz de Heredia, 1989), El robobo de la jojoya (Alvaro Sáenz de Heredia, 1991)—, Los Morancos —Sevilla Connection (José Ramón Larraz, 1992)— o Cruz y Raya —Ni se te ocurra… (Luís María Delgado, 1990)— tuvieron sus propias películas, que recogían sus particulares mundos cómicos en una jugada que se antojaba como la contrarréplica española a las películas surgidas del Saturday Night Live, donde las ficciones se plegaban a los personajes salidos del programa.

Quizás el ejemplo más claro de este tipo de película, lo encontremos a finales de la década con el surgimiento de un fenómeno popular como Chiquito de la Calzada, que gracias a la habilidad por conseguir un universo cómico personal e intransferible, logró que todas sus ficciones estuvieran dedicadas a sus habilidades como artista del humor. En una artimaña semejante a su manera de contar los chistes, lo importante no sería tanto el fin, sino el recorrido del gag que se pliega al artista. Las ficciones de Chiquito actúan como decorado de fondo —como el chiste en cuestión— para dar rienda suelta al genio del pecador de la pradera. No es de extrañar, que como pasase en anteriores décadas, Álvaro Sáenz de Heredia, decida utilizar el western y el género fantástico como decorado para sus aventuras, géneros cuyas concepciones están usadas que pueden ejercer como tabla rasa para todo tipo de modificaciones, en este caso humorísticas.

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La comedia cinematográfica española ha vivido durante buena parte de su historia de la actualización figuras literarias. La década de los 90, que nos veía crecer a los ojos del mundo como país moderno e integrado en la Unión Europea, decidió mirar hacia el pasado y ahondar en las raíces de la picaresca y el tremendismo como géneros con los que poder desenmascarar la falsa burbuja de irrealidad que se respiraba en el ambiente. Uno de los casos más atípicos de comedia de esta época es la saga de Makinavaja, el último choriso (Carlos Suarez, 1992), no sólo por su atípica procedencia — las viñetas de un cómic de El jueves, creado por Ivá —sino por ser una actualización casi literal del género de la picaresca y que presentaba a unos delincuentes convertidos en antihéroes cómicos que se negaban a integrarse en la sociedad mientras veía como la Barcelona moderna, la Barcelona de los Juegos Olímpicos, los iba engullendo poco a poco—. Del recuerdo de estas dos películas no sólo surge una serie de televisión o la inigualable caracterización de Andrés Pajares como “choriso” reincidente, sino la imagen del abuelo del Maki robándole el “peluco” de oro y titanio del Rey Juan Carlos, mientras pregona “campechanismo” por una playa catalana. Una escena que adquiere mucho más relieve y admiración si nos movemos en tiempos de Urdangarínes y Duques empalmados.

El tremendismo, fue otro género literario de raíces españolas, que también surgió una actualización cinematográfica en plena década de los noventa. Una nueva generación de cineastas jóvenes que decidió reflejar las miserias de su actualidad a través del humor negro, directo, sin cortapisas, basándose en atmósferas y personajes violentos y excesivos, demostrando que el supuesto proceso de modernidad al que se estaba sometiendo España seguía escondiendo los mismos fantasmas del pasado. En cuestión de pocos años, cineastas como Alex de la Iglesia, —El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995), Muertos de risa (Alex de la Iglesia, 1999), La comunidad (Alex de la Iglesia, 2000)— Juanma Bajo Ulloa, —Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1996)— Karra Elejalde y Fernando Guillén Cuervo —Año Mariano (Karra Elejalde, Fernando Guillén Cuervo, 2000), Torapia (Karra Elejalde, 2006)— o el binomio La Cuadrilla —Justino, un asesino de la tercera edad (Santiago Aguilar, Luis Guridi, 1994), Matías, juez de línea (Santiago Aguilar, Luis Guridi, 1995)— subvertirían elementos icónicos de la sociedad cultural española para pasarlos por su particular filtro de misantropía y descreimiento.

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Quizás haya sido la saga Torrente la que con mayor fortuna ha acabado recorriendo la historia moderna de nuestro país, pues echa a la cara como los restos del franquismo siguen campando a nuestras anchas en la España contemporánea, no sólo por su indiscutible éxito económico, sino que porque su devenir parece haber delineado una suntuosa línea paralela con la situación económica de nuestro país pasando de la opulencia absoluta y el caspalujo sin fronteras —Torrente 2: Misión en Marbella (Santiago Segura, 2001)— a las ansias de equipararnos con el mundo civilizado —Torrente 3: El protector (Santiago Segura, 2005)— hasta a volver a nuestra miserable y mugrienta realidad —Torrente 4: Lethal Crisis (Crisis Letal) (Santiago Segura, 2011)—.

Buena parte de los enunciados y artículos sobre la Nueva Comedia Española marcan el límite en una serie de títulos actuales y como estos, han dejado en muchas ocasiones de mirar a referentes del pasado o literarios, para mirar hacia la comedia norteamericana como principal influencia, pero en ese espacio entre el límite del bien y el límite del mal, aparte de esperarte, residen una serie de comedias cuyos ascendientes estaban más cerca de Rodhe Island que de Camporrobles. Así El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo (Enrique López Lavigne, Juan Cavestany, 2004) no sólo era una fabulosa aproximación al cine de Ben Stiller, sino que constituía una acertadísima reflexión sobre la incapacidad de adaptarnos a la modernidad por la idealización del pasado (¿Transición?); Isi/Disi: Amor a lo bestia (Chema de la Peña, 2004), era una de las pocas comedias que potenciaban el gag farrellyano por encima del componente puramente verbal; Vivancos 3 (Si gusta haremos las dos primeras) (Albert Saguer, 2003) se acercaba con total naturalidad al sentido cómico de los ZAZ, a la vez que revindicaba la importancia del humor catalán dentro de la escuela nacional, o la ola de comedia juvenil española que replicó el éxito internacional de American Pie (Paul Weitz, 1999) y que nos dejó desde subproductos como Fin de curso (Miguel Martí, 2005) o Slam (Miguel Martí, 2003) hasta propuestas reivindicables como La fiesta (Manuel Sanabria, Carlos Villaverde, 2003), que parecía anticipar modos low-cost con formas americanas o Gente Pez (Jorge Iglesias, 2001), una película que en cualquier otra cinematografía menos histérica que la española habría alcanzado condición de comedia de culto. Incluso éramos capaces de realizar reflexiones metacinematográficas en películas como La máquina de bailar (Óscar Aibar, 2006), revindicando los supuestos materiales de derribo procedentes de la comedia americana y que forman parte de la educación cultural de guionistas y directores. No está mal para aquellos tiempos ahora perdidos por las calles de esta ciudad. Así que escucha bien mi viejo amigo, si algún día nos volvemos a ver, sólo espero que todo sea como ayer… La Frontera dixit

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