Las ficciones son cosa seria #2: La imagen de la escena

NOTA: Este artículo continúa una serie de reflexiones iniciadas por su autor en Las ficciones son cosa seria #1. O porqué la revolución será taurina

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Imagen número 1: Una mujer accede a una discoteca pero no encuentra con quien bailar. Avanza a cámara lenta por el centro de la pista, deslizándose dentro del escueto pasillo que han dejado una innumerable cantidad de parejas que ríen y se divierten mientras menean su cuerpo. La escena pertenece a Laurence Anyways (íd. Xavier Dolan, 2012) y resulta tremendamente impactante porque recoge la casi inaguantable angustia que sufre una mujer tras romper con su pareja, así como su desesperación en la búsqueda del calor humano que pueda proporcionarle otro cuerpo; el refugio donde hacer descansar a su desazón.

Imagen número 2: Una mujer accede a una plaza en la que se está celebrando una manifestación pero no encuentra con quien hablar. Avanza lentamente entre los estrechos pasillos que dejan los pequeños grupos personas que escuchan de fondo una serie de arengas políticas desde los altavoces situados en algún punto de la plaza. Se detiene, mira a su alrededor buscando intercambiar unas palabras con cualquiera. No lo consigue y continúa caminando. La escena pertenece a una de tantas manifestaciones ciudadanas y resulta tremendamente impactante porque representa la angustia de todos aquellos que viven su pequeño calvario diario mientras piensan íntimamente cómo es posible que existan movimientos que pidan grandes cosas para todos cuando todavía no han quedado resueltas las pequeñas miserias humanas que están al alcance de la mano.

Paradoja: He descrito dos escenas (quizás desde una perspectiva un tanto humanista) que he visto gracias a una imagen y que he vuelto a recrear como si se trataran de escenas. De aquí en adelante he de tener en cuenta la dificultad para articular este lenguaje en el que confundo imagen y escena, la manera en que se ha representado la situación y la forma en la que las he visto y reconstruido. 

Ambas mujeres buscan a otro: la metáfora es evidente. Me preocupa conocer por qué fracasan, qué les falta para lograr abandonar su individualidad y establecer un vínculo afectivo aunque sea efímero. Creo que se trata de una voz que logre sostener todas las palabras que quieren decir. Tienen el lenguaje, pero les falta la fuerza, la potencia para poder superar el ruido de fondo que adorna las escenas en las que se mueven. En la primera llega en forma de un sonido que retumba tanto en la discoteca como en la banda sonora del film. En la segunda desde todas las consignas lanzadas por encima de la cabeza de los manifestantes. Aunque parezca que las mujeres se desplazan, aunque nosotros podamos ver su movimiento, en realidad están instaladas en una especie de detención equiparable a la de los habitantes del pueblo donde se enclava Werckmeister harmóniák (Béla Tarr, 2000): en una plaza,  atrapados entre el sonido publicitario de la barraca de feria que contemplan con estupefacción y el que llega desde el altavoz que ha  situado la tía Hilde en el otro lado del pueblo. Están parados, solo reaccionan para ir a destruir el hospital del pueblo. Pero no deberíamos detenernos en el cliché en que se ha convertido la vuelta de todo lo reprimido por el curso de la historia: sino en la forma de su movimiento, carente de cualquier tipo de palabra.

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La actitud de la comunidad en este film de Béla Tarr, que puede hacerse ostensible a cualquier película de su filmografía, está en todas partes, en todos los tiempos: fijémonos en el último anuncio del sorteo extraordinario de la lotería de Navidad.  Tenemos a cinco afamados interpretes enfrentados al un público que llena una plaza. Cinco interpretes de géneros tan dispares como la ópera, el pop o el flamenco. Cinco intérpretes que modulan cada una de sus voces para ensimismar al pueblo congregado alrededor de ellos. Nadie se mueve, solo escuchan. Pero, ¿a qué atienden?  Sin duda, a la particularidad de la voz por encima de la promesa de un futuro en el horizonte, dibujado por la posibilidad de ganar una buena cantidad de millones. Las palabras de esa canción, como las palabras que utilizamos normalmente para comunicarnos, son lo más parecido a un fetiche de consumo. No dicen nada porque hemos hecho de la comunicación un lugar abierto a todo y al mismo tiempo cerrada sobre sí misma. Una malla gigantesca que se retroalimenta para funcionar como estructura que vela la forma en cómo se utiliza: ritmo, pausa, entonación, velocidad o timbre. Es decir, los elementos que conforman una musicalidad ahora en latencia, donde se esconde un potencial transformador de la masa. Es decir, la capacidad de poder bailar.

