El efecto K. El montador de Stalin

El juego Kulechov

Hace más de un siglo Mèlies y los Lumière dieron pie a una dualidad un tanto facilona pero efectiva para desgranar la evolución del Arte que nacía. El documental y la ficción, la realidad y la fantasía. De hecho los Lumière introdujeron modificaciones en aquello que recogían del natural y fueron, en gran medida, creadores. Mélies, por su lado, y ficciones aparte, no dejó de documentar el estado de la cuestión en lo que se refería a magia y vodevil. Pasaron unos años y, tras la irrupción de Griffith y el lenguaje narrativo en el Cine, una segunda disyuntiva se sitúa ante los creadores que se planteaban transmitir un mensaje. ¿Qué hacemos? ¿Captar la realidad tal como es? ¿Hacer de la cámara un ojo que recoge, neutramente, lo que hay en la calle, en las fábricas, en el campo y las ciudades, y aplicamos, a partir de estas imágenes, nuestra política, nuestras decisiones? ¿O, considerándolo complejo e incluso insuficiente, elaboramos un discurso no sólo mediante las imágenes, reales o ficcionales, sino mediante su disposición según un proceso de montaje? Evidentemente, de nuevo, una simplificación. Pero una simplificación muy útil para vincularnos, ahora si, con la evolución posterior de un arte que se basó durante décadas en esta dualidad. Documentales lo más fieles posibles a la realidad (aunque una realidad preseleccionada, parcializada y de la que sólo se recogían algunas escenas) y ficciones basadas, mayoritariamente, en situaciones y sentimientos de gente real, seleccionados según los intereses de los autores y, sobretodo, de los productores y distribuidores, fueran estos intereses puramente comerciales o incluyeran mayor o menor carga política.

Valentí Figueres parte con arrojo de tal disyuntiva enfrentando dos amigos de infancia según estas posturas ambivalentes que determinarán rumbos inicialmente paralelos pero posteriormente divergentes. Por un lado, Maxime Stransky, supuesto documentalista seguidor de Vertov y su cine ojo, y, por otro, nada menos que Sergei M. Eisenstein, amante del cine de montaje y discurso basado en el efecto Kulechov. A partir de la amistad y los enfrentamientos teóricos de ambos, Figueres construye la primera, más breve, parte de la película, utilizando alguna escena de nuevo rodaje y sombras chinas, junto a material ajeno. Sin embargo, a continuación, el valenciano efectúa una nueva pirueta que constituye el núcleo de su propuesta, una propuesta metacinematogràfica donde las haya. Mediante un giro argumental, Figueres pone en contacto a Stransky (basado en un personaje real, hijo de la nobleza que colaboro con Eisenstein como actor en sus obras) con Stalin, quien le convierte en un espía a su servicio.

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A partir de aquí Figueres pone en práctica, literalmente, el efecto Kulechov. Según la teoría, la contraposición de dos imágenes es interpretada según el contexto en el que el espectador de la misma está situado (a nivel personal, emocional o social). Si el director de una película, modifica el contexto intencionadamente (como Eisenstein puso en práctica) puede provocar sensaciones o despertar creencias acerca de una situación o un personaje que sólo son sugeridas precisamente por la concatenación de dos o más planos, no por lo contenido en los mismos.  Figueres, con habilidad e ironía, pone una larga serie de imágenes inconexas entre si para hilvanar una película de aventuras. Así pues, mediante la aplicación práctica de una vieja teoría y un conjunto de fotogramas de orígenes diversos (hasta 600 filmaciones diversas, adquiridas por Figueres en diversos puntos del planeta), se obtiene una nueva película. Las aventuras del amante del cine ojo son creadas y narradas según la teoría en la que él no creía. Rizando el rizo, la realidad de todas y cada una de las películas (caseras o gubernamentales) da pie a una ficción de nueva creación. De hecho la potencia de las imágenes recicladas resulta ser mucho más superior, en credibilidad cinematográfica y en narrativa, a las escenas rodadas para la ocasión, que se ven impostadas e inseridas forzadamente —como sucediera también en otra obra atrevida que enfrentaba realidad e imaginación, documental y ficcionalización, Más allá del espejo (Més enllà del mirall, J. Jordà, 2006)—.

El juego de Kulechov pergeñado por Figueres va más allá de las tesis políticas y resulta un brillante ejercicio conceptual que es a la vez un divertimento, una suerte de road movie de aventuras (según sus propios términos) que, a la larga, lanza una condena contra Stalin y los totalitarismos. Vamos de la revolución rusa a Shanghai, pasando por el crack del 29, vemos las fiestas del Hollywood dorado y la trastienda del espionaje durante la Guerra Civil Española. El héroe visita a Eisenstein durante el rodaje en Méjico y le traiciona a continuación. Vuela sobre el frente nazi para llegar a un Moscú asediado e, inmediatamente, partir a una nueva misión emulando a Indiana Jones en el Sahara. Roba secretos de Los Álamos y finalmente huye a Rusia con ruta norte-noroeste. Figueres re/presenta la realidad y la convierte en ficción, re/interpreta la historia, invocando en la  trama de espionaje a, entre muchos otros, Ramon Mercader, Maiakovsky, Cipriano Mera, Errol Flynn, Max Ophuls e incluso a George Kaplan. ¿Caprichoso? Tal vez. Pero no tan alejado y muy superior a otros productos como la disparatada Frankenstein’s Army (R. Raaphorst, 2013) un found footage que vinculaba, también, a Stalin con un proyecto de re/utilizar cadáveres para convertirlos en armas mortales. O de espíritu lejano pero próximo en su libertad creativa, a Malditos bastardos (Inglorious Basterds, Q. Tarantino, 2009) que lucía la muerte de Hitler en una sala de cine a manos de una guerrilla.

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Ciertamente, El efecto K puede resultar un tanto artificioso y un punto ingenuo, en el enfrentamiento postrero entre el héroe caído y el dictador (apetecería ver el director’s cut con un final en que, en lugar de unos carteles, un longevo Maxime sobrevive a los malvados en un bar del Levante). Pero, aun así, su reciclaje de una realidad mutada en falsedad permite recuperar la Historia, en mayúsculas, que alguien se esforzó en borrar y reivindicar a tantos personajes que fueron apartados brutalmente del destino que se merecían y de las crónicas. Aquí las memorias privadas, minúsculas, nos permiten reconstruir, con colectivizada singularidad, la memoria de un país y de un tiempo. Y si el tono nos acercar a la fabulación, a la leyenda, tanto mejor. Es sabido. No sólo las fábulas son la mejor manera de reflexionar sobre la realidad  sino que entre la realidad y la leyenda, imprimamos la leyenda.