Apunte número 1: Mirando algunas películas españolas de los 50, sobre todo del género policiaco, me doy cuenta de que la gente solía tararear canciones mientras trabajaba o hacía las tareas cotidianas. Y ese tarareo me parece importante por dos razones fundamentales. Por un lado, por su potencia para transmitir una tradición y una cultura de manera oral. Por otro, por su extraña condición para articular el lenguaje, en la que se confunde habla y cante. Después de darle un par de vueltas, llego a la conclusión de  que ese tarareo podría ser la consecución de las particularidades de la lengua de por aquel entonces. Las personas, aunque no tararearan nada, hablaban como si estuvieran cantado y viceversa. Sus voces disponían del rasgo especial de la musicalidad.  Y alrededor de ella, la gente conseguía edificar cierto sentimiento de comunidad.

Apunte número 2: La musicalidad de la voz como detonante de comunidad.  ¿Recuerdan aquella escena del mítico baile en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine. John Ford, 1946)? ¿Recuerdan esa voz que conseguía hacer bailar a toda la comunidad, incluso al Wyatt Earp al que daba vida Henry Fonda, sobre un edificio aún por construir? Podré olvidar todo menos la voz de ese músico, que no era ni un líder carismático ni fundacional.

No hace falta irse tan lejos en el tiempo para encontrar ejemplos de esa voz a la que estamos apuntando. Hoy, aquí cerca, en Andalucía se guardan celosamente formas de cante flamenco donde se confunde cante y habla. Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval no se han cansado de apuntarlo en sus dos últimos trabajo hasta la fecha. Su célebre La cuestión humana (La question humaine. 2007) será recordada, entre otras cosas, por la escena que tiene como protagonista a  Miguel Poveda hacia la mitad de metraje. No recordaremos jamás de qué iba la letra de su cante, pero siempre se hará presente al evocarla su rostro gesticulando, su pasión y la fuerza con que articulaba su voz. Esa misma fuerza es la que encuentra un bailaor en Low Life (2011), escuchando la voz de otro cantaor llegando desde las sombras de la habitación que compartían. La voz devenía en baile y el baile en unos disturbios como protesta contra la detención de unos inmigrantes. La magnitud de aquella escena, su importancia para la historia del cine y de la humanidad radica en la forma en que se representa esa fuerza invisible e inasible, por encima del recuento, vanagloria o lamento por la consecución de unos objetivos políticos.

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El baile como esperanza política: Desde Deleuze somos «un cuerpo sin organización, sin verdad, sin elementos preexistentes, definido solo por los cambios de intensidad de las potencias que lo componen y que afectan a su naturaleza».  Somos un cuerpo sometido a diferentes economías de procesos de excitación-frustración-excitación. Recordemos a Jean-Luc Godard en Film socialisme (íd. 2010): «Hoy las conexiones nerviosas se convierten en materia prima». Somos una crisis continua viviendo en la espera de dar una manera de recomponernos. Solo bailando podremos encontrar un estado íntimo y secreto de comunidad. Solo bailando confundiremos el cuerpo con el de los demás cuerpos. Algo de esto sabían los Shakers: bailaban para generar un movimiento confuso, que tenía mucho de carnavalesco, y que intentaba devenir en formas semejantes a las que pueden observarse en disturbios modernos.

Recapitulemos: Para comenzar a bailar hace falta una voz. Solo la musicalidad de la voz podrá desencadenar un baile, porque una voz musicalizada es clamor del cuerpo, intimidad revelada, abierta y dispuesta para ser compartida. Si queremos recuperar una comunidad (eso es, en el fondo, lo que anhela cualquier manifestación política), hace falta una voz particular capaz de desencadenar un baile. Esa voz es una fuerza capaz de agitar todo: una experiencia que acerca la concepción del arte a la de la soberanía. Esta soberanía no tiene una concepción jurídica o humanista, sino más bien, como creía Nietzsche, como una voluntad de poder que rebasa los límites de la subjetividad en dirección a lo inconmesurable. ¿Recuerdan aquella parte de Film socialisme en la que se decía algo así como «que hay comparar lo incomparable con lo incomparable». Entonces, efectivamente, como decía Bataille, la soberanía depende de la capacidad de ocupar una «posición imposible» desde la que canalizar la voluntad de poder o de diferencia. Lo imposible de lo que estamos hablando es una voz capaz de entrar en conflicto con esa imagen cultivada por la doctrina aristotélica, a la que se ha otorgado la tarea de conectar tiempo y memoria a través de la imaginación. Esa imagen es clave porque puede hacer mover a los cuerpos: en esencia, estamos girando alrededor de la «fantasmata» apuntada por Domenico de Piacenza en su Libro dell`arte del danzare. Esa imagen nos interesa tanto porque sobre ella se han edificado (tanto a favor como en contra) las historias del cine durante más de un siglo de vida.

Hipótesis: Para que la voz devenga movimiento encarnado se hace necesario una especie de conversor matemático. Este bien podría ser la metonimia musical. Como ha apuntado William Washabaugh, «las metonimias musicales son comportamientos que ponen de manifiesto la política y que actualizan donde quieran que la música motiva acciones capaces de canalizar intereses y resolver conflictos. Mediante la acción metonímica, los cuerpos hacen política sin darse cuenta mientras disfrutan de la música. A diferencia de las metáforas, que actúan siempre desde cierta distancia, las metonimias practican la política desde la proximidad y el contacto, y, de un modo crucial, ese contacto es muscular y no mental, corporal y no conceptual».

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La metonimia musical busca el diálogo y el vínculo secreto entre los cuerpos. Estas  relaciones sociales no son solo, ni esencialmente, una cuestión de conciencia. «Son, primera y principalmente, relaciones sentidas o experimentadas. Para producir coherencia, resulta necesario sugerirla, convertirla en un aspecto de la interpretación o de la sensación en general con objeto de conferir sentido al acontecimiento sin exponerla, al mismo tiempo, a la plena luz de la conciencia».

Praxis: Dos películas españolas donde el conflicto se resuelve sin hacer desaparecer la imagen a favor de la voz. Color perro que huye (Andrés Duque, 2011) y La casa Emak Bakia (Oskar Alegría, 2012). Dos películas “narradas”. Dos películas donde sus narradores bailan con las imágenes construyendo un correlato a modo de diario fílmico que devienen en dos momentos muy parecidos: dos bailes donde no puede verse completamente a aquellos lo protagonizan dentro del cuadro. En la primera se trata del rostro de un chico mientras ejecuta una danza comunal catártica. En la segunda los pies del que está ejecutando el baile tradicional vasco del vaso. Son momentos importantes porque el baile ha sido producido por una voz que no viene a remplazar nada. No son ejercicios de resistencia, sino pequeños acontecimientos dentro de las imágenes: la creación de un lugar desde donde poder bailar y no en el que hacerlo.

Para poder bailar falta un lugar: es el punto de vista tradicional y espacial. Pero, en un mundo regulado por una economía de imágenes, ese espacio debe ser creado en el tiempo. Lo espacial, por tanto, debe convertirse en una probabilidad. Esto es, en esencia, sobre lo que deberán trabajar todos los movimientos políticos y sociales para conseguir desplegar una nueva política.